Dominica XIX per annum
Un muy conocido abad de nuestra Orden suele contar
este cuento: En una de esas tibias mañanas de agosto, una arañita nació de un
huevecillo que su madre había cuidado en una telaraña escondida entre las ramas
de un árbol alto. Pronto la arañita sintió el impulso de marcharse de la
telaraña materna e ir a probar fortuna. Soñaba con una telaraña grande y
encumbrada desde la cual pudiera dominar los aires como una estrella más del
firmamento o como una nube de verano. Pero al salir de la telaraña materna, sus
débiles patitas no lograban cargar con ella. Hizo un esfuerzo enorme por trepar
hacia la copa del árbol, pero casi no podía ascender. De repente resbaló y, al
punto de caer, de su cuerpo salió una gruesa hebra de hilo, su primer hilo, el
hilo primordial, su fiel paracaídas, que estaba allí, para conservarle la vida.
Era el hilo de la misericordia con que Dios suele apiadarse de la crueldad del
mundo. El extremo del hilo se adhirió a una rama alta y se fue haciendo más
largo mientras más bajo caía la arañita. Hasta que se topó con gran un helecho.
Fue fuerte el impacto.
Una vez repuesta, la arañita trató de ubicarse. Y
comenzó a sondear la resistencia de su primer hilo. Sorprendida constató que
podía ascender a través de él con mucha ligereza. Y comenzó a construir su
primer tela con hilos nuevos. Luego sintió hambre y sed.
Su primera emoción fue grande al sentir que un
diminuto insecto había quedado atorado en su trampa. Lo envolvió y rápidamente lo
succionó. Luego, como ya era tarde, volvió a trepar por el hilito primordial, a
fin de pasar la noche reencontrándose consigo misma allá en su punto de
desembarque. Cada día la tela era más grande, más amplia y más capaz de atrapar bichos
mayores. Y siempre que añadía un nuevo círculo a su tela, se apoyaba en aquel
fino hilo primordial para tensar, sujetando de él los hilos nuevos cuyos extremos
pegaba en las frondas del helecho. En realidad el hilo del primer día era el
único que podía conducir a lo alto,
precisamente porque le había servido para bajar. Los demás se extendían hacia los
lados. Pero eso le importaba poco. Había olvidado por completo que alguna vez
había soñado con una red elevada en lo alto, y ahora sólo le preocupaba
construir una red cada día más grande y más capaz de entregarle bichos gordos. Se había olvidado
del cielo.
Una tarde cayó un gran moscardón en su telaraña. Y
pronto lo convirtió en un peluche sin vida, vaciándolo para apropiarse de él,
succionándolo. En minutos el moscardón perdió su chiste. Y la araña lucía
enorme y satisfecha. Esa noche fue la primera vez que ya no quiso apoyarse en
el hilo primordial. Era mucha la fatiga de subir de nuevo. Tejió un hilo más,
haciendo más ancha su tela, y se quedó dormida en el corazón de la tela por
primera vez. Al amanecer, se dio cuenta que allí en el centro ya no tenía
necesidad de subir, y por lo mismo tampoco de bajar. Finalmente estaba
instalada, como una estrella más del firmamento. Es que una araña siempre tiene
forma de estrella.
Y así, poco a poco fue olvidándose de su origen, y
dejando de recorrer aquel hilito fino y primordial que la unía a su infancia
viajera y soñadora. Sólo se preocupaba por los hilos útiles que había que
reparar o tejer cada día debido a que la caza mayor tenía exigencias
agotadoras. La araña se despertaba con el sol, y la luz hermosa le hacía ver perlas de
rocío ensartadas en los hilos de su tela, pero ella sólo pensaba en los jugosos
insectos que pronto vendrían atraídos por la fresca belleza de esas perlas y que
luego no volverían más a ver la luz. En el centro de ese collar de perlas, la
araña se sintió el centro del mundo. Satisfecha de sí misma, quiso darse la
razón de todo lo que existía a su alrededor. Ella no sabía que de tanto mirar
lo cercano, se había vuelto miope. De tanto preocuparse sólo por lo inmediato y
urgente, terminó por olvidar que más allá de ella y de su tela, aún quedaba mucho
mundo con existencia y realidad. Pudo al menos haberlo intuido del hecho de que
todas sus presas venían del más allá. Pero también había perdido la capacidad
de intuición: digamos que a ella no le interesaba el más allá; sólo le
interesaba lo que llegaba rendido hasta ella.
