viernes, 25 de marzo de 2016

"Spinas et tribulos germinabit tibi"


Feria VI in Parasceve

Cuando Adán pecó, desobedeciendo el mandato de Dios, una funesta oscuridad invadió la tierra. La voz de Dios resonó entonces: «Maldita será la tierra por tu causa. Con fatiga comerás de ella tu pan todos los días de tu vida. Abrojos y espinas te producirá». Entonces la muerte que Adán había comido comenzó a invadirlo todo. La fragilidad de la vida, ya intoxicada por la inyección letal del pecado y de la muerte, se volvió la preocupación y la fatiga más grande de todo cuanto brota en la tierra. En el afán de protegerse, las plantas se hicieron abrojos y espinos que ahogaban muchas veces con su preocupada ansia de vivir las buenas semillas. Y el hombre hecho de tierra también comenzó a producir abrojos y espinas de maldad y pecado. Y la buena semilla que Dios sembraba en su corazón muchas veces se ahogó por las preocupaciones de esta vida.
Por eso Cristo, el Señor, para darnos la vida verdadera, la vida que no conoce la preocupación de la muerte, quiso subir a la cruz, con su frente poblada de espinas. La tierra se oscureció bajo una sombra de espinos porque Dios se puso a los pies del hombre para que el hombre alcanzara el cielo. Y en esa densa nube de crimen y maldad sólo Cristo podía ver lo que nadie veía. Él era nuestra tierra buena, la tierra inocente de la que fuimos formados. Y él quiso sembrarnos de nuevo, ahora en su inocencia. En la frente de Cristo estábamos nosotros sembrados, abrojos enormes que lo oscurecían todo con la sombra de sus espinas. Hasta que lo ahogamos en la muerte. Pero él nos veía, y amó a cada uno de nosotros y por cada uno de nosotros se ofreció al Padre eterno para que a cada uno se le perdonaran sus pecados y recibiera la gracia. Con toda verdad un Maestro enseña que él «murió por cada uno como si cada uno estuviera solo en el mundo. Y no sólo esto, sino que en la cruz vio cada uno de nuestros pecados, cómo los cometíamos, los vio entonces, antes de que sucedieran, de la misma manera como los ve ahora cuando suceden. Esto afligió de un modo indecible su Sagrado Corazón, y rezó al Padre, y suplicó por cada uno para que, a cada uno, se le perdonaran los pecados». En la profunda sombra de nuestra muerte él nos vio, él nos amó, él pensó en nosotros. Y mientras, nuestros clavos, espinas, y lanza se hundían en su carne como raíces voraces ansiosas de alimento. Y la sangre de su carne inmaculada nos lavaba de la toxicidad del pecado, transformándonos de abrojos en cruces de vida eterna. Porque el hombre hecho abrojo se convierte en cruz cuando la sangre de la gracia lo transforma.
Por eso exultemos hoy y unamos nuestra voz para cantar el misterio de la memoria de Dios: «¡Bienaventurada memoria que se acordó de nosotros! ¡Dichosa la hora en que estuvimos presentes todos nosotros en el mismo monte Calvario! Sí, estábamos allí, no lejos de la cruz ni siquiera cerca, sino en la misma cruz, en la misma frente del Señor, en el mismo pecho de nuestro redentor. Allí nos abrazaba con inmenso amor, y nos ofrecía al Padre como cosa suya—espinas clavadas en su carne—, como si fuésemos él mismo para que así Dios nos aceptara».
En medio de las tinieblas una luz pequeña brilla hoy, como luciérnaga nacida de tierra recién fecundada. Es una luz que nace de la inocencia, la luz de la Virgen Madre. Y la Madre llora. Riega con lágrimas lo que el Hijo regó con sangre. Porque todo lo que nuestras espinas han hecho en la carne y en el alma de su Hijo amado, el amor lo ha hecho en su corazón de madre. El amor ha tatuado en su corazón toda la fealdad que desfigura la carne de Cristo. Y esa fealdad de Cristo es ya nuestra hermosura.
De la tierra buena en que Dios sembró su Palabra no ha quedado más que un sepulcro pedregoso. Los espinos han devorado todo. Pero entre las rocas del sepulcro hay dos corazones: el corazón amante de Cristo, y el corazón doliente de la Madre. Y así como la divinidad de Cristo no abandonará entre las piedras la carne y el alma que tomó de nuestra humanidad, tampoco el corazón de la Madre se apartará de ella. Donde está su tesoro, está su corazón. Y la Madre no tiene más tesoro que el corazón del Hijo. Con toda verdad un Maestro reza: «¡Feliz sepulcro, que guardas en ti un cuerpo y dos corazones!» Por eso el corazón de la Madre estará allí en la tumba, hasta que la tierra nueva vuelva a ver la luz y haga germinar la gracia de la resurrección: ¡Dichosos los pacientes!, porque recibirán la buena tierra en herencia, la tierra resucitada, la tierra pacífica que cumplirá por siempre la voluntad del Padre.

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