domingo, 3 de marzo de 2013

"Arborem fici habebat quidam plantatam in vinea sua"

Dominica III in quadragesima

Se dice que en una ocasión, alguien preguntó a la Madre Teresa: «¿Y si pudiera Usted cambiar algo en la Iglesia, qué cambiaría?» A lo que la Madre respondió: «Me cambiaría a mí misma». Nos sorprende una respuesta así, viniendo de una mujer extraordinariamente santa. La Madre podía dudar de su obra, pero no de la obra de la Iglesia. Solía decir la Madre Teresa que toda la obra de su vida no era más que «una gota de entrega en un océano de sufrimiento». Pero que «si esa gota no existiera, le haría falta al mar entero».
Creía la Madre que todos los días del mundo eran una gran noche para Cristo, en la que su amor sediento estaba crucificado en una cruz de tinieblas que abrazaban todo. En esa agonía indecible, Cristo le suplicaba desde sus tinieblas: «Ven, sé mi luz». Por eso la Madre nunca se aventuró en horizontes contemplativos, nunca ascendió las cimas espirituales que muchos grandes Maestros subieron. La Madre sabía que Cristo le había dado una pequeña luz para iluminar los inmensos abismos del dolor, del sufrimiento. Sólo para iluminarlos, para transfigurarlos por un instante. Cristo le había dado una pequeña llama para poner un poco de calor en sus heladas manos crucificadas, las heladas manos de los pobres. Era una llama tan pequeña que no alcanzaría jamás a disipar las tinieblas profundas del sufrimiento en el que Dios está crucificado  y tampoco fundiría los hielos del mal en el mundo. Sabía la Madre que su luz era muy pequeñita de frente a la tiniebla inmensa del mal y el sufrimiento. Y también sabía que si ascendía las aireadas y luminosas cumbres de la contemplación, la misma fuerza del soplo del Espíritu acabaría por apagar su pequeña llama. La Madre prefirió su lucecita, su pequeña gota de entrega en un océano de sufrimiento. Y si esa chispa de luz no hubiera existido, las tinieblas que crucifican a Dios la habrían echado de menos, les habría hecho falta. Con toda verdad alguien dijo la tarde en que murió la Madre Teresa: «Esta noche en el mundo hay menos amor, menos compasión y menos luz». Un Santo no añade gran cosa al mundo, resuelve muy pocos dolores, al límite los transfigura. Pero cuando un santo muere hay menos amor en el mundo. El mundo vuelve a su noche y añora la chispa de luz que se encendió en sus tinieblas.
Dios ha puesto a los santos en su Iglesia para que brillen en la noche del mundo. A veces han brillado juntos como chispas nocturnas de pirotecnia. Otras veces han pasado solitarios como estrellas fugaces, casi sin ser notados. Dios ha puesto los santos en su Iglesia con la misma gracia con que un hombre plantaría una higuera en su viñedo. Son higueras que están allí para dar fruto mientras las vides maduran su vino.
Es curioso, las higueras no son plantas exigentes. En algunas regiones crecen sin dificultad, en terrenos ásperos, rocosos, o incluso en las grietas de viejos muros. Normalmente son plantas generosas, que entregan en verano frutos que se pueden conservar por mucho tiempo. Por eso, cuando Jesús nos habló en su parábola de amor acerca de una higuera que no daba frutos y que el viñador se inclinó a removerle la tierra  con la esperanza de hacerla fructificar nos parece un poco raro. Fíjate bien, Jesús habla de algo muy importante: los santos son higueras plantadas en un viñedo. Dios los coloca en su Iglesia para mostrar su misericordia y su paciencia. Les lava los pies y les da la oportunidad de elegir la mejor parte, la luz pequeñita con que han de iluminar la noche del mundo. Les lava los pies, les remueve la tierra para que se desprendan de todo lo mundano y produzcan dulces frutos que permanezcan.
Los demás en la Iglesia no somos higueras, somos vides. Y Dios es el viñador. Muchas veces he escuchado a varias personas que me preguntan acerca de la moralidad de los católicos. Y tengo que admitir como plausible que la mayoría de los criminales de nuestro país hayan sido bautizados y desde ese día comenzaron a formar parte de la Iglesia, de esta nuestra Iglesia, y a ser llamados con todo derecho hijos de Dios.
Por otro lado, nadie duda que la Iglesia ha logrado vencer el paso del tiempo; pero los tiempos cristianos también han conocido siglos de odios, injusticias, opresiones, corrupción y aún quedan muchas cosas que anhelan tiempos mejores.
Si un hombre confundido en sus creencias viniera a nuestra eucaristía dominical, difícilmente podría creer que ésta es la religión verdadera. Rápidamente enumeraría muchas contradicciones. Pero si en esta iglesia todos fueran santos, nadie dudaría de la verdad de la Iglesia. Un célebre predicador lo hizo notar ya una vez: viéndola tan perfecta, tan ardiente de caridad, tan santa, ya no habría lugar para dudar ni de la Iglesia ni  de su origen divino; pero por lo mismo tampoco habría lugar para la fe. La verdad de la Iglesia se impondría por su evidencia; por sus frutos la reconoceríamos. Aunque no sé cómo podría un pecador encontrar en ella la esperanza. De antemano no habría lugar para nadie que no fuera perfecto. Dios no quiso esto para su Iglesia.
Es que la Iglesia es un viñedo. Y su fruto es el vino del reino que se prepara entre todos. De todas las vides, de todos los racimos, de todas las uvas, Dios saca un solo vino. Por eso, cuando estamos juntos aquí, todos pecadores, al menos por una hora no estamos haciendo lo peor. Juntos estamos a salvo.
No vayan a pensar que cuando nosotros cosechamos la miel de nuestras colmenas, recogemos de todas por igual miel abundante y de excelente calidad. No, hay colmenas muy generosas, rebosantes; pero hay también colmenas avaras y perezosas. Y con lo poco o lo mucho que cada una aporta se hace una única dulzura de lo mejor. Así es la Iglesia: todos juntos hacemos que el mundo sea un poquito mejor.
El otro día, mientras meditaba en esta parábola de Cristo, me di cuenta que una palma datilera en nuestro huerto, con unos quince años de haber sido plantada, finalmente ha comenzado a dar frutos. Ya es una palmera algo elevada y cuesta trabajo ver sus dátiles, pero allí están. Me hizo pensar que Jesús en sus parábolas nunca habló de árboles grandes que obligaran a mirar al cielo. El único árbol que obliga a mirar al cielo es la cruz. En sus parábolas y misterios, Jesús habló de vides, de higueras, zarzas, y mostaza: todos arbustos que no miden más que un hombre y que hay que inclinarse hacia ellos para acercarse a su misterio. Todos esos arbustos son el reino, son la Iglesia, y la verdad celestial de la Iglesia no se impone.

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