Así atardeció el día fatal. Era otoño. Tarde de
viento y de sol. Mirando su tela, la araña comenzó a pasar revista a su
arsenal: cada hilo debía haber demostrado su utilidad. Sabía muy bien de dónde venía
cada uno y hacia dónde se dirigían. Dónde se enganchaban y para qué servían. Hasta que se
topó con ese bendito hilo primordial. Intrigada trató de recordar cuándo lo
había tejido. Y ya no logró recordarlo. Porque a esas alturas de la vida los
recuerdos, para poder durarle, tenían que estar ligados a alguna presa
conquistada. Su memoria era eminentemente utilitarista. Y ese hilo no había atrapado
nada en todos aquellos meses. Se preguntó entonces a dónde conduciría. Y
tampoco logró darse una respuesta apropiada. Esto la puso furiosa. Ella era una
araña práctica, técnica y científica. Que no le vinieran ya con poemas
infantiles de hilitos que elevan o que hacen descender. O ese hilo servía para
algo, o había que eliminarlo. ¡Faltaba más!
Y, tomándolo entre las pinzas de sus mandíbulas,
lo cortó de una buena vez. ¡Nunca lo hubiera hecho! Al perder su punto de
tensión hacia arriba, la tela se cerró como una trampa fatal mientras caía la
araña. Empujada por el viento fuerte de otoño cayó en un ardiente pavimento. Y
la caída la dejó más que atarantada. Cuando recuperó el sentido, la tela se
había resecado tanto y se le adhería a su cuerpo, triturándola con los restos
de esqueletos de sus numerosas presas.
Queridos amigos y amigas: el Señor Jesús nos llamó
para ser administradores al frente de su
servidumbre, con el encargo de repartir a su tiempo los alimentos. Eso exige
fidelidad y prudencia, esas dos cosas. Fidelidad para dar siempre, sin echarnos
para atrás; y prudencia para no dar todo de una sola vez, por última vez, sino
cada cosa a su tiempo. Fidelidad y prudencia son espejos de la misericordia que
Dios nos dispensa día a día. Pero si el siervo piensa: «Mi amo tardará en llegar», y empieza a maltratar
a criados y criadas, a comer, a beber y a embriagarse, el día menos pensado y a
la hora más inesperada, llegará su amo.
Desde pequeños aprendemos a
servirnos de los malos tratos para obtener nuestro beneficio. Y como adultos
sabemos bien que muchas veces una orden se cumple más puntualmente con apoyo de
los malos tratos. Todos conocemos las ventajas de maltratar. Así como en la
milenaria progenie de las arañas no hay una que no le haya robado la vida a
otro bicho, tampoco hay entre los hijos de Adán hombre alguno que no haya jamás
maltratado. ¿Quién no ha comido de más o bebido alguna vez hasta la embriaguez?
¿Quién no ha abusado de la confianza, del amor, de la belleza, del poder, del
volumen de la propia voz, de la fuerza de una mirada o de sus puños? Todos
hemos abusado más de una vez en la vida. Tal vez por eso la Iglesia nunca ha
sido muy selecta en sus miembros. Sabe muy bien que continuamente se forma de
pecadores, y que «los
pecadores a veces pecan». Por
eso la Iglesia no pone muy alta la medida de sus exigencias. Sin embargo, el
Señor Jesús nos advierte que el maltrato y el abuso tarde o temprano nos hacen
olvidar el hilo primordial de su misericordia que nos podría devolver el cielo;
nos hacen maquinarias de autodestrucción. Todos maltratamos y todos abusamos. Pero la gracia de Dios nos asiste para
que crezcamos en fidelidad y prudencia y alcancemos el cielo siguiendo el hilo
de la misericordia que Dios ha tendido a favor de nosotros.
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