domingo, 7 de agosto de 2016

"Moram facit dominus meus venire"

Dominica XIX per annum

San Agustín advierte que «Ciertamente en la vida común de los hermanos que se da en los monasterios hay excelsos varones, hombres santos; por eso viven cotidianamente entregados a los cánticos, a la oración, a las alabanzas de Dios, a la lectura, trabajan con sus manos, se bastan a sí mismos, nada piden por avaricia, todo lo que reciben de los piadosos hermanos lo emplean con moderación y caridad, nadie se apropia de lo que no tenga otro hermano, todos se aman, todos se apoyan mutuamente». No obstante, nos advierte el Santo Doctor, no se ha de alabar sólo a los buenos sin hablar también de los malos. Porque los hay.
«Si un padre de familia supiera a qué hora va a venir el ladrón, estaría vigilando y no dejaría que se le metiera por un boquete en su casa». El Señor nos manda estar preparados, pues a la hora menos pensada vendrá el Hijo del hombre. ¿Pero cómo podemos prepararnos? Tal vez se nos ocurra que el abad de un monasterio, como padre de la comunidad, sea muy prudente y vigilante, y para que el mal no entre en su casa no admita a ningún hombre malvado en su monasterio. Con un decidido «¡Síganme los buenos!», pondría en marcha una carrera gloriosa que dejaría atrás la torpeza de los malos. ¿Pero, realmente eso es posible? ¿De verdad los buenos llegan a ser inalcanzables? ¿No son muchas veces los hijos de las tinieblas más hábiles que los hijos de la luz?
De por sí cada hombre es un campo de trigo sembrado también con cizaña. Y aun el asceta más firme no sabe cómo sigue entrando en su corazón el tintineo de la avaricia, el contoneo de la lujuria, el cochambre ardiente de la voracidad, el ritmo sabroso de la alegría mundana, la agobiante sed de venganza. Todo nos tienta. Y el hombre más fuerte de todo eso se abstiene, lo rebate, lo rechaza. Pero siempre acaba con alguna herida. De verdad, tal vez el ladrón no se lleve nada en la noche de la tentación; pero el boquete abierto es una herida para la seguridad de la casa.
 Los discípulos preguntan inquietos: «¿Dices esta parábola sólo por nosotros o por todos?» La pregunta sabe a rigorismo. «¿Sólo nosotros debemos vigilar que el mal no se meta entre nosotros o todos deben hacerlo?» Si por un momento imagináramos que el Señor lo hubiera dicho sólo por sus discípulos más cercanos, los más perfectos, ellos tendrían la responsabilidad de excluir a los malos de la Iglesia. Tendrían tal vez un cierto deber de maltratar a todos los criados y a las criadas, pues en el corazón la idea reclamaría: «Mi amo tardará en llegar. No llegará a tiempo para convertir el corazón de sus criados malvados. Por tanto, yo debo darles su merecido. Mi amo tardará en llegar. Y cuando llegue será demasiado tarde. El mal lo habrá invadido todo. Mi amo tardará en llegar. Es muy lento para tomar medidas y aplicar prescripciones, yo debo abandonar al malvado antes que sea demasiado tarde para ser feliz».
Acabaríamos entonces por devorar corrupción simplemente por pura envidia, que es el antojo que muchas veces sentimos de alimentarnos de maldad, así como para exterminarla. Un poco como cuando no sabes qué hacer con tu enojo, tu frustración, tu ansiedad, y decides comértela. Acabaríamos embriagados en el intento de aliviar nuestra sed de venganza. Terminaríamos insensibles por una ebriedad a fuerza de pura justicia adulterada. En fin, acabaríamos por correr la misma suerte que los hombres desleales: nutriéndonos de la cizaña.

¡La cizaña y el trigo se parecen tanto! Pero ni tú ni yo sabemos lo que seremos. Por ello, en el tiempo presente no nos toca, no le toca a la Iglesia, separar el trigo de la cizaña, ni al administrador del criado. Eso es tarea de ángeles. Nuestro servicio como administradores es el de repartir a su tiempo los alimentos, con fidelidad y prudencia.

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