Dominica XIX per annum
San Agustín
advierte que «Ciertamente en la vida común de los
hermanos que se da en los monasterios hay excelsos varones, hombres santos; por
eso viven cotidianamente entregados a los cánticos, a la oración, a las alabanzas
de Dios, a la lectura, trabajan con sus manos, se bastan a sí mismos, nada
piden por avaricia, todo lo que reciben de los piadosos hermanos lo emplean con
moderación y caridad, nadie se apropia de lo que no tenga otro hermano, todos
se aman, todos se apoyan mutuamente». No
obstante, nos advierte el Santo Doctor, no se ha de alabar sólo a los buenos
sin hablar también de los malos. Porque los hay.
«Si un padre de familia supiera a qué hora va a venir el ladrón,
estaría vigilando y no dejaría que se le metiera por un boquete en su casa». El Señor nos manda estar preparados, pues a la hora menos
pensada vendrá el Hijo del hombre. ¿Pero cómo podemos prepararnos? Tal vez se
nos ocurra que el abad de un monasterio, como padre de la comunidad, sea muy
prudente y vigilante, y para que el mal no entre en su casa no admita a ningún
hombre malvado en su monasterio. Con un decidido «¡Síganme
los buenos!», pondría en marcha una carrera gloriosa que dejaría atrás la
torpeza de los malos. ¿Pero, realmente eso es posible? ¿De verdad los buenos
llegan a ser inalcanzables? ¿No son muchas veces los hijos de las tinieblas más
hábiles que los hijos de la luz?
De por sí
cada hombre es un campo de trigo sembrado también con cizaña. Y aun el asceta
más firme no sabe cómo sigue entrando en su corazón el tintineo de la avaricia,
el contoneo de la lujuria, el cochambre ardiente de la voracidad, el ritmo
sabroso de la alegría mundana, la agobiante sed de venganza. Todo nos tienta. Y
el hombre más fuerte de todo eso se abstiene, lo rebate, lo rechaza. Pero siempre
acaba con alguna herida. De verdad, tal vez el ladrón no se lleve nada en la
noche de la tentación; pero el boquete abierto es una herida para la seguridad
de la casa.
Los discípulos preguntan inquietos: «¿Dices
esta parábola sólo por nosotros o por todos?» La pregunta sabe a rigorismo. «¿Sólo
nosotros debemos vigilar que el mal no se meta entre nosotros o todos deben
hacerlo?» Si por un momento imagináramos que el Señor lo hubiera dicho sólo por
sus discípulos más cercanos, los más perfectos, ellos tendrían la
responsabilidad de excluir a los malos de la Iglesia. Tendrían tal vez un
cierto deber de maltratar a todos los criados y a las criadas, pues en el
corazón la idea reclamaría: «Mi amo tardará en llegar. No llegará a tiempo para
convertir el corazón de sus criados malvados. Por tanto, yo debo darles su
merecido. Mi amo tardará en llegar. Y cuando llegue será demasiado tarde. El
mal lo habrá invadido todo. Mi amo tardará en llegar. Es muy lento para tomar
medidas y aplicar prescripciones, yo debo abandonar al malvado antes que sea
demasiado tarde para ser feliz».
Acabaríamos
entonces por devorar corrupción simplemente por pura envidia, que es el antojo que
muchas veces sentimos de alimentarnos de maldad, así como para exterminarla. Un
poco como cuando no sabes qué hacer con tu enojo, tu frustración, tu ansiedad,
y decides comértela. Acabaríamos embriagados en el intento de aliviar nuestra
sed de venganza. Terminaríamos insensibles por una ebriedad a fuerza de pura
justicia adulterada. En fin, acabaríamos por correr la misma suerte que los
hombres desleales: nutriéndonos de la cizaña.
¡La cizaña
y el trigo se parecen tanto! Pero ni tú ni yo sabemos lo que seremos. Por ello,
en el tiempo presente no nos toca, no le toca a la Iglesia, separar el trigo de
la cizaña, ni al administrador del criado. Eso es tarea de ángeles. Nuestro
servicio como administradores es el de repartir a su tiempo los alimentos, con
fidelidad y prudencia.
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