Dominica I in quadragesima
En estos días de fuerte calor, si
pasas al atardecer junto a las rocas desnudas de esta montaña, se siente cómo
de ellas emana calor. El sol las recarga de su ardor, y ellas rezongonas se lo
devuelven. Si vuelves del trabajo con hambre y cansancio, se te puede ocurrir
lo rico que sería que esas piedras fueran pan. Sí, pan suave y tierno. Ese
heroico trigo molido que entra en el horno, soporta su fuego y sale de él para
traernos aromas, sabores y calor. ¡Si tan sólo se pudiera convertir las duras
piedras en suave pan al atardecer! Los que tienen hambre y sed de justicia, al
atardecer bendecirían al cielo por no haberlos olvidado y por haberlos saciado.
Cada día los hombres, «hartos de
todo, llenos de nada, atardecidos de cansancio», encontrarían el justo salario
de sus fatigas. Y a los oprimidos nunca les faltaría el consuelo. Si tan sólo se pudiera convertir las
piedras en pan… Pero eso jamás ha sucedido.
Y si pudiéramos convencer al diablo
con halagos y zalamerías de que nos echara una mano para arreglar el mundo…
Figúrate. A veces escucho personas que me hablan de otras personas que pueden
manipular el mal. Dicen que sus brujerías tienen el poder de mandarte el mal a
domicilio. Y que el diablo lo domina todo, al punto de que si le ordenas una
desgracia para tu prójimo, te obedecerá sin dudarlo. Bueno, si las cosas están
así a mí se me ocurre que podríamos encargarle al diablo algunas desgracias
fulminantes contra todos aquellos que obran el mal. En poco tiempo, los cultivos
de hierbas venenosas se secarían, agobiados por plagas peores que las langostas
de Egipto; graves enfermedades herirían de muerte a los beneficiarios de tantos
sistemas corruptos, y sus casas se derrumbarían, frustrando sus negocios
sucios. Un fracaso tras otro arrancarían a los malvados sus ganas de vivir y de
ganar. Y así restableceríamos el poder y la gloria de nuestra sociedad. ¡Qué
idea más diabólica! Así daríamos por terminados nuestros problemas con la ayuda
del diablo. Sólo necesitamos convencerlo y adorarlo. Pero bien sabemos que eso
no puede ser. El diablo es bien difícil de convencer, y mal paga a quien bien
le sirve.
Por otra parte, ya alguna vez he
comentado que alguno de los Santos Padres buscó con ahínco saber cuál fue el
monte misterioso desde el cual el diablo hizo ver a Jesús todos los reinos de
la tierra, y que varios siglos después, cuando nos dimos cuenta de que la
Tierra es redonda, no faltó quien viera en ello una mentira de la Biblia, pues
cómo se podría subir a un monte tan elevado y ver desde allá todos los reinos,
si la Tierra es redonda. Siempre veríamos sólo una parte, pero no todos juntos
en el mismo instante. Pues bien, el meollo de la tentación es precisamente eso:
el diablo quiso llevar a Jesús a un monte tan elevado, pero tan elevado, que no
existe, y así lo tentó invitándolo a fundar toda su obra en una mentira, en
puras apariencias. Jesucristo murió en el monte de la verdad, en la montaña de
la cruz. No quiso calmar su sed con vinagre, ni quiso ahorrarse los dolores con
ningún tipo de meditación. Asumió la verdad del dolor humano con toda su
humilde crudeza, pues la humildad es la verdad.
El domingo pasado una noticia
tremenda sacudió los corazones de toda la cristiandad. Nuestro amadísimo Papa Benedicto anunció su renuncia.
