In vigilia
resurrectionis DN Iesu Christi
Amaneció el Sábado Santo. María, la
Madre de Dios, se despertó con la sensación de haber vivido una cruel pesadilla.
Pero pronto sus recuerdos comenzaron a empapar otra vez su corazón, y las
lágrimas, sus ojos. Oraba a Dios. No sé qué pedía. Tal vez pedía un amor
todavía más grande, el colmo del amor, el colmo del perdón.
La Madre lo había perdido todo. Las
largas horas de la cruz volvían a su memoria, lúcidas, claras. No puedo
imaginar qué pedía la Madre al pie de la cruz: ¿que no le fuera arrebatado el
amor que desde el día de aquellas misteriosas alas del ángel Gabriel le había
arrebatado el corazón? No lo creo. La Madre sólo pedía un amor más grande. Y
sus ojos eran un espejo inundado del cielo de los ojos del Hijo. Hasta que el
Hijo amado se durmió en el sueño de la muerte. Dos discípulos pidieron a Pilato
de noche el cuerpo de Jesús, mientras la Madre sólo pedía al Padre un amor
todavía más grande.
Y mientras el Rey del cielo que hace
temblar las estrellas dormía bajo la bóveda pedregosa del sepulcro, a la
Virgen Madre le parecía ver a su Hijo en todas partes. Entre la gente que
pasaba por las calles, le parecía distinguir a Jesús; pero no era él. En esa
cierta hora después del duro trabajo, antes de ir a pescar con sus amigos, en
esa hora en que Jesús solía irla a buscar para comer juntos el pan de los
sencillos y refrescarse con el atardecer, todo le anunciaba que Jesús estaba
cerca, oía sus pasos y creía escuchar la puerta que se abría. Pero no era él. El
sol, marchándose, juraba que ya estaba cerca, que ya pronto estaría con ella,
pero no podía cumplir sus promesas. Sólo el llanto visitaba puntualmente sus
ojos. Estaba sola, verdaderamente sola. Y extrañaba a Jesús con un dolor
inimaginable.
En el umbral de la casa, cuando sus
amigos venían avergonzados y sin palabras a abrazarla y a llorar amargamente en
sus hombros, algo le hizo sentir que él estaba con ellos. Pero no era así.
Ellos venían con el alma vacía, sin comprender nada de lo que había pasado.
Entonces ella les contó lo sucedido. Les habló del silencio de Jesús, de su
obediencia al Padre, de su inigualable amor por nosotros. Les dijo que Juan
sería ahora su hijo; pero les confesó que siempre había amado a todos como a
hijos. Y mientras abría el tesoro de su corazón donde guardaba todas estas
cosas, volvían a resonar en sus oídos los gemidos del dolor desde la cruz, la
voz atormentada con que pronunció Jesús el acento final de su amor. Y la sangre
amada brillaba todavía ante sus ojos como hermosos rubíes arrojados al suelo. En
esa tarde un sentimiento vacío la agobiaba. Como si el caer de la tarde la
amenazara con repetir la cruel despedida, el último abrazo, frío, tremendo. La
Madre recordaba todo, con amor y terror. Y, mientras acogía en sus hombros las
amargas lágrimas de Pedro y con sus manos reconfortaba la dura espalda agobiada
por la culpa de haber negado al Señor; mientras acogía en su regazo la ternura
virginal de Juan, el amigo del Señor; mientras abrazaba la vergüenza de los
demás discípulos, algo verdaderamente misterioso sucedía más allá del sepulcro.
Cristo, el Señor descendía a los infiernos, a la región de los muertos. Y, mientras la Madre acogía en la caridad a la Iglesia recién nacida que lloraba
su viejo pecado, el Señor acogía en sus hombros el amargo llanto de Adán y de
Eva, viejos amigos de la infancia del mundo. «Adán, Eva, amigos, vine a verlos.
No he dejado de pensar en ustedes en mi pasión. He venido a buscarlos en la
noche del mundo, en la noche de su muerte. Porque puede el hombre acostumbrarse
a vivir sin Dios; pero Dios no se acostumbra a vivir sin el hombre».
El
sepulcro es una asamblea de llantos, llanto de justos que lloran el amor
de Dios y la ingratitud del hombre. El Señor les ofrece el evangelio de su
sangre, y con ella bautiza diciendo: «Hoy estarás conmigo en el paraíso», a
todo los que le suplican: «Señor acuérdate de mí». Esta es
la noche de la que estaba escrito: «Será la noche clara como el día, la noche
iluminada por mi gozo».
Esta noche, la Virgen Madre no
puede dormir. Ella, que tanta caridad tuvo con su cuerpo, esta noche no le
concede el descanso. Vela, vigila. Mientras el Señor no resucite, ella debe
cuidar de su Iglesia. Reúne presurosa a sus amigas, llevan perfumes de fe, de
esperanza, de amor, mientras se realiza el misterio más glorioso que jamás haya
visto el mundo.
Goza y alégrate, Virgen Santa Madre de Dios, porque verdaderamente ha resucitado el Señor, aleluya, aleluya.
Goza y alégrate, Virgen Santa Madre de Dios, porque verdaderamente ha resucitado el Señor, aleluya, aleluya.