Ayer unas
personas vinieron al monasterio para pedirme que fuera a ungir a su mamá que se
encuentra enferma. Conozco a la señora desde hace algunos años. Ahora no puede
estar en pie. Sus piernas no la sostienen y en ocasiones cuando intenta caminar
se cae. Sus hijos me hablaron de lo difícil que resulta levantarla. En esos
momentos parece que su cuerpo se hace mucho más pesado.
Es curioso, hace unos
días mi hermana vino al monasterio con su familia, y trajo a mi sobrinita de
apenas unos tres meses de nacida. En la tarde del domingo tuve en mis brazos a
la pequeñita. No pesa más de cinco kilos, y por el trabajo de casa estoy
bastante habituado a cargar cosas pesadas; sin embargo, al día siguiente me
levanté con los hombros adoloridos. No sé por qué. Tal vez al cargarla tenía
mucha tensión por el temor a que se me fuera a caer. Tal vez el miedo a lastimarla. No sé. Pero he comenzado a
creer que las personas pesan más porque la vida pesa: la vida envejecida y
cansada pesa, y también la vida nueva llena de belleza y de promesas.
Al concluir el
ministerio petrino de nuestro muy amado Papa Benedicto, pienso que la Iglesia
pesa mucho en los hombros de un pontífice. Pesa porque la Iglesia no está
muerta. Alguien ya lo ha dicho: la Iglesia es mucho más que sus instituciones, mucho
más que sus pecados y escándalos. La Iglesia tiene ese pequeño plus de la Vida
resucitada, que la hace pesar más en su vejez y en el germinar de su
renovación. Por eso la Iglesia pesa siempre más de lo que pesa.
El Santo Padre lo ha recordado sirviéndose de las palabras de Romano
Guardini: «La Iglesia no
es una institución bien planeada y construida en el escritorio… sino una
realidad viviente… Ella vive a lo largo del tiempo, en devenir como cualquier
ser vivo, transformándose. Sin embargo, en su naturaleza, permanece siempre la
misma, su corazón es Cristo».
La
Iglesia, ha explicado el Santo Padre, «vive, crece y se despierta en las almas que —como la Virgen María— acogen
la Palabra de Dios y la conciben por obra del Espíritu Santo, ofrecen a Dios la
propia carne y, precisamente en su pobreza y humildad, son capaces de generar a
Cristo hoy en el mundo. A través de la Iglesia, el misterio de la Encarnación
permanece presente por siempre. Cristo sigue caminando a través de los tiempos
y de los lugares».
Esta mañana, al
celebrar la Misa, sentí un nudo en la garganta antes de pronunciar por última
vez las palabras «una cum fámulo tuo papa
nostro Benedicto». Nunca me había pesado tanto decirlas. Gracias, Santo Padre,
por haber cargado con el peso de esta Iglesia, que es mi Iglesia, la Iglesia de
mi vida, la Iglesia viva de Cristo, última razón y pasión de nuestra vida. Gracias
por haber confirmado a tus hermanos. Que el Señor te haga dichoso y un día
podamos aclamarte en el cielo cantando: «Ecce
sacerdos magnus qui in diebus suis placuit Deo et inventus est justus», «He
aquí el Sumo Sacerdote que en sus días agradó a Dios y fue hallado justo».
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