Dominica
VI per annum
Una monja de
nuestra Orden escribió La vida del
pequeño San Plácido. En uno de los primeros pasajes se narra de cómo vino a
visitarlo su tía en una ocasión. Pues nada, llegó la tía al monasterio cargada
de gatitos. Es que su tía era una monjita gatera. Bueno, viendo todos los mimos
que la monjita le hacía a sus mininos, Placidito estalló en furia y preguntó
con voz airada: «¿Pero qué significa
esto, tía?» A lo que la monjita
respondió con tono maternal: «Mire, mi’jito,
usted se pasa de bobo si cree que uno puede pasarse la vida amando sólo a Dios.
No, no, mi sobrinito querido. Hay que ponerle color a la vida, es necesario
llenar los vacíos del corazón…» Estas
palabras encendieron todavía más el corazón celoso de Placidito que, armado de
una gran escoba, trataba de echar fuera a su tía y a sus gatos gritándole: «¡Fuera, adúltera! ¡Haber llenado de gatos, y quién sabe de qué
otras cosas más, un corazón solemnemente consagrado a Dios! ¡Haber dejado las
preocupaciones del mundo, creyendo que lo hacías por amor a Dios, y haber
degenerado en el amor a los gatos! Eres lo más infame que puede haber en esta
tierra».
Bueno, cuando
leí este pasaje de la vida del pequeño San Plácido, francamente me sonó a
fervor de principiante. Ese fervor de novato contra el que nos advierte la
Regla, que nos hace sentirnos ermitaños capaces de luchar con sólo nuestros
brazos y nuestras fuerzas contra los demonios antes de saber siquiera vivir en
comunidad. Es como el fervor del niño que juega a bombardear una ciudad o a
arrasar un ejército enemigo sin antes saber siquiera cómo ser buen ciudadano.
En fin, la actitud del pequeño Plácido me hizo recordar a tantos jóvenes monjes
que hacían cosas extrañas y a veces extremas con la sola intención de ser los
mejores monjes y agradar sólo a Dios. Pero no perseveraron en ellas. Porque
bien pronto se daban cuenta que antes de ganarse a Dios, tenían que ganarse a
los hermanos, y eso toma mucho más tiempo. En fin, a pesar
de que la experiencia me muestra que todos necesitamos tantas muletas para
apoyarnos, como caminos emprendemos, la
voz del evangelio sigue sonando: «ya cometió adulterio con ella en su corazón».
Una vez el
superior de un convento, preocupado, me decía: «Sabes, en nuestro convento solemos tantas veces llenar de cosas lo
que pertenece sólo a Dios. A veces lo llenamos de nuestras propias leyes, que
van desde mi horario imperturbable de siesta hasta el omnipotente y pernicioso “A mí no me toca”, “No soy el
encargado”, o el “Yo no tengo ninguna culpa de que Usted no sepa leer, pero por pura
caridad le digo que en la puerta hay un letrero que dice en mayúsculas y en
castellano nuestro horario y hoy no hay servicio». Y en buena medida es verdad. Solemos llenar de nuestros caprichos
lo que sólo debe ocupar Dios, y acariciamos y complacemos nuestras veleidades
con la misma dedicación con que una monjita gatera mimaría cada uno de sus
gatos. Esos caprichos inocentes, tiernos y suaves que muerden y arañan y que
sólo existen para ser servidos pero no para servir. Para un consagrado ése es
el adulterio del corazón, pero también lo puede ser para cualquiera de nosotros
que privilegia su ojo o su mano para complacerse en la ocasión del pecado
mientras busca ansioso cómo llenar el lugar de Dios.
A veces sentimos
el deseo profundo de que nuestra fe sea aceptada por todos como si se tratara
de un producto que ha de venderse más que los demás en todas las tiendas de
abarrotes. Entonces llenamos de ideas aceptables lo que sólo debe llenar la
verdad de Dios. Y muchas veces con el fin de que seamos amados por ser
compasivos y bondadosos hacemos a un lado la justicia y la gracia divinas. Como
si las personas sólo experimentaran la misericordia y la gracia divinas cuando
reciben de nosotros el perdón y la acogida compasiva y no también cuando la
gracia a través de la corrección y del espíritu de sacrificio los ayuda a
levantarse de sus vicios y pecados y a perseverar en una vida podada de toda
ocasión de pecado.
Tal vez el
problema general del adulterio es que no deja para Dios el lugar de Dios. Llena de todo
lo que puede su lugar. Y en ese sentido todos hemos sido adúlteros. Pero Dios «a nadie le ha dado permiso de pecar». Por ello, sólo la santidad y la renuncia al pecado pueden
admitir grados, ascensiones. El pecado no. Dios «a nadie le ha dado permiso de pecar». La Iglesia tampoco puede dar un tal permiso. «Por
lo tanto, si cuando vas a poner tu ofrenda sobre el altar, te acuerdas allí
mismo de que tu hermano tiene alguna queja contra ti, deja tu ofrenda junto al
altar y ve primero a reconciliarte con tu hermano, y vuelve luego a presentar
tu ofrenda». A veces toma años ir y volver. Por ello, «la Iglesia debe
acompañar con atención y cuidado a sus hijos más frágiles, marcados por el amor
herido y extraviado, dándoles de nuevo confianza y esperanza, como la luz del
faro de un puerto o de una antorcha llevada en medio de la gente para iluminar
a quienes han perdido el rumbo o se encuentran en medio de la tempestad».