jueves, 28 de febrero de 2013

"una cum famulo tuo papa nostro Benedicto"


Ayer unas personas vinieron al monasterio para pedirme que fuera a ungir a su mamá que se encuentra enferma. Conozco a la señora desde hace algunos años. Ahora no puede estar en pie. Sus piernas no la sostienen y en ocasiones cuando intenta caminar se cae. Sus hijos me hablaron de lo difícil que resulta levantarla. En esos momentos parece que su cuerpo se hace mucho más pesado.
Es curioso, hace unos días mi hermana vino al monasterio con su familia, y trajo a mi sobrinita de apenas unos tres meses de nacida. En la tarde del domingo tuve en mis brazos a la pequeñita. No pesa más de cinco kilos, y por el trabajo de casa estoy bastante habituado a cargar cosas pesadas; sin embargo, al día siguiente me levanté con los hombros adoloridos. No sé por qué. Tal vez al cargarla tenía mucha tensión por el temor a que se me fuera a caer. Tal vez el miedo a lastimarla. No sé. Pero he comenzado a creer que las personas pesan más porque la vida pesa: la vida envejecida y cansada pesa, y también la vida nueva llena de belleza y de promesas.
Al concluir el ministerio petrino de nuestro muy amado Papa Benedicto, pienso que la Iglesia pesa mucho en los hombros de un pontífice. Pesa porque la Iglesia no está muerta. Alguien ya lo ha dicho: la Iglesia es mucho más que sus instituciones, mucho más que sus pecados y escándalos. La Iglesia tiene ese pequeño plus de la Vida resucitada, que la hace pesar más en su vejez y en el germinar de su renovación. Por eso la Iglesia pesa siempre más de lo que pesa.
El Santo Padre lo ha recordado sirviéndose de las palabras de Romano Guardini: «La Iglesia no es una institución bien planeada y construida en el escritorio… sino una realidad viviente… Ella vive a lo largo del tiempo, en devenir como cualquier ser vivo, transformándose. Sin embargo, en su naturaleza, permanece siempre la misma, su corazón es Cristo». La Iglesia, ha explicado el Santo Padre, «vive, crece y se despierta en las almas que —como la Virgen María— acogen la Palabra de Dios y la conciben por obra del Espíritu Santo, ofrecen a Dios la propia carne y, precisamente en su pobreza y humildad, son capaces de generar a Cristo hoy en el mundo. A través de la Iglesia, el misterio de la Encarnación permanece presente por siempre. Cristo sigue caminando a través de los tiempos y de los lugares».
Esta mañana, al celebrar la Misa, sentí un nudo en la garganta antes de pronunciar por última vez las palabras «una cum fámulo tuo papa nostro Benedicto». Nunca me había pesado tanto decirlas. Gracias, Santo Padre, por haber cargado con el peso de esta Iglesia, que es mi Iglesia, la Iglesia de mi vida, la Iglesia viva de Cristo, última razón y pasión de nuestra vida. Gracias por haber confirmado a tus hermanos. Que el Señor te haga dichoso y un día podamos aclamarte en el cielo cantando: «Ecce sacerdos magnus qui in diebus suis placuit Deo et inventus est justus», «He aquí el Sumo Sacerdote que en sus días agradó a Dios y fue hallado justo».

Benedictus XVI Pont. Max.
in caritate et veritate feliciter regnavit

domingo, 17 de febrero de 2013

"Non temptabis Dominum Deum tuum"


