domingo, 28 de agosto de 2016

"Sed cum facis convivium, voca pauperes, debiles, claudos, cæcos"

Dominica XXII per annum

Uno de los padres del desierto enseñó: «Si el hombre no dice en su corazón “Dios y yo estamos solos en el mundo”, no tendrá nunca reposo». Y es verdad. Nunca sabrá si ocupa el lugar que le corresponde. Si piensa, en cambio, que sólo Dios y él están en el mundo, sabrá que siempre su lugar es adorando a Dios.
El hombre humilde adora a Dios; el que no es humilde, miente. El hombre que no es humilde no recibe su propia verdad como don de Dios. Se la apropia como quien escoge rápidamente un asiento o el mejor puesto para que no se lo gane otro. El que no es humilde trata de apropiarse con pensamientos, palabras y actitudes de la realidad, engañándose a sí mismo, sin saber nunca cuál es verdaderamente su lugar. El humilde dice en su corazón: «Dios y yo estamos solos en el mundo», y así no se compara con nadie más pero siempre sabe cuál es su lugar. Con todo, nosotros no vemos a Dios y sí vemos a los hombres. Y nos comparamos los unos con los otros para buscar nuestro lugar. Y en la búsqueda ambicionamos más o menos secretamente los primeros lugares.
Es curioso, las formas de medición cambian a menudo de una ciudad a otra, o de un país a otro. En algunos lugares se usa el litro para medir cosas sólidas, y el kilo para algunas líquidas. Aquí usamos tantito; pero ¿qué tanto es tantito? Medirnos requiere una referencia. Y para medirnos a nosotros mismos la mejor referencia, para ser exactos, sería Dios, pero nosotros no hemos visto a Dios y sí hemos visto demasiado a los hombres. Por eso el Señor quiso poner al pobre, al sufriente en nuestras vidas, como punto de referencia.
Dios pone en nuestra puerta al que sufre como una riqueza más, la más difícil de pulir, la más difícil de abrillantar. Dios nos la da para que conquistemos un buen lugar en el cielo. Hay que pulirla y abrillantarla para apoderarnos del cielo. Es una moneda que al pulirla nos hace brillantes, nos hace veraces.
Es que la riqueza, cuando cae en manos de los que sufren ya no es riqueza. Apenas toca la mano del necesitado, se convierte en don de la providencia divina y también en justicia. Providencia divina porque el que sufre siempre recibe la riqueza como regalo de Dios. Justicia porque el que sufre merece de por sí, como todos los hombres, la fugaz alegría de vivir. La riqueza no remedia para siempre el dolor de los que sufren. No es ése su oficio. La riqueza es fugaz, y así la reciben ricos y pobres. Pero en su fugacidad está escondida su chispa divina. Se escapa inaferrable porque es una excelente manifestación de la bondad de Dios que no se deja atrapar. Por eso no hay que instalarse en ella como si ya estuviéramos en el reino.
Para eso se nos da la fugacidad de la riqueza, para perfeccionar la obra de hermandad que Cristo ha comenzado en nosotros. Porque si Dios nos ha concedido el gozo del banquete, es para llevemos a la mesa al sufriente y vuelva a estar a la altura de sí mismo.
El Señor Jesús entró en el mundo sin hacer alarde de su categoría de Dios. No exhibió la grandeza de su divinidad. Entró en el mundo como un pequeño hambriento. Sin embargo, pasó por el mundo haciendo el bien y curando a los afligidos por el mal. Pero antes de salir del mundo para volver al Padre quiso ser tan pobre como ellos, quiso ser pobre, lisiado, cojo, ciego. Amó hasta el extremo y así ocupó el último lugar. Nosotros no sabemos abajarnos tanto. No podríamos imitarlo en su abajamiento. Imitémoslo elevando al prójimo a la mesa de la fraternidad perfecta. 
Con toda verdad San Agustín decía acerca de los mandamientos de Dios para alcanzarlo: «Si quieres llegar a la verdad, no busques otro camino que el que trazó el mismo Dios, que conoce nuestra enfermedad. Ahora bien, el primero es la humildad, el segundo es la humildad, el tercero es la humildad, y cuantas veces me lo preguntases te respondería la misma cosa. No quiero decir que no haya otros mandamientos, sino que la humildad debe preceder, acompañar y seguir a todo lo bueno que hacemos… si no, el orgullo nos lo arrebata todo».

