domingo, 25 de agosto de 2013

"Contendite intrare per angustam portam"


Dominica XXI per annum


Es curioso que muchos animales construyen madrigueras espaciosas; y algunas de éstas ofrecen la comodidad de dos o tres cámaras que pueden servir como almacén de alimentos, como escondite de emergencia, como cuarto de estar o incluso como espacio donde las crías pueden estirar sus patitas y dar sus primeros pasos.
Algunas aves, como los pericos—esos anacrónicos dinosaurios voladores—, anidan en las oquedades de los árboles. Cavan nidos profundos y penumbrosos en trocos muertos, en cuyo fondo sólo se perciben los cascarones, rígidos pañales en que late la vida.
Y las abejas, por su parte, construyen sus palacios reales siguiendo un milenario protocolo arquitectónico. Un panal comienza a construirse a partir de una bola de abejas que custodian un tesoro viviente: su reina. Todas juntas forman un enjambre y viajan para llegar al sitio donde establecerán la colmena. Enganchándose unas a otras con sus patas consiguen realizar su primer hazaña. Pegan la primer bolita de cera a la rama, viga, bóveda, o lo que sea, que sostendrá el futuro panal. Colocado el primer cachito de cera, vendrán otros más, formando elegantes cubículos perfectamente hexagonales que servirán como alacena para la miel y el polen o de cunita para las nuevas abejas. Poco a poco se completa un panal, y otro y otro, hasta que la colmena está completa y se cierra el condominio.
Muchas abejas prefieren construir sus colmenas entre las hendiduras de las rocas o en troncos carcomidos. A veces ellas mismas frenéticamente rascan con sus patas o roen la madera podrida para tener una caja cerrada donde acomodar sus panales.
Todos estos animales hacen un gran esfuerzo a la hora de construir sus madrigueras, nidos, y panales. Al establecer una madriguera hay que tomar en cuenta las rigurosas leyes de territorio y la presencia de potenciales depredadores. Además, debe ser construida a prueba de derrumbes e inundaciones. Por su parte, algunos pericos pasan varias semanas merodeando en torno a un posible hueco para anidar antes de decidirse a ocuparlo. Y las abejas para elegir el lugar donde construirán la colmena, envían con antelación algunas exploradoras con la seria misión de encontrar un lugar bien resguardado, que cuente con fuentes cercanas de agua y alimento suficientes para nutrir una entera sociedad de millares y millares de abejas.
Ahora bien, estas casas espaciosas tienen una cosa en común: en su diseño arquitectónico sus constructores optan siempre por la puerta estrecha. Las madrigueras y los nidos de pericos tienen entradas muy angostas, donde apenas cabe su cuerpo. Y las abejas entran y salen por una pequeña rendija bien custodiada por centinelas.
Me preguntas entonces, ¿por qué es angosta la puerta para la vida? Fíjate bien, en una madriguera cuya entrada es muy amplia, fácilmente un cruel depredador puede introducir sus garras y destrozar la vida que en ella se oculta. Un perico, apenas percibe algo perturbador, salta a la puerta del nido, como de una cajita de sorpresa, y llena la entrada con su cuerpo, como un tapón viviente, para que otros animales no se introduzcan en busca de huevos ni le roben sus polluelos. Lo único que tiene entrada libre hasta el fondo del nido es la luz. En el fondo cavernoso del nido, la madre vigilante incuba la vida sin otra luminaria que la puerta estrecha. La luz verdadera que viene de la entrada ilumina los cándidos focos sin luz que son los cascarones para que no se le pierda ni uno solo a la madre.
Y las abejas hacen algo más misterioso. Las abejas más jóvenes tienen un encargo muy importante. Ellas reciben de otras el alimento destinado a la reina madre. Y así, al alimentarla y darle calor, se impregnan de su perfume. Este perfume tiene el poder mágico de conservarlas castas. Cuando las abejas jóvenes se hacen adultas asumen nuevas tareas en la colmena, y muchas de ellas se encargan de recolectar miel y polen en los campos aledaños. Salen y vuelan en busca de alimento, llenando sus bolsitas de néctar aromático y pegándose el polen en los pelitos de sus patas. Después de visitar varias flores fragantes vuelven a la colmena y entran por la puerta estrecha. Allí, los centinelas las huelen. Entre tantos aromas de flores se les distingue como una contraseña el olor de la reina. Entonces les dan la bienvenida y les permiten el paso; otras abejas les reciben el mandado y lo llevan a almacenar en la noche perpetua del interior de la colmena, y ellas vuelven al campo, a su loca tarea de buscar alimento. Si algún otro bicho se acerca a la puerta estrecha y no trae el aroma de la reina no será bienvenido. Rápidamente las abejas centinelas como valientes guerreros rechazan al intruso.
Ahora bien, amigos y amigas, estas cosas son espejo de la fe. Cuando el Señor Jesús recorría las ciudades y las aldeas predicando, un hombre le preguntó: «Señor, es verdad que son pocos los que se salvan?». Y él le respondió: «Esfuércense en entrar por la puerta angosta». Es como si dijera: «Esfuércense en entrar por la puerta de la fe, pues la fe es una puerta que conduce a la vida verdadera, y sólo por la fe el hombre puede agradar a Dios». Un solo hombre preguntó a Jesús, pero él respondió a todos. No dijo: «esfuérzate», sino «esfuércense», porque la fe es cosa de no pocos. Nosotros, cristianos, hemos nacido más allá de la puerta de la fe. Y hemos de entrar a través de ella una y otra vez para engendrar en la fe nuevos cristianos. Y de todos nuestros esfuerzos es éste el único necesario: hay que entrar por la puerta de la fe. En medio de todas las fatigas, de tantos dolores, de muchas violencias y maldades que acosan nuestras vidas, una puerta estrecha está abierta como refugio de salvación, la puerta de la fe. Más allá de la puerta de la fe se cobijan el amor y la vida, la caridad y la esperanza. Más allá de la puerta de la fe, nuestra vida palpita en la penumbra. La puerta de la fe es angosta porque no admite en su morada otra luz que no venga del cielo, pues la fe es la aureola de la vida verdadera. A través de esa puerta santa pueden entrar libremente quienes llevan en sí mismos el buen olor de Cristo y el tesoro de sus buenas obras. Pero aquellos que obran el mal, no han conocido el perfume de las virtudes de Cristo. ¿Y cómo llevarán el perfume del Rey quienes jamás lo abrazaron en sus pobres? ¿Cómo llevarán su buen olor quienes jamás lo alimentaron en sus hambrientos? ¿Cómo tendrán impregnado su aroma quienes jamás enjugaron las lágrimas de los que venían de la gran tribulación? ¿Cómo guardarán incorruptos el buen olor de Cristo si no blanquearon sus vestidos en la sangre del Cordero, por amor a la verdad? Con toda justicia el Señor de la Casa les dirá: «No los conozco». De ellos dice San Cipriano: «tarde creen en la pena eterna los que no quisieron creer en la vida eterna».

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