Dominica
XXII per annum
Uno de los
padres del desierto enseñó: «Si el hombre
no dice en su corazón “Dios y yo estamos solos en el mundo”, no tendrá nunca
reposo». Y es verdad. Nunca
sabrá si ocupa el lugar que le corresponde. Si piensa, en cambio, que sólo Dios
y él están en el mundo, sabrá que siempre su lugar es adorando a Dios.
El hombre
humilde adora a Dios; el que no es humilde, miente. El hombre que no es humilde
no recibe su propia verdad como don de Dios. Se la apropia como quien escoge
rápidamente un asiento o el mejor puesto para que no se lo gane otro. El que no
es humilde trata de apropiarse con pensamientos, palabras y actitudes de la
realidad, engañándose a sí mismo, sin saber nunca cuál es verdaderamente su
lugar. El humilde dice en su corazón: «Dios y yo estamos solos en el mundo», y así no se compara con nadie más pero siempre sabe cuál es su
lugar. Con todo, nosotros no vemos a Dios y sí vemos a los hombres. Y nos
comparamos los unos con los otros para buscar nuestro lugar. Y en la búsqueda
ambicionamos más o menos secretamente los primeros lugares.
Es curioso, las
formas de medición cambian a menudo de una ciudad a otra, o de un país a otro.
En algunos lugares se usa el litro para medir cosas sólidas, y el kilo para
algunas líquidas. Aquí usamos tantito; pero ¿qué tanto es tantito? Medirnos
requiere una referencia. Y para medirnos a nosotros mismos la mejor referencia,
para ser exactos, sería Dios, pero nosotros no hemos visto a Dios y sí hemos
visto demasiado a los hombres. Por eso el Señor quiso poner al pobre, al
sufriente en nuestras vidas, como punto de referencia.
Dios pone en
nuestra puerta al que sufre como una riqueza más, la más difícil de pulir, la
más difícil de abrillantar. Dios nos la da para que conquistemos un buen lugar
en el cielo. Hay que pulirla y abrillantarla para apoderarnos del cielo. Es una
moneda que al pulirla nos hace brillantes, nos hace veraces.
Es que la
riqueza, cuando cae en manos de los que sufren ya no es riqueza. Apenas toca la
mano del necesitado, se convierte en don de la providencia divina y también en
justicia. Providencia divina porque el que sufre siempre recibe la riqueza como
regalo de Dios. Justicia porque el que sufre merece de por sí, como todos los
hombres, la fugaz alegría de vivir. La riqueza no remedia para siempre el dolor
de los que sufren. No es ése su oficio. La riqueza es fugaz, y así la reciben
ricos y pobres. Pero en su fugacidad está escondida su chispa divina. Se escapa
inaferrable porque es una excelente manifestación de la bondad de Dios que no
se deja atrapar. Por eso no hay que instalarse en ella como si ya estuviéramos
en el reino.
Para eso se nos
da la fugacidad de la riqueza, para perfeccionar la obra de hermandad que
Cristo ha comenzado en nosotros. Porque si Dios nos ha concedido el gozo del
banquete, es para llevemos a la mesa al sufriente y vuelva a estar a la altura
de sí mismo.
El Señor Jesús
entró en el mundo sin hacer alarde de su categoría de Dios. No exhibió la
grandeza de su divinidad. Entró en el mundo como un pequeño hambriento. Sin
embargo, pasó por el mundo haciendo el bien y curando a los afligidos por el
mal. Pero antes de salir del mundo para volver al Padre quiso ser tan pobre
como ellos, quiso ser pobre, lisiado, cojo, ciego. Amó hasta el extremo y así
ocupó el último lugar. Nosotros no sabemos abajarnos tanto. No podríamos
imitarlo en su abajamiento. Imitémoslo elevando al prójimo a la mesa de la
fraternidad perfecta.
Con toda verdad San
Agustín decía acerca de los mandamientos de Dios para alcanzarlo: «Si quieres llegar a la verdad, no busques otro camino que el que
trazó el mismo Dios, que conoce nuestra enfermedad. Ahora bien, el primero es
la humildad, el segundo es la humildad, el tercero es la humildad, y cuantas
veces me lo preguntases te respondería la misma cosa. No quiero decir que no
haya otros mandamientos, sino que la humildad debe preceder, acompañar y seguir
a todo lo bueno que hacemos… si no, el orgullo nos lo arrebata todo».