domingo, 14 de agosto de 2016

Salve, regina et mater monachorum: ora pro nobis

In assumptione BV Mariæ
Missa vespertina in vigilia
 
El Señor Jesús en varias ocasiones llevó a sus amigos a una montaña alta. En muchas ocasiones los llevó a un lugar solitario. Pero no leemos que haya llevado el Señor consigo a la Virgen Madre a una montaña alta o a un lugar solitario para orar. Es que ella era la cumbre, la montaña aireada, la solitaria cima elevada. La fe mueve montañas. Con la ayuda de un pico y una pala. Jamás una montaña se ha movido de otro modo. Pero el amor hoy movió una montaña alta, muy alta, y la plantó en el cielo.
Tomás, como siempre, llegó tarde. Los apóstoles habían sido convocados por mandato divino en Jerusalén. Y en un abrir y cerrar de ojos, como rayos de luz, se reunieron de todos los puntos en que tenían la misión de predicar el Evangelio. La Virgen Madre los bendijo con la dulzura de siempre. Y así, sin violencia, en una victoria amorosa, subió al cielo. Su tránsito fue un dulce sueño de amor. Ella, que tanta caridad había tenido siempre con todos, también la tuvo con su cuerpo. Con toda verdad un Doctor Eminentísimo enseña que «esta Reina celestial se durmió de amor, pues sólo concedía algún reposo a su cuerpo para revigorizarlo, a fin de que pudiese servir mejor a Dios después: acto muy excelente de caridad, porque, como dice San Agustín, “esta virtud nos obliga a amar a nuestros cuerpos lo conveniente”, en cuanto que ellos son necesarios para las buenas obras y parte de nuestra persona, y participarán de nuestra felicidad eterna». La Virgen Madre concedió pues un breve descanso a su cuerpo antes de continuar haciendo bien en el cielo.
Tomás llegó corriendo, siempre tarde, y quería besar las manos bienhechoras de la Madre de Dios por última vez. Así que los apóstoles le abrieron el sagrado cofre que contenía el cuerpo de la Madre de Dios. Ya una vez Cristo mismo le había mostrado los agujeros de los clavos y le había abierto su costado para que viera su corazón amante, y aliviara su incredulidad impuntual. ¿Por qué ocultarle el cuerpo de María, que era un sagrario igualmente precioso a los ojos del Maestro?
Abrieron el cofre. Ciertamente no esperaban encontrar corrupción. Eso nunca se asomó siquiera en el cuerpo santísimo de María. Su mismo Hijo, él, el que todo sostiene en su mano, ¿cómo podría permitir que el sepulcro corrompiera a la que en su nacimiento no menoscabó en su integridad, sino que la consagró, conservándola intacta cual era? Con toda verdad dice el Damasceno: «Convenía que aquella que en el parto había conservado intacta su virginidad conservara su cuerpo también después de la muerte libre de la corruptibilidad». Grande fue el asombro gozoso de los Apóstoles. La Madre no estaba en el sepulcro. Comprendieron todo. Había sido llevada al cielo en cuerpo y alma, y había salido del sepulcro por la sutileza propia de los cuerpos gloriosos. En su lugar sólo quedaban las flores e hierbas aromáticas con que la pobreza de los Apóstoles adornó su cuerpo santísimo.
En el cofre había ramas de laurel, porque la Madre era corona de laureles para premiar a todos los Apóstoles y discípulos que progresaban en el arte espiritual. Todo atleta espiritual, ignorado por el mundo y alejado de sus aplausos, la tuvo por corona en la frente de sus fatigas.
En su sepulcro había también hojas de menta, porque la Madre era frescura perfumada de castidad. Y había toronjil, porque ella es resuello, respiro de alivio para el pecador arrepentido.
Había flores de camomila, de manzanilla. Porque la Madre era un colirio para los ojos de los creyentes que enceguecían por la ira, y porque su dulce mansedumbre calmaba la visceralidad de los orgullosos.
Y había ajenjo, hierba muy amarga que sirve para abrir el apetito. Pues la Madre era ajenjo para los apetitos mundanos, pero abría el gusto por las cosas del cielo. La Madre era jengibre, raíz que cura las deformidades de nuestra humanidad y era cardamomo, semilla perfumada de esperanza.
En la tumba había también canela. Pues la Madre era canela. Y así como la canela cura otras plantas y protege sus flores, así la Madre fue médico de médicos. Y como toda la fuerza de la canela le viene de estar adherida al árbol que le dio la vida, así la Virgen Madre, al pie de la cruz, obtiene toda su virtud de estar unida a ella.
La Madre había venido al mundo anhelando el cielo. Como todas las flores e hierbas medicinales, la Madre nació en nuestra tierra. Pero vivió siempre perfumando el cielo, elevándose en busca del sol, desde su pequeñez. Sus raíces estaban en nuestra tierra, pero su mente y su corazón moraban en el cielo. Cada día era un milagro que un éxtasis no la arrebatara para siempre. Con toda verdad un Maestro enseña que hoy un milagro detuvo otro milagro. El milagro de no ser arrebatada al cielo, el milagro de que permaneciera entre nosotros hoy cesó. Y otro milagro se la llevó al cielo.

