domingo, 14 de agosto de 2016

Salve, regina et mater monachorum: ora pro nobis

In assumptione BV Mariæ
Missa vespertina in vigilia
 
El Señor Jesús en varias ocasiones llevó a sus amigos a una montaña alta. En muchas ocasiones los llevó a un lugar solitario. Pero no leemos que haya llevado el Señor consigo a la Virgen Madre a una montaña alta o a un lugar solitario para orar. Es que ella era la cumbre, la montaña aireada, la solitaria cima elevada. La fe mueve montañas. Con la ayuda de un pico y una pala. Jamás una montaña se ha movido de otro modo. Pero el amor hoy movió una montaña alta, muy alta, y la plantó en el cielo.
Tomás, como siempre, llegó tarde. Los apóstoles habían sido convocados por mandato divino en Jerusalén. Y en un abrir y cerrar de ojos, como rayos de luz, se reunieron de todos los puntos en que tenían la misión de predicar el Evangelio. La Virgen Madre los bendijo con la dulzura de siempre. Y así, sin violencia, en una victoria amorosa, subió al cielo. Su tránsito fue un dulce sueño de amor. Ella, que tanta caridad había tenido siempre con todos, también la tuvo con su cuerpo. Con toda verdad un Doctor Eminentísimo enseña que «esta Reina celestial se durmió de amor, pues sólo concedía algún reposo a su cuerpo para revigorizarlo, a fin de que pudiese servir mejor a Dios después: acto muy excelente de caridad, porque, como dice San Agustín, “esta virtud nos obliga a amar a nuestros cuerpos lo conveniente”, en cuanto que ellos son necesarios para las buenas obras y parte de nuestra persona, y participarán de nuestra felicidad eterna». La Virgen Madre concedió pues un breve descanso a su cuerpo antes de continuar haciendo bien en el cielo.
Tomás llegó corriendo, siempre tarde, y quería besar las manos bienhechoras de la Madre de Dios por última vez. Así que los apóstoles le abrieron el sagrado cofre que contenía el cuerpo de la Madre de Dios. Ya una vez Cristo mismo le había mostrado los agujeros de los clavos y le había abierto su costado para que viera su corazón amante, y aliviara su incredulidad impuntual. ¿Por qué ocultarle el cuerpo de María, que era un sagrario igualmente precioso a los ojos del Maestro?
Abrieron el cofre. Ciertamente no esperaban encontrar corrupción. Eso nunca se asomó siquiera en el cuerpo santísimo de María. Su mismo Hijo, él, el que todo sostiene en su mano, ¿cómo podría permitir que el sepulcro corrompiera a la que en su nacimiento no menoscabó en su integridad, sino que la consagró, conservándola intacta cual era? Con toda verdad dice el Damasceno: «Convenía que aquella que en el parto había conservado intacta su virginidad conservara su cuerpo también después de la muerte libre de la corruptibilidad». Grande fue el asombro gozoso de los Apóstoles. La Madre no estaba en el sepulcro. Comprendieron todo. Había sido llevada al cielo en cuerpo y alma, y había salido del sepulcro por la sutileza propia de los cuerpos gloriosos. En su lugar sólo quedaban las flores e hierbas aromáticas con que la pobreza de los Apóstoles adornó su cuerpo santísimo.
En el cofre había ramas de laurel, porque la Madre era corona de laureles para premiar a todos los Apóstoles y discípulos que progresaban en el arte espiritual. Todo atleta espiritual, ignorado por el mundo y alejado de sus aplausos, la tuvo por corona en la frente de sus fatigas.
En su sepulcro había también hojas de menta, porque la Madre era frescura perfumada de castidad. Y había toronjil, porque ella es resuello, respiro de alivio para el pecador arrepentido.
Había flores de camomila, de manzanilla. Porque la Madre era un colirio para los ojos de los creyentes que enceguecían por la ira, y porque su dulce mansedumbre calmaba la visceralidad de los orgullosos.
Y había ajenjo, hierba muy amarga que sirve para abrir el apetito. Pues la Madre era ajenjo para los apetitos mundanos, pero abría el gusto por las cosas del cielo. La Madre era jengibre, raíz que cura las deformidades de nuestra humanidad y era cardamomo, semilla perfumada de esperanza.
En la tumba había también canela. Pues la Madre era canela. Y así como la canela cura otras plantas y protege sus flores, así la Madre fue médico de médicos. Y como toda la fuerza de la canela le viene de estar adherida al árbol que le dio la vida, así la Virgen Madre, al pie de la cruz, obtiene toda su virtud de estar unida a ella.
La Madre había venido al mundo anhelando el cielo. Como todas las flores e hierbas medicinales, la Madre nació en nuestra tierra. Pero vivió siempre perfumando el cielo, elevándose en busca del sol, desde su pequeñez. Sus raíces estaban en nuestra tierra, pero su mente y su corazón moraban en el cielo. Cada día era un milagro que un éxtasis no la arrebatara para siempre. Con toda verdad un Maestro enseña que hoy un milagro detuvo otro milagro. El milagro de no ser arrebatada al cielo, el milagro de que permaneciera entre nosotros hoy cesó. Y otro milagro se la llevó al cielo.

Hija del cielo, Señora de los ángeles, licor, medicina y perfume de monjes, haznos hoy flores medicinales, hierbas aromáticas, para ennoblecer y embellecer la Iglesia que tú das a luz con dolor. Haznos huerto cercado que no tenga más salida que el cielo, para que arraigados en ti, que eres montaña alta, alcancemos por tu asunción el cielo. Virgen Madre de Dios, alcánzanos la alegría de volar todos juntos ya no como flores arrancadas por las tempestades del tiempo presente, sino como aroma de comunión que asciende por el anhelo de perfumar el cielo.

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