domingo, 19 de abril de 2015

"Pax vobis"


Dominica III post pascha

Un Doctor eminentísimo enseña: «quéjate lo menos que puedas de los agravios que recibas, pues de ordinario peca el que se molesta; porque el amor propio siempre nos pinta las injurias mayores de lo que son; y sobre todo, nunca hables de tus resentimientos a personas propensas a indignarse y a pensar mal. Pero si acaso conviene dar a alguno la queja, ya sea para remediar la ofensa o ya sea para aquietar el espíritu, ha de ser a personas pacíficas y que amen mucho a Dios; porque de otra manera, lejos de aliviar tu espíritu, lo llenarán de mayores inquietudes, y en lugar de sacar la espina que molestaba, te la enterrarán más en el pie».
Por esta razón el Señor al presentarse resucitado a sus discípulos los saludó diciendo: «La paz esté con ustedes». Y al decir esto, no sólo deseaba que sus discípulos fueran pacíficos, sino que el Creador de todas las cosas al decir «La paz esté con ustedes», creaba en ellos la paz. Bien sabía el Señor que el gran trabajo de sus discípulos sería apacentar sus ovejas, es decir, aliviar los corazones del rebaño inquieto. Y para esto se requiere ser pacífico y amar mucho a Dios.
Un monje solía decir: «recuerdo que, cuando vivía yo en el desierto, disponía de una pluma para escribir que, a mi parecer, era o demasiado gruesa o demasiado fina; tenía también un cuchillo cuyo filo, achatado sobremanera, apenas si podía cortar; una piedra de sílex  cuya chispa no brotaba lo bastante prontamente para satisfacer mi afán de leer enseguida; y entonces sentía yo nacer en mí tales oleadas de indignación, que no podía menos de proferir maldiciones, a veces contra esos objetos insensibles, a veces contra el mismo Satanás. Ello es una prueba contundente de que de poco sirve no tener a nadie con quien enojarnos. Si no hemos alcanzado antes la paciencia, nuestra ira se desencadenará incluso contra las cosas inanimadas, a falta de quien pueda sufrir el golpe».
La falta de paciencia es contraria a la paz. Cristo al darnos la paz y mostrarnos sus heridas quiso enseñarnos que cuando se hace el bien se reciben heridas y que la paciencia nos libra de la ceguera de la ira, del estrabismo de la envidia, de la miopía de la venganza. En una palabra, la paciencia es el colirio que mantiene la claridad de nuestros ojos en medio de las fatigas y dolores que nos vienen por realizar el bien.
Muchos hombres han abandonado la esperanza por no haber tenido paciencia. Porque la esperanza es una dulce lucecita que brilla en las noches oscuras de los hombres, nace en sus corazones cuando duermen, pero escapa de ellos si no la arrulla el constante vaivén de la paciencia, cuna natural de la esperanza en la que se cobija como una niña pequeña. Muchos hombres han dejado apagarse el fuego de la caridad en sus almas por no haber sido pacientes. En la paciencia descansa seguro el fuego de la caridad, de ella se nutre, se aviva y toma fuerzas. Es que la caridad es un cálido hogar, cuyo fuego se alimenta de espera ardiente mañana, tarde y noche. Muchos hombres han perdido la fe por no haber tenido paciencia, pues la paciencia es la tierra que hace del grano de mostaza el ingrediente secreto, es la rama y el nido, es la pala y el pico con que se mueven montañas.

sábado, 4 de abril de 2015

"Resurrexi et adhuc tecum sum"

