Dominica Gaudete
El Señor Jesús dijo, con toda
verdad, que Juan el Bautista era más que un profeta. Zacarías, su padre, era un
sacerdote de la clase de Abías, e Isabel, su madre, tuvo igualmente una
proveniencia sacerdotal, es una descendiente de Aarón. Ahora bien, según la Ley
de la Antigua Alianza, el ministerio de los sacerdotes estaba vinculado a la
pertenencia a las tribus de los hijos de Aarón y de Leví. Por ello, nos señala
el beatísimo Papa Benedicto que «Juan el Bautista era un sacerdote. En él, el
sacerdocio de la Antigua Alianza va hacia Jesús; se convierte en una referencia
a Jesús, en anuncio de su misión».
Queridos hijos e hijas, ciertamente
hoy contemplamos a Juan el Bautista ejerciendo su ministerio sacerdotal. Como
puente entre Dios y los hombres, Juan instruye a cuantos vienen y le preguntan «¿qué
debemos hacer?». Hombres y mujeres le plantean un mismo enigma: «enséñanos a
vivir; enséñanos a amar», pues lo más elemental del arte espiritual consiste en
esto: saber vivir y saber amar.
Así pues, Juan instruyó a la gente.
Les dijo «Quien tenga dos túnicas, que dé una al que no tiene ninguna, y quien
tenga comida, que haga lo mismo». Es que
compartir la túnica es compartir el calor de la vida, el decoro, es hacer que
tu hermano se vista con el mismo honor que tú.
Compartir es el mejor condimento de nuestros alimentos. Compartir la
comida es decir a tu prójimo: «por hoy tu vida corre por mi cuenta, pues quiero
que vivas, porque amo tu existencia».
Por su parte, los cobradores de
impuestos, los publicanos, también le preguntaron a Juan qué debían hacer; y él
les ordenó: «No cobren más de lo establecido», pues los impuestos deben mirar
hacia el bien común. Y unos soldados también lo interrogaron y él les dijo: «No
extorsionen a nadie ni denuncien a nadie falsamente, sino conténtense con su
salario».
Nos sorprende que Juan no haya aconsejado a los soldados apartarse de su milicia, ni a los recaudadores de impuestos abandonar su trabajo. Lo que les mandó fue apartarse de los pecados que infestan esos trabajos. El mismo Juan sacó de dudas a quienes pensaban que quizá él era el Mesías: «Ya viene otro más poderoso que yo, a quien no merezco desatarle las correas de sus sandalias». En otro tiempo, otro sacerdote, Elí, tenía un joven discípulo, Samuel. Samuel oyó la voz de Dios en la noche del templo, pero pensó que era Elí, su maestro, el que lo llamaba. En tres ocasiones Samuel se presentó delante de Elí cuando oyó la voz de Dios y le dijo: «Aquí estoy, puesto que me llamaste». Pero Elí no había llamado al niño que todavía no conocía a Dios. Entonces Elí instruyó al pequeño Samuel: «Vuelve a acostarte y si te llama respóndele: “habla Señor que tu siervo escucha”». Así enseñó Elí a Samuel que todo sacerdote mira hacia Dios, va hacia Jesús, señala a Jesús; aunque tiene siempre la tentación de referir todo a sí mismo. Como sacerdote, Juan el Bautista sabía que su ministerio igual que los trabajos de los hombres tiene también sus tentaciones, y una de ellas es la de hacer que los hombres nos busquen más a nosotros que a Dios. Por eso insistió: «Ya viene otro más poderoso que yo, a quien no merezco desatarle las correas de sus sandalias. Él los bautizará con Espíritu Santo y con fuego».
Nos sorprende que Juan no haya aconsejado a los soldados apartarse de su milicia, ni a los recaudadores de impuestos abandonar su trabajo. Lo que les mandó fue apartarse de los pecados que infestan esos trabajos. El mismo Juan sacó de dudas a quienes pensaban que quizá él era el Mesías: «Ya viene otro más poderoso que yo, a quien no merezco desatarle las correas de sus sandalias». En otro tiempo, otro sacerdote, Elí, tenía un joven discípulo, Samuel. Samuel oyó la voz de Dios en la noche del templo, pero pensó que era Elí, su maestro, el que lo llamaba. En tres ocasiones Samuel se presentó delante de Elí cuando oyó la voz de Dios y le dijo: «Aquí estoy, puesto que me llamaste». Pero Elí no había llamado al niño que todavía no conocía a Dios. Entonces Elí instruyó al pequeño Samuel: «Vuelve a acostarte y si te llama respóndele: “habla Señor que tu siervo escucha”». Así enseñó Elí a Samuel que todo sacerdote mira hacia Dios, va hacia Jesús, señala a Jesús; aunque tiene siempre la tentación de referir todo a sí mismo. Como sacerdote, Juan el Bautista sabía que su ministerio igual que los trabajos de los hombres tiene también sus tentaciones, y una de ellas es la de hacer que los hombres nos busquen más a nosotros que a Dios. Por eso insistió: «Ya viene otro más poderoso que yo, a quien no merezco desatarle las correas de sus sandalias. Él los bautizará con Espíritu Santo y con fuego».
Juan no anunció la necesidad de
abandonar las vidas, los trabajos, los ministerios y las instituciones de los
hombres. Pero ordenó que se apartaran de los pecados que los diezman. Así
anunció la ruta de la redención. El Mesías viene a salvar a su pueblo de sus
pecados. Pero el perdón de los pecados parece, como explica el Santo Padre
Benedicto, «demasiado poco y a la vez excesivo». Excesivo porque ¿quién puede
perdonar los pecados sino sólo Dios?; pero también demasiado poco porque la
gente muchas veces se siente más oprimida por sus penas, sus miserias y
dolores, que por el peso de sus pecados. En nuestras enfermedades y aflicciones
nos urge más aliviar nuestro dolor y calmar nuestra angustia que encontrar a
Dios para que perdone nuestros pecados. Y nadie de nosotros que tenga una
visión más o menos adulta de la vida podría negar que también ha sido cómplice
del misterio del mal en el mundo.
Jesús quiere, enseña el Papa
Benedicto, «en primer lugar llamar la atención del hombre sobre el núcleo de su
mal y hacerle comprender: Si no eres curado en esto, no obstante todas las cosas buenas que puedas encontrar, no
estarás verdaderamente curado». La ruta de la redención comienza con el perdón
de los pecados y culmina con la paz de Dios que sobrepasa todo conocimiento. Que
Dios nos conceda alegrarnos por el perdón de nuestros pecados, y esforzarnos
por perseverar en este gozo.
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