Su decisión no era del todo inesperada, pero ciertamente fue sorpresiva. No era
del todo inesperada si recordamos que hace unos tres años, el Santo Padre
depositó el palio que recibió el día del inicio de su pontificado sobre la urna
de los restos de San Celestino V, el célebre Papa benedictino que también
renunció al pontificado para entregarse a la vida eremítica. Hace poco menos de
dos años, al conmemorarse los ocho siglos del nacimiento de San Celestino, el
Santo Padre Benedicto, dijo: «La santidad, en
efecto, jamás pierde su fuerza atractiva, no cae en el olvido, nunca pasa de
moda; es más, con el tiempo resplandece cada vez con mayor luminosidad,
expresando la perenne tensión del hombre hacia Dios. Así que de la vida de San
Pedro Celestino desearía recoger algunas enseñanzas, válidas también en
nuestros días». El
Santo Padre recordó entonces que San Celestino había descubierto algo que todos
un día debemos descubrir. «Cuanto él
tenía, todo lo que él era, no procedía de sí mismo: le había sido donado, era
gracia […] Lo mismo sirve también para nosotros: todo lo esencial de nuestra
existencia nos ha sido donado sin nuestra aportación. El hecho de que yo viva
no depende de mí; el hecho de que haya habido personas que me introdujeron en
la vida, que me enseñaron qué es amar y ser amados, que me transmitieron la fe
y me abrieron la mirada a Dios: todo es gracia; no es “fabricación propia”. Por
nosotros mismos nada habríamos podido hacer si no nos hubiera sido donado: Dios
nos precede siempre, y en cada vida existe lo bello y lo bueno que podemos
reconocer fácilmente como gracia suya, como rayo de luz de su bondad. Por esto
debemos estar atentos, tener siempre abiertos los “ojos interiores”, los de
nuestro corazón. Y si aprendemos a conocer a Dios en su bondad infinita,
entonces también seremos capaces de ver, con estupor, en nuestra vida —como los
santos— los signos de ese Dios que está siempre cerca, que siempre es bueno con
nosotros, que nos dice: “¡Ten fe en mí!”»
Desde entonces sabíamos que el Santo Padre pensaba
renunciar, como San Celestino. Y es que la vida de un cristiano está siempre
llena de renuncias. A fin de cuentas éste es el arte de vivir y el arte de
amar: saber dejar. Saber que todo nos ha sido donado gratuitamente, y que un
día hemos de dejarlo todo en las manos del único Dueño de toda vida. Recuerdo los funerales del Beato Papa
Juan Pablo II. Un viento rabioso soplaba con fuerza en la plaza de San Pedro. Los
Señores Cardenales con dificultad mantenían sus solideos sobre sus cabezas, y las
páginas del libro abierto de los Evangelios se abrían y cerraban violentamente.
Era el Espíritu Santo que soplaba, urgiendo a que el Evangelio se cumpliera. En
la última Misa pública del Santo Padre Benedicto no hubo un viento fuerte. Sólo
el murmullo de un largo aplauso que movió a los Señores Cardenales a quitarse
sus mitras como homenaje al Pontífice que se marcha. La gloria de Dios no
estuvo en el viento ni en el trueno, sino en la humilde renuncia del Papa que
retorna a la plegaria. El Santo Padre, grandioso heredero de la gloria de los
Papas no tentará a Dios. Sabe que todo lo ha recibido de él, sus fuerzas, su
claridad, su fe. Y se retira porque la plegaria es más fuerte que el gobierno,
la adoración es más grande que la gloria del mundo, y cuando las fuerzas del
hombre vienen menos, la fuerza de la gracia continúa su obra.
Un estudiante de teología me preguntó hace unos
días qué pienso de que el Papa se marcha. Le he respondido que si hubiera
estado en mis manos evitarlo, lo habría hecho sin dudar, como hace algunos
siglos una mujer, Catalina de Siena, hizo regresar al Papa a Roma, no sin
muchas dificultades y temores. Sin embargo, no puedo dejar de pensar que
nuestro amado Papa Benedicto ha renunciado el día en que la Iglesia recuerda a
Santa Escolástica, hermana de San Benito. Cuenta San Gregorio que poco antes de
su muerte, Santa Escolástica quiso encontrarse con su hermano Benito en los
confines del monasterio, como solían hacer cada año. Se reunieron una vez más y
hablaron durante el día de las cosas del cielo. Como se hiciera de noche, San
Benito quiso regresar al monasterio, pues en un monasterio se vale salir de
casa, pero hay que regresar cuando comienza a anochecer. La monja Escolástica
suplicó entonces a San Benito: «Te ruego, no me dejes por esta noche; mejor platiquemos hasta el amanecer
acerca de los gozos de la vida celeste». Pero Benito se negaba. Entonces la
monja inclinó su cabeza y comenzó a llorar y su llanto contagió los cielos.
Comenzó a llover a cántaros y el pobre Benito no pudo volver a su monasterio. «Pudo
más quien más amó». Yo sé que esa monja Santa Escolástica ruega ahora al
Pontífice Benedicto que se quede con ella a orar, a hablar de los gozos del
cielo, mientras pasa la noche del mundo. ¿Porque qué otra cosa puede ser un cristiano,
sino una luz que brilla en la noche por debajo de la puerta y ahuyenta las
tentaciones del mundo?