In vigilia resurrectionis DNJC

Dice la Escritura que «en el principio creó Dios el cielo y la tierra». Y también dice la Escritura que «el cielo pertenece al Señor; la tierra se la ha dado a los hombres». Y al decir esto, como enseña San Agustín, no habla ciertamente del cielo que vemos, porque ese cielo pertenece a la tierra. Habla de esa creatura perfectísima, que es llamada «el cielo de los cielos», como si se llamara «lo mejor de lo mejor». Ese cielo son los ángeles, que son casa de Dios, ciudad santa. Unidos como una sola creatura, nunca abandonan la adhesión a Dios, sino que lo rodean como una muralla, como una fortaleza. Dios mora en ellos y ellos son su casa luminosa. Porque cuando Dios dijo: «Que haya luz», los ángeles fueron iluminados con el resplandor de la gracia, pues entonces contemplaron a Dios. Y por esa contemplación de la Luz ellos mismos son luz.
Esa contemplación de Dios los hizo sabios. Ellos son la sabiduría que estaba ante el trono de Dios cuando él hacía el mundo. Y mientras Dios creaba, ellos retozaban contemplándolo, jugueteando entre sus manos creadoras. Y cuando ordenaba Dios que se hicieran todas las cosas, antes tenían lugar en el conocimiento del ángel que en la propia naturaleza de las cosas. Los ángeles contemplaron en la gran claridad de Dios todo lo que él iba a crear. Como cuando nosotros miramos el rostro de un artista, y por el brillo de sus ojos y la expresión de sus facciones conocemos de algún modo ya su obra, así los ángeles conocieron en Dios su obra antes de conocerla en las cosas mismas. Si no lo comprendes, permíteme explicarlo con un ejemplo insensato. Cuando era niño jugaba con mis hermanitos a adivinar lo que mamá iba a cocinar. Y dependiendo de su cara yo podía afirmar: «Hoy se ve que va a cocinar un delicioso pastel»… o bien «hoy tiene cara de que va a cocinar crema de coliflores».
Cuando Dios estaba por terminar su obra, los ángeles vieron radiante de gozo y de amor el rostro de Dios. Estaba a punto de plasmar en tierra su propia imagen. Y vieron a Dios plantar un jardín cerrado en Edén como patria para esa creatura tan amada. Conocieron con gozo cada árbol que el amor de Dios con quiso plantar allí. Y vieron la mano de Dios hacer brotar toda clase de fruto bueno y agradable a los ojos. Pero ellos conocían todo aquello en Dios mucho mejor que en las cosas mismas.
Entonces la potente mano de Dios formó a Adán, el hombre, el dueño de ese jardín que con tanto amor Dios plantó. Y los ángeles se alegraron por tanto amor que Dios le tuvo. Sabían muy bien lo que era el hombre según Dios, porque habían contemplado en él su rostro antes de que lo plasmara en tierra y soplara en sus narices aliento de vida. Pero una vez formado, su carne opaca no les permitía ver lo que había en su corazón. A él no lo conocían en sí mismo, sino en Dios.
Un día funesto, Adán comió de un misterioso árbol que Dios le prohibió comer. Y su rostro se ensombreció envenenado. Ese rostro que Dios amaba y que los ángeles contemplaron en la claridad de Dios antes que en Adán mismo, ese rostro que era tan semejante al rostro de Dios, comenzó a sudar, a mentir, a esconderse, a deformarse tras una venenosa sombra que era el pecado. Jamás habrían imaginado que una tarde verían al amado de Dios así, tan desfigurado.
Dios vio marcharse a Adán del paraíso hacia una tierra de fatigas y sudores abundantes que es él mismo desde que conoció el pecado. Y luego de numerosas mordeduras de muerte, su cuerpo envejecido y humillado, sucumbió definitivamente a las fauces del averno. Herido mortalmente de pecado cayó por tierra y lo acogió un sepulcro, puerta de la región de los muertos. Entonces los ángeles vieron llorar a Dios, y viéndolo aprendieron a llorar con él la muerte de su amado.
Pero hoy toda la ciudad celestial canta himnos de victoria. Hoy del abismo asciende una marcha triunfal de ángeles en fiesta. Porque la patria de Adán, el paraíso, ha sido rescatada. Ángeles de Dios hacen fiesta porque el Hijo de Dios ha descendido al sepulcro para rescatar a Adán y devolverle el rostro que conocieron los ángeles en el amor de Dios. Esta noche el rostro del hombre se ilumina con el resplandor del Hijo resucitado que devuelve a nuestras almas la semejanza con Dios por pura gracia, mientras aguardamos la resurrección de nuestros cuerpos. Hoy un ángel instruye a las mujeres que no mezclen sus lágrimas con los perfumes de la muerte. Porque el perfume es una máscara de la muerte, pero las lágrimas son el canto de la nueva vida. Dejemos que el llanto de gozo se eleve al cielo transfigurando nuestro rostro. Porque esta noche Dios llora de nuevo, llora por su Hijo muerto y que ahora vive: ¡Verdaderamente ha resucitado el Señor. Aleluya!

viernes, 3 de abril de 2015

"Consummatum est"


