Se dice que en una ocasión, alguien
preguntó a la Madre Teresa: «¿Y
si pudiera Usted cambiar algo en la Iglesia, qué cambiaría?» A lo que la Madre respondió: «Me cambiaría a mí misma». Nos sorprende una respuesta así,
viniendo de una mujer extraordinariamente santa. La Madre podía dudar de su
obra, pero no de la obra de la Iglesia. Solía decir la Madre Teresa que toda la obra de
su vida no era más que «una gota de
entrega en un océano de sufrimiento». Pero que «si esa gota
no existiera, le haría falta al mar entero».
Creía la Madre que todos los días del mundo eran
una gran noche para Cristo, en la que su amor sediento estaba crucificado en
una cruz de tinieblas que abrazaban todo. En esa agonía indecible, Cristo le
suplicaba desde sus tinieblas: «Ven, sé mi luz». Por eso la
Madre nunca se aventuró en horizontes contemplativos, nunca ascendió las cimas
espirituales que muchos grandes Maestros subieron. La Madre sabía que Cristo le
había dado una pequeña luz para iluminar los inmensos abismos del dolor, del
sufrimiento. Sólo para iluminarlos, para transfigurarlos por un instante.
Cristo le había dado una pequeña llama para poner un poco de calor en sus
heladas manos crucificadas, las heladas manos de los pobres. Era una llama tan
pequeña que no alcanzaría jamás a disipar las tinieblas profundas del sufrimiento
en el que Dios está crucificado y
tampoco fundiría los hielos del mal en el mundo. Sabía la Madre que su luz era
muy pequeñita de frente a la tiniebla inmensa del mal y el sufrimiento. Y también
sabía que si ascendía las aireadas y luminosas cumbres de la contemplación, la
misma fuerza del soplo del Espíritu acabaría por apagar su pequeña llama. La
Madre prefirió su lucecita, su pequeña gota de entrega en un océano de
sufrimiento. Y si esa chispa de luz no hubiera existido, las tinieblas que
crucifican a Dios la habrían echado de menos, les habría hecho falta. Con toda
verdad alguien dijo la tarde en que murió la Madre Teresa: «Esta noche en el mundo hay menos amor, menos compasión y
menos luz». Un
Santo no añade gran cosa al mundo, resuelve muy pocos dolores, al límite los
transfigura. Pero cuando un santo muere hay menos amor en el mundo. El mundo
vuelve a su noche y añora la chispa de luz que se encendió en sus tinieblas.
Dios ha puesto a los santos en su Iglesia para
que brillen en la noche del mundo. A veces han brillado juntos como chispas nocturnas
de pirotecnia. Otras veces han pasado solitarios como estrellas fugaces, casi
sin ser notados. Dios ha puesto los santos en su Iglesia con la misma gracia
con que un hombre plantaría una higuera en su viñedo. Son higueras que están
allí para dar fruto mientras las vides maduran su vino.
Es curioso, las higueras no son plantas
exigentes. En algunas regiones crecen sin dificultad, en terrenos ásperos,
rocosos, o incluso en las grietas de viejos muros. Normalmente son plantas
generosas, que entregan en verano frutos que se pueden conservar por mucho
tiempo. Por eso, cuando Jesús nos habló en su parábola de amor acerca de una
higuera que no daba frutos y que el viñador se inclinó a removerle la
tierra con la esperanza de hacerla
fructificar nos parece un poco raro. Fíjate bien, Jesús habla de algo muy
importante: los santos son higueras plantadas en un viñedo. Dios los coloca en
su Iglesia para mostrar su misericordia y su paciencia. Les lava los pies y les
da la oportunidad de elegir la mejor parte, la luz pequeñita con que han de
iluminar la noche del mundo. Les lava los pies, les remueve la tierra para que
se desprendan de todo lo mundano y produzcan dulces frutos que permanezcan.
Los demás en la Iglesia no somos higueras, somos
vides. Y Dios es el viñador. Muchas veces he escuchado a varias personas que me
preguntan acerca de la moralidad de los católicos. Y tengo que admitir como
plausible que la mayoría de los criminales de nuestro país hayan sido
bautizados y desde ese día comenzaron a formar parte de la Iglesia, de esta
nuestra Iglesia, y a ser llamados con todo derecho hijos de Dios.
Por otro lado, nadie duda que la Iglesia ha logrado vencer el
paso del tiempo; pero los tiempos cristianos también han conocido siglos de
odios, injusticias, opresiones, corrupción y aún quedan muchas cosas que
anhelan tiempos mejores.
Si un hombre confundido en sus creencias viniera
a nuestra eucaristía dominical, difícilmente podría creer que ésta es la
religión verdadera. Rápidamente enumeraría muchas contradicciones. Pero si en esta
iglesia todos fueran santos, nadie dudaría de la verdad de la Iglesia. Un
célebre predicador lo hizo notar ya una vez: viéndola tan perfecta, tan
ardiente de caridad, tan santa, ya no habría lugar para dudar ni de la Iglesia
ni de su origen divino; pero por lo
mismo tampoco habría lugar para la fe. La verdad de la Iglesia se impondría por
su evidencia; por sus frutos la reconoceríamos. Aunque no sé cómo podría un
pecador encontrar en ella la esperanza. De antemano no habría lugar para nadie
que no fuera perfecto. Dios no quiso esto para su Iglesia.
Es que la Iglesia es un viñedo. Y su fruto es el vino
del reino que se prepara entre todos. De todas las vides, de todos los racimos,
de todas las uvas, Dios saca un solo vino. Por eso, cuando estamos juntos aquí,
todos pecadores, al menos por una hora no estamos haciendo lo peor. Juntos
estamos a salvo.
No vayan a pensar que cuando nosotros cosechamos
la miel de nuestras colmenas, recogemos de todas por igual miel abundante y de
excelente calidad. No, hay colmenas muy generosas, rebosantes; pero hay también
colmenas avaras y perezosas. Y con lo poco o lo mucho que cada una aporta se
hace una única dulzura de lo mejor. Así es la Iglesia: todos juntos hacemos que
el mundo sea un poquito mejor.
El otro día, mientras meditaba en esta parábola
de Cristo, me di cuenta que una palma datilera en nuestro huerto, con unos
quince años de haber sido plantada, finalmente ha comenzado a dar frutos. Ya es
una palmera algo elevada y cuesta trabajo ver sus dátiles, pero allí están. Me
hizo pensar que Jesús en sus parábolas nunca habló de árboles grandes que
obligaran a mirar al cielo. El único árbol que obliga a mirar al cielo es la
cruz. En sus parábolas y misterios, Jesús habló de vides, de higueras, zarzas, y
mostaza: todos arbustos que no miden más que un hombre y que hay que inclinarse
hacia ellos para acercarse a su misterio. Todos esos arbustos son el reino, son
la Iglesia, y la verdad celestial de la Iglesia no se impone.
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