En el primer centenario de la Ordenación Sacerdotal del glorioso Mártir San David Uribe
«Habían pasado tres meses del inicio del último año de Teología. Sabía el diácono David que el presbiterado estaba cerca y que era preciso dedicarse totalmente a la piedad, al estudio y a la disciplina. Unos meses más y sería sacerdote del Altísimo. Pero Dios tenía otros proyectos. Él quería darle a su mártir otra preparación que el Seminario no podía prestarle.
«Habían pasado tres meses del inicio del último año de Teología. Sabía el diácono David que el presbiterado estaba cerca y que era preciso dedicarse totalmente a la piedad, al estudio y a la disciplina. Unos meses más y sería sacerdote del Altísimo. Pero Dios tenía otros proyectos. Él quería darle a su mártir otra preparación que el Seminario no podía prestarle.
Un día, el Obispo Diocesano, el hierático pero sapiente
Señor Francisco Campos y Ángeles, llamó al diácono David Uribe. Acudió
obediente, sin sospechar siquiera el motivo del llamado. El sacerdote
guerrerense, el P. Antonio Hernández, originario de Pungarabato, hoy Ciudad
Altamirano, había sido preconizado Obispo de Tabasco. Había recibido la
ordenación episcopal en la catedral diocesana de Chilapa, pero por las
circunstancias peculiares del Estado de Tabasco, no había podido tomar posesión
de su sede.
La situación en aquella entidad daba signos de mejorar y el
nuevo prelado ansiaba estar con sus ovejas. Sabía de la situación política de
las tierras tabasqueñas, de los graves problemas y sobre todo de la escasez de
sacerdotes. Por eso rogó encarecidamente al Señor Campos que le prestara
siquiera por un tiempo a David Uribe, al que deseaba llevar consigo ya
sacerdote.
El Señor Obispo de Chilapa amaba a la Diócesis de Tabasco.
De Tabasco había salido el tercer Obispo Fray Buenaventura Portillo y Tejeda
para venir a esta Iglesia particular de Chilapa. Aunque necesitaba los
servicios de David, accedió con admirable generosidad. No podía, sin embargo,
ordenar presbítero al Diácono Uribe ni enviarlo a otra Diócesis sin pedirle su
consentimiento.
Con exquisita prudencia informó del asunto a David Uribe
manifestándole el deseo de que obsequiara la petición del Señor Hernández. Para
el Diácono David los deseos del superior eran órdenes y aceptó con su
proverbial generosidad, no por el deseo de ser ordenado presbítero con tanta
premura, sino porque sentía que era la voz de Dios.
Y así, el dos de
marzo de 1913, en la Catedral Diocesana de Chilapa, y por ministerio del Señor
Obispo Francisco Campos y Ángeles, fue promovido al Orden de los Presbíteros.
Escribiría más
tarde: “Si fui ungido con el Óleo Santo que me hace ministro del Altísimo, ¿por
qué no he de ser ungido con mi propia sangre?”
David, tirado,
sí, tirado, rostro en el piso, sentía descender sobre él como una lluvia
benéfica, cuando el coro de la Santa Iglesia Diocesana entonaba las letanías de
todos los Santos. Un día estaría tirado en la tierra que bebería su sangre como
la del justo Abel. No podía saberlo él. Pero Dios no podía ignorarlo, y
hermosamente, dulcemente, divinamente, acariciaría el alma de su siervo
llamándolo al martirio.
El Obispo
Consagrante, puesto de pie, solemnemente invocaba sobre ese hombre las
bendiciones del Altísimo. “Ut hunc
electum tuum, benedicere et sanctificare et consecrare digneris…”,“Que te
dignes bendecir, santificar y consagrar a éste tu elegido…”
Con emoción
inefable sintió posarse sobre su cabeza las robustas manos del Señor Campos. Un
sacudimiento de Pentecostés hacía cimbrar todo su ser cuando el Prelado dejaba
caer las palabras consecratorias en el majestuoso latín: “Da, quæsumus, omnipotens Pater, in hunc famulum tuum, presbyterii
dignitatem”, “Da, te rogamos, Padre omnipotente, a este siervo tuyo, la
dignidad del presbiterio”. Y hasta las médulas de su alma llegarían las
palabras: “Innova in visceribus eius
Spiritum sanctitatis…”, “Renueva en su interior el Espíritu de santidad”.
Y cuando sus
manos eran ungidas, manos que ya podrían levantarse para bendecir, para
absolver, para ser un altar de Jesús, para llevar el Pan de Vida a sus
hermanos, cuando esas manos eran acariciadas por el Óleo, las contemplaría
espantado de su propia dignidad.
Las dulcísimas
notas del coro, dulcísimas porque arropaban las palabras del Maestro, tenían un
pregusto de cielo: “Iam non dicam vos
servos, sed amicos meos”, “Ya no les diré siervos, sino amigos míos”.
Monseñor
Francisco Campos y Ángeles, teniendo entre las suyas las recién ungidas manos
del Presbítero David Uribe y mirándole a los ojos, le pregunta: “Promittis mihi et successoribus meis
reverentiam et obœdientiam?”, “¿Prometes a mí y a mis sucesores obediencia
y reverencia? “Promitto”, respodió el
sacerdote quebrándosele la voz por la emoción.
Por fin
sacerdote, meta de sus juveniles anhelos. Meta que era punto de partida.
Principio de un penoso caminar gastándose en el servicio de los demás. Y porque
Jesús no le cabía en el pecho, sentía un callado y no identificable deseo de
darse, no a cuentagotas, sino de quebrarse como el alabastro de la Magdalena».
Tomado del libro Beato P. David Uribe Velasco. Vida y martirio, escrito por el R.P. José Uribe Nieto.
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