Dominica III post
pascha
Un Doctor eminentísimo enseña: «quéjate lo
menos que puedas de los agravios que recibas, pues de ordinario peca el que se
molesta; porque el amor propio siempre nos pinta las injurias mayores de lo que
son; y sobre todo, nunca hables de tus resentimientos a personas propensas a
indignarse y a pensar mal. Pero si acaso conviene dar a alguno la queja, ya sea
para remediar la ofensa o ya sea para aquietar el espíritu, ha de ser a
personas pacíficas y que amen mucho a Dios; porque de otra manera, lejos de
aliviar tu espíritu, lo llenarán de mayores inquietudes, y en lugar de sacar la
espina que molestaba, te la enterrarán más en el pie».
Por esta razón el Señor al presentarse
resucitado a sus discípulos los saludó diciendo: «La paz esté con ustedes». Y
al decir esto, no sólo deseaba que sus discípulos fueran pacíficos, sino que el
Creador de todas las cosas al decir «La paz esté con ustedes», creaba en ellos
la paz. Bien sabía el Señor que el gran trabajo de sus discípulos sería
apacentar sus ovejas, es decir, aliviar los corazones del rebaño inquieto. Y
para esto se requiere ser pacífico y amar mucho a Dios.
Un monje solía decir: «recuerdo que,
cuando vivía yo en el desierto, disponía de una pluma para escribir que, a mi
parecer, era o demasiado gruesa o demasiado fina; tenía también un cuchillo
cuyo filo, achatado sobremanera, apenas si podía cortar; una piedra de
sílex cuya chispa no brotaba lo bastante
prontamente para satisfacer mi afán de leer enseguida; y entonces sentía yo
nacer en mí tales oleadas de indignación, que no podía menos de proferir
maldiciones, a veces contra esos objetos insensibles, a veces contra el mismo
Satanás. Ello es una prueba contundente de que de poco sirve no tener a nadie
con quien enojarnos. Si no hemos alcanzado antes la paciencia, nuestra ira se
desencadenará incluso contra las cosas inanimadas, a falta de quien pueda
sufrir el golpe».
La falta de paciencia es contraria a la
paz. Cristo al darnos la paz y mostrarnos sus heridas quiso enseñarnos que
cuando se hace el bien se reciben heridas y que la paciencia nos libra de la
ceguera de la ira, del estrabismo de la envidia, de la miopía de la venganza.
En una palabra, la paciencia es el colirio que mantiene la claridad de nuestros
ojos en medio de las fatigas y dolores que nos vienen por realizar el bien.
Muchos hombres han abandonado la
esperanza por no haber tenido paciencia. Porque la esperanza es una dulce
lucecita que brilla en las noches oscuras de los hombres, nace en sus corazones
cuando duermen, pero escapa de ellos si no la arrulla el constante vaivén de la
paciencia, cuna natural de la esperanza en la que se cobija como una niña
pequeña. Muchos hombres han dejado apagarse el fuego de la caridad en sus almas
por no haber sido pacientes. En la paciencia descansa seguro el fuego de la
caridad, de ella se nutre, se aviva y toma fuerzas. Es que la caridad es un
cálido hogar, cuyo fuego se alimenta de espera ardiente mañana, tarde y noche. Muchos
hombres han perdido la fe por no haber tenido paciencia, pues la paciencia es
la tierra que hace del grano de mostaza el ingrediente secreto, es la rama y el
nido, es la pala y el pico con que se mueven montañas.