Dominica I in quadragesima

En estos días de fuerte calor, si pasas al atardecer junto a las rocas desnudas de esta montaña, se siente cómo de ellas emana calor. El sol las recarga de su ardor, y ellas rezongonas se lo devuelven. Si vuelves del trabajo con hambre y cansancio, se te puede ocurrir lo rico que sería que esas piedras fueran pan. Sí, pan suave y tierno. Ese heroico trigo molido que entra en el horno, soporta su fuego y sale de él para traernos aromas, sabores y calor. ¡Si tan sólo se pudiera convertir las duras piedras en suave pan al atardecer! Los que tienen hambre y sed de justicia, al atardecer bendecirían al cielo por no haberlos olvidado y por haberlos saciado. Cada día los hombres, «hartos de todo, llenos de nada, atardecidos de cansancio», encontrarían el justo salario de sus fatigas. Y a los oprimidos nunca les faltaría el consuelo. Si tan sólo se pudiera convertir las piedras en pan… Pero eso jamás ha sucedido.
Y si pudiéramos convencer al diablo con halagos y zalamerías de que nos echara una mano para arreglar el mundo… Figúrate. A veces escucho personas que me hablan de otras personas que pueden manipular el mal. Dicen que sus brujerías tienen el poder de mandarte el mal a domicilio. Y que el diablo lo domina todo, al punto de que si le ordenas una desgracia para tu prójimo, te obedecerá sin dudarlo. Bueno, si las cosas están así a mí se me ocurre que podríamos encargarle al diablo algunas desgracias fulminantes contra todos aquellos que obran el mal. En poco tiempo, los cultivos de hierbas venenosas se secarían, agobiados por plagas peores que las langostas de Egipto; graves enfermedades herirían de muerte a los beneficiarios de tantos sistemas corruptos, y sus casas se derrumbarían, frustrando sus negocios sucios. Un fracaso tras otro arrancarían a los malvados sus ganas de vivir y de ganar. Y así restableceríamos el poder y la gloria de nuestra sociedad. ¡Qué idea más diabólica! Así daríamos por terminados nuestros problemas con la ayuda del diablo. Sólo necesitamos convencerlo y adorarlo. Pero bien sabemos que eso no puede ser. El diablo es bien difícil de convencer, y mal paga a quien bien le sirve.
Por otra parte, ya alguna vez he comentado que alguno de los Santos Padres buscó con ahínco saber cuál fue el monte misterioso desde el cual el diablo hizo ver a Jesús todos los reinos de la tierra, y que varios siglos después, cuando nos dimos cuenta de que la Tierra es redonda, no faltó quien viera en ello una mentira de la Biblia, pues cómo se podría subir a un monte tan elevado y ver desde allá todos los reinos, si la Tierra es redonda. Siempre veríamos sólo una parte, pero no todos juntos en el mismo instante. Pues bien, el meollo de la tentación es precisamente eso: el diablo quiso llevar a Jesús a un monte tan elevado, pero tan elevado, que no existe, y así lo tentó invitándolo a fundar toda su obra en una mentira, en puras apariencias. Jesucristo murió en el monte de la verdad, en la montaña de la cruz. No quiso calmar su sed con vinagre, ni quiso ahorrarse los dolores con ningún tipo de meditación. Asumió la verdad del dolor humano con toda su humilde crudeza, pues la humildad es la verdad.
El domingo pasado una noticia tremenda sacudió los corazones de toda la cristiandad.  Nuestro amadísimo Papa Benedicto anunció su renuncia. Su decisión no era del todo inesperada, pero ciertamente fue sorpresiva. No era del todo inesperada si recordamos que hace unos tres años, el Santo Padre depositó el palio que recibió el día del inicio de su pontificado sobre la urna de los restos de San Celestino V, el célebre Papa benedictino que también renunció al pontificado para entregarse a la vida eremítica. Hace poco menos de dos años, al conmemorarse los ocho siglos del nacimiento de San Celestino, el Santo Padre Benedicto, dijo: «La santidad, en efecto, jamás pierde su fuerza atractiva, no cae en el olvido, nunca pasa de moda; es más, con el tiempo resplandece cada vez con mayor luminosidad, expresando la perenne tensión del hombre hacia Dios. Así que de la vida de San Pedro Celestino desearía recoger algunas enseñanzas, válidas también en nuestros días». El Santo Padre recordó entonces que San Celestino había descubierto algo que todos un día debemos descubrir. «Cuanto él tenía, todo lo que él era, no procedía de sí mismo: le había sido donado, era gracia […] Lo mismo sirve también para nosotros: todo lo esencial de nuestra