sábado, 2 de marzo de 2013

"Iam non dicam vos servos", 1: San David Uribe


En el primer centenario de la Ordenación Sacerdotal del glorioso Mártir San David Uribe

«Habían pasado tres meses del inicio del último año de Teología. Sabía el diácono David que el presbiterado estaba cerca y que era preciso dedicarse totalmente a la piedad, al estudio y a la disciplina. Unos meses más y sería sacerdote del Altísimo. Pero Dios tenía otros proyectos. Él quería darle a su mártir otra preparación que el Seminario no podía prestarle.
Un día, el Obispo Diocesano, el hierático pero sapiente Señor Francisco Campos y Ángeles, llamó al diácono David Uribe. Acudió obediente, sin sospechar siquiera el motivo del llamado. El sacerdote guerrerense, el P. Antonio Hernández, originario de Pungarabato, hoy Ciudad Altamirano, había sido preconizado Obispo de Tabasco. Había recibido la ordenación episcopal en la catedral diocesana de Chilapa, pero por las circunstancias peculiares del Estado de Tabasco, no había podido tomar posesión de su sede.
La situación en aquella entidad daba signos de mejorar y el nuevo prelado ansiaba estar con sus ovejas. Sabía de la situación política de las tierras tabasqueñas, de los graves problemas y sobre todo de la escasez de sacerdotes. Por eso rogó encarecidamente al Señor Campos que le prestara siquiera por un tiempo a David Uribe, al que deseaba llevar consigo ya sacerdote.
El Señor Obispo de Chilapa amaba a la Diócesis de Tabasco. De Tabasco había salido el tercer Obispo Fray Buenaventura Portillo y Tejeda para venir a esta Iglesia particular de Chilapa. Aunque necesitaba los servicios de David, accedió con admirable generosidad. No podía, sin embargo, ordenar presbítero al Diácono Uribe ni enviarlo a otra Diócesis sin pedirle su consentimiento.
Con exquisita prudencia informó del asunto a David Uribe manifestándole el deseo de que obsequiara la petición del Señor Hernández. Para el Diácono David los deseos del superior eran órdenes y aceptó con su proverbial generosidad, no por el deseo de ser ordenado presbítero con tanta premura, sino porque sentía que era la voz de Dios.
Y así, el dos de marzo de 1913, en la Catedral Diocesana de Chilapa, y por ministerio del Señor Obispo Francisco Campos y Ángeles, fue promovido al Orden de los Presbíteros.
Escribiría más tarde: “Si fui ungido con el Óleo Santo que me hace ministro del Altísimo, ¿por qué no he de ser ungido con mi propia sangre?”
David, tirado, sí, tirado, rostro en el piso, sentía descender sobre él como una lluvia benéfica, cuando el coro de la Santa Iglesia Diocesana entonaba las letanías de todos los Santos. Un día estaría tirado en la tierra que bebería su sangre como la del justo Abel. No podía saberlo él. Pero Dios no podía ignorarlo, y hermosamente, dulcemente, divinamente, acariciaría el alma de su siervo llamándolo al martirio.
El Obispo Consagrante, puesto de pie, solemnemente invocaba sobre ese hombre las bendiciones del Altísimo. “Ut hunc electum tuum, benedicere et sanctificare et consecrare digneris…”,“Que te dignes bendecir, santificar y consagrar a éste tu elegido…”
Con emoción inefable sintió posarse sobre su cabeza las robustas manos del Señor Campos. Un sacudimiento de Pentecostés hacía cimbrar todo su ser cuando el Prelado dejaba caer las palabras consecratorias en el majestuoso latín: “Da, quæsumus, omnipotens Pater, in hunc famulum tuum, presbyterii dignitatem”, “Da, te rogamos, Padre omnipotente, a este siervo tuyo, la dignidad del presbiterio”. Y hasta las médulas de su alma llegarían las palabras: “Innova in visceribus eius Spiritum sanctitatis…”, “Renueva en su interior el Espíritu de santidad”.
Y cuando sus manos eran ungidas, manos que ya podrían levantarse para bendecir, para absolver, para ser un altar de Jesús, para llevar el Pan de Vida a sus hermanos, cuando esas manos eran acariciadas por el Óleo, las contemplaría espantado de su propia dignidad.
Las dulcísimas notas del coro, dulcísimas porque arropaban las palabras del Maestro, tenían un pregusto de cielo: “Iam non dicam vos servos, sed amicos meos”, “Ya no les diré siervos, sino amigos míos”.
Monseñor Francisco Campos y Ángeles, teniendo entre las suyas las recién ungidas manos del Presbítero David Uribe y mirándole a los ojos, le pregunta: “Promittis mihi et successoribus meis reverentiam et obœdientiam?”, “¿Prometes a mí y a mis sucesores obediencia y reverencia? “Promitto”, respodió el sacerdote quebrándosele la voz por la emoción.
Por fin sacerdote, meta de sus juveniles anhelos. Meta que era punto de partida. Principio de un penoso caminar gastándose en el servicio de los demás. Y porque Jesús no le cabía en el pecho, sentía un callado y no identificable deseo de darse, no a cuentagotas, sino de quebrarse como el alabastro de la Magdalena».

Tomado del libro Beato P. David Uribe Velasco. Vida y martirio, escrito por el R.P. José Uribe Nieto.

No hay comentarios:

Publicar un comentario