domingo, 11 de agosto de 2013

“Moram facit dominus meus venire”


Dominica XIX per annum


Un muy conocido abad de nuestra Orden suele contar este cuento: En una de esas tibias mañanas de agosto, una arañita nació de un huevecillo que su madre había cuidado en una telaraña escondida entre las ramas de un árbol alto. Pronto la arañita sintió el impulso de marcharse de la telaraña materna e ir a probar fortuna. Soñaba con una telaraña grande y encumbrada desde la cual pudiera dominar los aires como una estrella más del firmamento o como una nube de verano. Pero al salir de la telaraña materna, sus débiles patitas no lograban cargar con ella. Hizo un esfuerzo enorme por trepar hacia la copa del árbol, pero casi no podía ascender. De repente resbaló y, al punto de caer, de su cuerpo salió una gruesa hebra de hilo, su primer hilo, el hilo primordial, su fiel paracaídas, que estaba allí, para conservarle la vida. Era el hilo de la misericordia con que Dios suele apiadarse de la crueldad del mundo. El extremo del hilo se adhirió a una rama alta y se fue haciendo más largo mientras más bajo caía la arañita. Hasta que se topó con gran un helecho. Fue fuerte el impacto.
Una vez repuesta, la arañita trató de ubicarse. Y comenzó a sondear la resistencia de su primer hilo. Sorprendida constató que podía ascender a través de él con mucha ligereza. Y comenzó a construir su primer tela con hilos nuevos. Luego sintió hambre y sed.
Su primera emoción fue grande al sentir que un diminuto insecto había quedado atorado en su trampa. Lo envolvió y rápidamente lo succionó. Luego, como ya era tarde, volvió a trepar por el hilito primordial, a fin de pasar la noche reencontrándose consigo misma allá en su punto de desembarque. Cada día la tela era más grande, más amplia y más capaz de atrapar bichos mayores. Y siempre que añadía un nuevo círculo a su tela, se apoyaba en aquel fino hilo primordial para tensar, sujetando de él los hilos nuevos cuyos extremos pegaba en las frondas del helecho. En realidad el hilo del primer día era el único que podía conducir  a lo alto, precisamente porque le había servido para bajar. Los demás se extendían hacia los lados. Pero eso le importaba poco. Había olvidado por completo que alguna vez había soñado con una red elevada en lo alto, y ahora sólo le preocupaba construir una red cada día más grande y más capaz de  entregarle bichos gordos. Se había olvidado del cielo.
Una tarde cayó un gran moscardón en su telaraña. Y pronto lo convirtió en un peluche sin vida, vaciándolo para apropiarse de él, succionándolo. En minutos el moscardón perdió su chiste. Y la araña lucía enorme y satisfecha. Esa noche fue la primera vez que ya no quiso apoyarse en el hilo primordial. Era mucha la fatiga de subir de nuevo. Tejió un hilo más, haciendo más ancha su tela, y se quedó dormida en el corazón de la tela por primera vez. Al amanecer, se dio cuenta que allí en el centro ya no tenía necesidad de subir, y por lo mismo tampoco de bajar. Finalmente estaba instalada, como una estrella más del firmamento. Es que una araña siempre tiene forma de estrella.
Y así, poco a poco fue olvidándose de su origen, y dejando de recorrer aquel hilito fino y primordial que la unía a su infancia viajera y soñadora. Sólo se preocupaba por los hilos útiles que había que reparar o tejer cada día debido a que la caza mayor tenía exigencias agotadoras. La araña se despertaba con el sol, y la luz hermosa le hacía ver perlas de rocío ensartadas en los hilos de su tela, pero ella sólo pensaba en los jugosos insectos que pronto vendrían atraídos por la fresca belleza de esas perlas y que luego no volverían más a ver la luz. En el centro de ese collar de perlas, la araña se sintió el centro del mundo. Satisfecha de sí misma, quiso darse la razón de todo lo que existía a su alrededor. Ella no sabía que de tanto mirar lo cercano, se había vuelto miope. De tanto preocuparse sólo por lo inmediato y urgente, terminó por olvidar que más allá de ella y de su tela, aún quedaba mucho mundo con existencia y realidad. Pudo al menos haberlo intuido del hecho de que todas sus presas venían del más allá. Pero también había perdido la capacidad de intuición: digamos que a ella no le interesaba el más allá; sólo le interesaba lo que llegaba rendido hasta ella.