Hija del cielo, Señora de los ángeles, licor, medicina y perfume de monjes, haznos hoy flores medicinales, hierbas aromáticas, para ennoblecer y embellecer la Iglesia que tú das a luz con dolor. Haznos huerto cercado que no tenga más salida que el cielo, para que arraigados en ti, que eres montaña alta, alcancemos por tu asunción el cielo. Virgen Madre de Dios, alcánzanos la alegría de volar todos juntos ya no como flores arrancadas por las tempestades del tiempo presente, sino como aroma de comunión que asciende por el anhelo de perfumar el cielo.

domingo, 7 de agosto de 2016

"Moram facit dominus meus venire"

Dominica XIX per annum

San Agustín advierte que «Ciertamente en la vida común de los hermanos que se da en los monasterios hay excelsos varones, hombres santos; por eso viven cotidianamente entregados a los cánticos, a la oración, a las alabanzas de Dios, a la lectura, trabajan con sus manos, se bastan a sí mismos, nada piden por avaricia, todo lo que reciben de los piadosos hermanos lo emplean con moderación y caridad, nadie se apropia de lo que no tenga otro hermano, todos se aman, todos se apoyan mutuamente». No obstante, nos advierte el Santo Doctor, no se ha de alabar sólo a los buenos sin hablar también de los malos. Porque los hay.
«Si un padre de familia supiera a qué hora va a venir el ladrón, estaría vigilando y no dejaría que se le metiera por un boquete en su casa». El Señor nos manda estar preparados, pues a la hora menos pensada vendrá el Hijo del hombre. ¿Pero cómo podemos prepararnos? Tal vez se nos ocurra que el abad de un monasterio, como padre de la comunidad, sea muy prudente y vigilante, y para que el mal no entre en su casa no admita a ningún hombre malvado en su monasterio. Con un decidido «¡Síganme los buenos!», pondría en marcha una carrera gloriosa que dejaría atrás la torpeza de los malos. ¿Pero, realmente eso es posible? ¿De verdad los buenos llegan a ser inalcanzables? ¿No son muchas veces los hijos de las tinieblas más hábiles que los hijos de la luz?
De por sí cada hombre es un campo de trigo sembrado también con cizaña. Y aun el asceta más firme no sabe cómo sigue entrando en su corazón el tintineo de la avaricia, el contoneo de la lujuria, el cochambre ardiente de la voracidad, el ritmo sabroso de la alegría mundana, la agobiante sed de venganza. Todo nos tienta. Y el hombre más fuerte de todo eso se abstiene, lo rebate, lo rechaza. Pero siempre acaba con alguna herida. De verdad, tal vez el ladrón no se lleve nada en la noche de la tentación; pero el boquete abierto es una herida para la seguridad de la casa.
 Los discípulos preguntan inquietos: «¿Dices esta parábola sólo por nosotros o por todos?» La pregunta sabe a rigorismo. «¿Sólo nosotros debemos vigilar que el mal no se meta entre nosotros o todos deben hacerlo?» Si por un momento imagináramos que el Señor lo hubiera dicho sólo por sus discípulos más cercanos, los más perfectos, ellos tendrían la responsabilidad de excluir a los malos de la Iglesia. Tendrían tal vez un cierto deber de maltratar a todos los criados y a las criadas, pues en el corazón la idea reclamaría: «Mi amo tardará en llegar. No llegará a tiempo para convertir el corazón de sus criados malvados. Por tanto, yo debo darles su merecido. Mi amo tardará en llegar. Y cuando llegue será demasiado tarde. El mal lo habrá invadido todo. Mi amo tardará en llegar. Es muy lento para tomar medidas y aplicar prescripciones, yo debo abandonar al malvado antes que sea demasiado tarde para ser feliz».
Acabaríamos entonces por devorar corrupción simplemente por pura envidia, que es el antojo que muchas veces sentimos de alimentarnos de maldad, así como para exterminarla. Un poco como cuando no sabes qué hacer con tu enojo, tu frustración, tu ansiedad, y decides comértela. Acabaríamos embriagados en el intento de aliviar nuestra sed de venganza. Terminaríamos insensibles por una ebriedad a fuerza de pura justicia adulterada. En fin, acabaríamos por correr la misma suerte que los hombres desleales: nutriéndonos de la cizaña.

¡La cizaña y el trigo se parecen tanto! Pero ni tú ni yo sabemos lo que seremos. Por ello, en el tiempo presente no nos toca, no le toca a la Iglesia, separar el trigo de la cizaña, ni al administrador del criado. Eso es tarea de ángeles. Nuestro servicio como administradores es el de repartir a su tiempo los alimentos, con fidelidad y prudencia.