Feria VI in Parasceve
Cuando Adán pecó, desobedeciendo el
mandato de Dios, una funesta oscuridad invadió la tierra. La voz de Dios resonó
entonces: «Maldita será la tierra por tu causa. Con fatiga comerás de
ella tu pan todos los días de tu vida. Abrojos y espinas te producirá».
Entonces la muerte que Adán había comido comenzó a invadirlo todo. La
fragilidad de la vida, ya intoxicada por la inyección letal del pecado y de la
muerte, se volvió la preocupación y la fatiga más grande de todo cuanto brota
en la tierra. En el afán de protegerse, las plantas se hicieron abrojos y
espinos que ahogaban muchas veces con su preocupada ansia de vivir las buenas
semillas. Y el hombre hecho de tierra también comenzó a producir abrojos y
espinas de maldad y pecado. Y la buena semilla que Dios sembraba en su corazón
muchas veces se ahogó por las preocupaciones de esta vida.
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Por eso exultemos hoy y unamos
nuestra voz para cantar el misterio de la memoria de Dios: «¡Bienaventurada
memoria que se acordó de nosotros! ¡Dichosa la hora en que estuvimos presentes todos
nosotros en el mismo monte Calvario! Sí, estábamos allí, no lejos de la cruz ni
siquiera cerca, sino en la misma cruz, en la misma frente del Señor, en el
mismo pecho de nuestro redentor. Allí nos abrazaba con inmenso amor, y nos ofrecía
al Padre como cosa suya—espinas clavadas en su carne—, como si fuésemos él
mismo para que así Dios nos aceptara».
En medio de las tinieblas una luz
pequeña brilla hoy, como luciérnaga nacida de tierra recién fecundada. Es una
luz que nace de la inocencia, la luz de la Virgen Madre. Y la Madre llora.
Riega con lágrimas lo que el Hijo regó con sangre. Porque todo lo que nuestras
espinas han hecho en la carne y en el alma de su Hijo amado, el amor lo ha
hecho en su corazón de madre. El amor ha tatuado en su corazón toda la fealdad que
desfigura la carne de Cristo. Y esa fealdad de Cristo es ya nuestra hermosura.
De la tierra buena en que Dios
sembró su Palabra no ha quedado más que un sepulcro pedregoso. Los espinos han
devorado todo. Pero entre las rocas del sepulcro hay dos corazones: el corazón
amante de Cristo, y el corazón doliente de la Madre. Y así como la divinidad de
Cristo no abandonará entre las piedras la carne y el alma que tomó de nuestra
humanidad, tampoco el corazón de la Madre se apartará de ella. Donde está su
tesoro, está su corazón. Y la Madre no tiene más tesoro que el corazón del
Hijo. Con toda verdad un Maestro reza: «¡Feliz sepulcro, que guardas en ti un cuerpo y dos corazones!» Por eso el corazón de la Madre estará allí en la tumba, hasta que la
tierra nueva vuelva a ver la luz y haga germinar la gracia de la resurrección: ¡Dichosos los pacientes!, porque recibirán la buena tierra en herencia, la tierra
resucitada, la tierra pacífica que cumplirá por siempre la voluntad del Padre.
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