Así atardeció el día fatal. Era otoño. Tarde de viento y de sol. Mirando su tela, la araña comenzó a pasar revista a su arsenal: cada hilo debía haber demostrado su utilidad. Sabía muy bien de dónde venía cada uno y hacia dónde se dirigían. Dónde se enganchaban y para qué servían. Hasta que se topó con ese bendito hilo primordial. Intrigada trató de recordar cuándo lo había tejido. Y ya no logró recordarlo. Porque a esas alturas de la vida los recuerdos, para poder durarle, tenían que estar ligados a alguna presa conquistada. Su memoria era eminentemente utilitarista. Y ese hilo no había atrapado nada en todos aquellos meses. Se preguntó entonces a dónde conduciría. Y tampoco logró darse una respuesta apropiada. Esto la puso furiosa. Ella era una araña práctica, técnica y científica. Que no le vinieran ya con poemas infantiles de hilitos que elevan o que hacen descender. O ese hilo servía para algo, o había que eliminarlo. ¡Faltaba más!
Y, tomándolo entre las pinzas de sus mandíbulas, lo cortó de una buena vez. ¡Nunca lo hubiera hecho! Al perder su punto de tensión hacia arriba, la tela se cerró como una trampa fatal mientras caía la araña. Empujada por el viento fuerte de otoño cayó en un ardiente pavimento. Y la caída la dejó más que atarantada. Cuando recuperó el sentido, la tela se había resecado tanto y se le adhería a su cuerpo, triturándola con los restos de esqueletos de sus numerosas presas.
Queridos amigos y amigas: el Señor Jesús nos llamó para ser administradores  al frente de su servidumbre, con el encargo de repartir a su tiempo los alimentos. Eso exige fidelidad y prudencia, esas dos cosas. Fidelidad para dar siempre, sin echarnos para atrás; y prudencia para no dar todo de una sola vez, por última vez, sino cada cosa a su tiempo. Fidelidad y prudencia son espejos de la misericordia que Dios nos dispensa día a día. Pero si el siervo piensa: «Mi amo tardará en llegar», y empieza a maltratar a criados y criadas, a comer, a beber y a embriagarse, el día menos pensado y a la hora más inesperada, llegará su amo.
Desde pequeños aprendemos a servirnos de los malos tratos para obtener nuestro beneficio. Y como adultos sabemos bien que muchas veces una orden se cumple más puntualmente con apoyo de los malos tratos. Todos conocemos las ventajas de maltratar. Así como en la milenaria progenie de las arañas no hay una que no le haya robado la vida a otro bicho, tampoco hay entre los hijos de Adán hombre alguno que no haya jamás maltratado. ¿Quién no ha comido de más o bebido alguna vez hasta la embriaguez? ¿Quién no ha abusado de la confianza, del amor, de la belleza, del poder, del volumen de la propia voz, de la fuerza de una mirada o de sus puños? Todos hemos abusado más de una vez en la vida. Tal vez por eso la Iglesia nunca ha sido muy selecta en sus miembros. Sabe muy bien que continuamente se forma de pecadores, y que «los pecadores a veces pecan». Por eso la Iglesia no pone muy alta la medida de sus exigencias. Sin embargo, el Señor Jesús nos advierte que el maltrato y el abuso tarde o temprano nos hacen olvidar el hilo primordial de su misericordia que nos podría devolver el cielo; nos hacen maquinarias de autodestrucción. Todos maltratamos y todos abusamos. Pero la gracia de Dios nos asiste para que crezcamos en fidelidad y prudencia y alcancemos el cielo siguiendo el hilo de la misericordia que Dios ha tendido a favor de nosotros.

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