Feria VI in parasceve

La luna es eclipsada cuando la tierra se interpone entre ella y el sol. Y tú, Virgen Madre, eres una luna llena, repleta de la gracia del sol. Toda la sombra de la tierra, todo el dolor por la maldad humana se interpuso hoy entre tus ojos y la radiante luz de la mirada de tu amado hijo. Hoy la luz nos abandona. Hoy se apaga la luz de tus ojos, Señora intachable. Hoy se ha marchado el Pastor, Cordera hermosa e inmaculada, que diste al Cordero de Dios una túnica sin costura, tejida toda de una pieza de arriba abajo. Así mostraste a los hombres, Sapientísima, que la carne que tejiste para tu hacedor la formaste con el poder del Espíritu Santo que te cubrió con su sombra. Hoy la sombra de nuestros pecados y de nuestras maldades te arrebata la luz que llenaba de gloria esa túnica blanca, de una blancura que ningún hombre puede lograr sobre la tierra.
El Pastor se duerme, Dulce Oveja. Muere el que tuvo hambre del hombre y tú le diste su carne que es verdadera comida y su sangre que es verdadera bebida. Desfallece el que tuvo sed de amor y bebió de tus ojos, que «son palomas junto a corrientes de agua». Se marcha el eterno forastero que acogiste en tu corazón y en tus entrañas virginales. Se despoja el que tú, Oveja santa, vestiste de carne y caricias, el que cargó con nuestras enfermedades, el que se encarceló en la celda de nuestras soledades y tú lo fuiste a ver, cuando Dios era el menor de los humanos.
La dulce mirada del Dueño de toda vida se nubla misteriosamente ante tu mirada. Ángeles suben y bajan en torno a la cruz. Sin dejar la gloria del cielo suben porque Cristo se hunde en la muerte. Sin dejar de servir al Dios verdadero bajan porque ya es adorado en la región de los muertos el que está por encima de todo.
Virgen Madre de Dios, perdona, porque perdimos el  Camino, traicionamos la Verdad y dimos muerte al que es la Vida. Con toda verdad un Maestro enseña que tu regazo es una playa que acogió los restos de nuestro naufragio.
El corazón de tu Amado se ha detenido, ese corazón que tanto amaste desde el primer latido, y se queda a solas el amor de tu corazón, abandonado al frío del mundo, como un polluelo arrojado del nido por una cruel tormenta. Su corazón, música de tu alma, se detiene. Y con él se acaba el calor de tu casa. Una lanza lo atraviesa sin causarle ya dolor. Pero a ti te atraviesa el alma. Y mientras de su costado mana sangre y agua, tu corazón abre tesoros de misterios, de amor y de compasión.
Ya no le hablas al oído, ahora está abierto su corazón. Y tus labios se acercan a la herida del costado y susurran dolientes al corazón inerte con secreta complicidad de madre que consuela: «Aquí está tu esclava, mi Señor, que se cumpla en mí todo lo que tú has dicho. Todo está cumplido… en el amor». Y pues tu corazón, fuente de amor, se hunde en el misterioso silencio de Dios, en el corazón del averno ya resuena un himno de victoria.

jueves, 2 de abril de 2015

"Si non lavero te, non habes partem mecum"


Missa vespertina in cœna Domini

Cuenta un poeta que dos amigos viajaban por el desierto y a un cierto punto del viaje discutieron. Uno de ellos le dio una bofetada al otro. Éste, ofendido, sin nada que decir, escribió en la arena: «Hoy mi mejor amigo me ha dado una bofetada». Siguieron adelante y llegaron a un oasis en el que decidieron bañarse. De repente, el que había sido abofeteado y lastimado comenzó a ahogarse, y su amigo, sin pensarlo, se arrojó al agua y lo salvó. Al recuperarse, tomó un punzón y escribió en una roca: «Hoy mi mejor amigo me salvó la vida”. Intrigado, el amigo le preguntó: «¿Por qué después de que te lastimé escribiste en la arena y ahora escribes en una piedra?» Sonriendo, el amigo respondió: «Cuando un gran amigo nos ofende, hemos de escribir en la arena, donde el viento del olvido y el perdón se encargarán de borrarlo; pero cuando nos pase algo grandioso, algo verdaderamente extraordinario, hemos de grabarlo en la piedra de la memoria del corazón donde ningún viento  podrá jamás borrarlo».
Fíjate bien, algo así hizo Dios con nosotros. Cuando Dios dio su ley a Moisés, la escribió en duras tablas de roca. Su dedo potente trazó su alianza de amor imborrable con su pueblo. Porque Dios escribe en roca cuando sucede algo grandioso. Pero cuando Dios vino al mundo, le llevaron una mujer sorprendida cometiendo adulterio. Era nuestra humanidad. Y Dios, que escribe en el polvo las ofensas de los hombres, se inclinó y escribió en el suelo: «El que esté libre de pecado, que arroje la primera piedra». Nadie tenía una piedra que arrojar porque nadie había amado tanto como Dios. Por eso Cristo, nuestra roca espiritual, se entregó en nuestras manos en esta noche santa. ¿Habrá un Padre que cuando su hijo le pida pan le dé una piedra? Sí, Dios, Padre de todos. «Porque tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo único». Esta noche se nos da una piedra que es pan. Y en él, en nuestra roca, escribimos nuestra historia, la historia del amor que Dios nos tiene. Con espinas, con clavos, con la punta de una lanza, escribimos en su cuerpo, nuestra roca: «Hoy mi mejor amigo me salvó la vida».
Queridos hijos e hijas, dejemos que Cristo lave nuestros pies. Dejemos que quite el polvo de nuestros pecados con el agua de su perdón. No nos obstinemos en guardar el fango del camino, que si él no nos lava, no tendremos parte con él. Y así, libres del polvo del pecado, escribamos en la memoria del corazón: «Esta noche mi mejor amigo me salvó la vida».