sábado, 26 de marzo de 2016

Surrexit Dominus vere, alleluia, alleluia

In vigilia resurrectionis DN Iesu Christi

Amaneció el Sábado Santo. María, la Madre de Dios, se despertó con la sensación de haber vivido una cruel pesadilla. Pero pronto sus recuerdos comenzaron a empapar otra vez su corazón, y las lágrimas, sus ojos. Oraba a Dios. No sé qué pedía. Tal vez pedía un amor todavía más grande, el colmo del amor, el colmo del perdón.
La Madre lo había perdido todo. Las largas horas de la cruz volvían a su memoria, lúcidas, claras. No puedo imaginar qué pedía la Madre al pie de la cruz: ¿que no le fuera arrebatado el amor que desde el día de aquellas misteriosas alas del ángel Gabriel le había arrebatado el corazón? No lo creo. La Madre sólo pedía un amor más grande. Y sus ojos eran un espejo inundado del cielo de los ojos del Hijo. Hasta que el Hijo amado se durmió en el sueño de la muerte. Dos discípulos pidieron a Pilato de noche el cuerpo de Jesús, mientras la Madre sólo pedía al Padre un amor todavía más grande.
Y mientras el Rey del cielo que hace temblar las estrellas dormía bajo la bóveda pedregosa del sepulcro, a la Virgen Madre le parecía ver a su Hijo en todas partes. Entre la gente que pasaba por las calles, le parecía distinguir a Jesús; pero no era él. En esa cierta hora después del duro trabajo, antes de ir a pescar con sus amigos, en esa hora en que Jesús solía irla a buscar para comer juntos el pan de los sencillos y refrescarse con el atardecer, todo le anunciaba que Jesús estaba cerca, oía sus pasos y creía escuchar la puerta que se abría. Pero no era él. El sol, marchándose, juraba que ya estaba cerca, que ya pronto estaría con ella, pero no podía cumplir sus promesas. Sólo el llanto visitaba puntualmente sus ojos. Estaba sola, verdaderamente sola. Y extrañaba a Jesús con un dolor inimaginable.
En el umbral de la casa, cuando sus amigos venían avergonzados y sin palabras a abrazarla y a llorar amargamente en sus hombros, algo le hizo sentir que él estaba con ellos. Pero no era así. Ellos venían con el alma vacía, sin comprender nada de lo que había pasado. Entonces ella les contó lo sucedido. Les habló del silencio de Jesús, de su obediencia al Padre, de su inigualable amor por nosotros. Les dijo que Juan sería ahora su hijo; pero les confesó que siempre había amado a todos como a hijos. Y mientras abría el tesoro de su corazón donde guardaba todas estas cosas, volvían a resonar en sus oídos los gemidos del dolor desde la cruz, la voz atormentada con que pronunció Jesús el acento final de su amor. Y la sangre amada brillaba todavía ante sus ojos como hermosos rubíes arrojados al suelo. En esa tarde un sentimiento vacío la agobiaba. Como si el caer de la tarde la amenazara con repetir la cruel despedida, el último abrazo, frío, tremendo. La Madre recordaba todo, con amor y terror. Y, mientras acogía en sus hombros las amargas lágrimas de Pedro y con sus manos reconfortaba la dura espalda agobiada por la culpa de haber negado al Señor; mientras acogía en su regazo la ternura virginal de Juan, el amigo del Señor; mientras abrazaba la vergüenza de los demás discípulos, algo verdaderamente misterioso sucedía más allá del sepulcro. Cristo, el Señor descendía a los infiernos, a la región de los muertos. Y, mientras la Madre acogía en la caridad a la Iglesia recién nacida que lloraba su viejo pecado, el Señor acogía en sus hombros el amargo llanto de Adán y de Eva, viejos amigos de la infancia del mundo. «Adán, Eva, amigos, vine a verlos. No he dejado de pensar en ustedes en mi pasión. He venido a buscarlos en la noche del mundo, en la noche de su muerte. Porque puede el hombre acostumbrarse a vivir sin Dios; pero Dios no se acostumbra a vivir sin el hombre».
El  sepulcro es una asamblea de llantos, llanto de justos que lloran el amor de Dios y la ingratitud del hombre. El Señor les ofrece el evangelio de su sangre, y con ella bautiza diciendo: «Hoy estarás conmigo en el paraíso», a todo los que le suplican: «Señor acuérdate de mí». Esta es la noche de la que estaba escrito: «Será la noche clara como el día, la noche iluminada por mi gozo».
Esta noche, la Virgen Madre no puede dormir. Ella, que tanta caridad tuvo con su cuerpo, esta noche no le concede el descanso. Vela, vigila. Mientras el Señor no resucite, ella debe cuidar de su Iglesia. Reúne presurosa a sus amigas, llevan perfumes de fe, de esperanza, de amor, mientras se realiza el misterio más glorioso que jamás haya visto el mundo.
Goza y alégrate, Virgen Santa Madre de Dios, porque verdaderamente ha resucitado el Señor, aleluya, aleluya.

3 comentarios:

  1. Sin duda una lectura diferente y nueva para mi, qué da una visión de lo que muchos no pensamos después de la crucifixión y muerte de Jesús nuestro señor, gracias por compartir padre Evagrio

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  2. Sin duda una lectura diferente y nueva para mi, qué da una visión de lo que muchos no pensamos después de la crucifixión y muerte de Jesús nuestro señor, gracias por compartir padre Evagrio

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