existencia nos ha sido donado sin nuestra aportación. El hecho de que yo viva no depende de mí; el hecho de que haya habido personas que me introdujeron en la vida, que me enseñaron qué es amar y ser amados, que me transmitieron la fe y me abrieron la mirada a Dios: todo es gracia; no es “fabricación propia”. Por nosotros mismos nada habríamos podido hacer si no nos hubiera sido donado: Dios nos precede siempre, y en cada vida existe lo bello y lo bueno que podemos reconocer fácilmente como gracia suya, como rayo de luz de su bondad. Por esto debemos estar atentos, tener siempre abiertos los “ojos interiores”, los de nuestro corazón. Y si aprendemos a conocer a Dios en su bondad infinita, entonces también seremos capaces de ver, con estupor, en nuestra vida —como los santos— los signos de ese Dios que está siempre cerca, que siempre es bueno con nosotros, que nos dice: “¡Ten fe en mí!”»
Desde entonces sabíamos que el Santo Padre pensaba renunciar, como San Celestino. Y es que la vida de un cristiano está siempre llena de renuncias. A fin de cuentas éste es el arte de vivir y el arte de amar: saber dejar. Saber que todo nos ha sido donado gratuitamente, y que un día hemos de dejarlo todo en las manos del único Dueño de toda vida. Recuerdo los funerales del Beato Papa Juan Pablo II. Un viento rabioso soplaba con fuerza en la plaza de San Pedro. Los Señores Cardenales con dificultad mantenían sus solideos sobre sus cabezas, y las páginas del libro abierto de los Evangelios se abrían y cerraban violentamente. Era el Espíritu Santo que soplaba, urgiendo a que el Evangelio se cumpliera. En la última Misa pública del Santo Padre Benedicto no hubo un viento fuerte. Sólo el murmullo de un largo aplauso que movió a los Señores Cardenales a quitarse sus mitras como homenaje al Pontífice que se marcha. La gloria de Dios no estuvo en el viento ni en el trueno, sino en la humilde renuncia del Papa que retorna a la plegaria. El Santo Padre, grandioso heredero de la gloria de los Papas no tentará a Dios. Sabe que todo lo ha recibido de él, sus fuerzas, su claridad, su fe. Y se retira porque la plegaria es más fuerte que el gobierno, la adoración es más grande que la gloria del mundo, y cuando las fuerzas del hombre vienen menos, la fuerza de la gracia continúa su obra.
Un estudiante de teología me preguntó hace unos días qué pienso de que el Papa se marcha. Le he respondido que si hubiera estado en mis manos evitarlo, lo habría hecho sin dudar, como hace algunos siglos una mujer, Catalina de Siena, hizo regresar al Papa a Roma, no sin muchas dificultades y temores. Sin embargo, no puedo dejar de pensar que nuestro amado Papa Benedicto ha renunciado el día en que la Iglesia recuerda a Santa Escolástica, hermana de San Benito. Cuenta San Gregorio que poco antes de su muerte, Santa Escolástica quiso encontrarse con su hermano Benito en los confines del monasterio, como solían hacer cada año. Se reunieron una vez más y hablaron durante el día de las cosas del cielo. Como se hiciera de noche, San Benito quiso regresar al monasterio, pues en un monasterio se vale salir de casa, pero hay que regresar cuando comienza a anochecer. La monja Escolástica suplicó entonces a San Benito: «Te ruego, no me dejes por esta noche; mejor platiquemos hasta el amanecer acerca de los gozos de la vida celeste». Pero Benito se negaba. Entonces la monja inclinó su cabeza y comenzó a llorar y su llanto contagió los cielos. Comenzó a llover a cántaros y el pobre Benito no pudo volver a su monasterio. «Pudo más quien más amó». Yo sé que esa monja Santa Escolástica ruega ahora al Pontífice Benedicto que se quede con ella a orar, a hablar de los gozos del cielo, mientras pasa la noche del mundo. ¿Porque qué otra cosa puede ser un cristiano, sino una luz que brilla en la noche por debajo de la puerta y ahuyenta las tentaciones del mundo?

lunes, 11 de febrero de 2013

Oremus pro pontifice nostro Benedicto XVI

No hay duda que el Espíritu Santo ha asistido sin falta a nuestro muy amado Papa Benedicto, felizmente reinante. Prueba de ello es la riqueza con que ha embellecido a la Santa Iglesia, dándole el brillo de la verdad de la ciencia sagrada, la suavidad de la hermosa liturgia, la sabiduría de su cuidado por ella y la bondad de su corazón de pastor bueno. Nuestro Señor el Papa en nada transgrede las leyes de la Iglesia con su decisión. De corazón, gracias Santo Padre, muchas gracias.