jueves, 29 de marzo de 2018
"Panem angelorum manducavit homo"
domingo, 25 de marzo de 2018
"Et angariant praetereuntem quempiam Simonem Cyrenæum venientem de villa, patrem Alexandri et Rufi, ut tolleret crucem eius"
domingo, 4 de marzo de 2018
"Solvite templum hoc, et in tribus diebus excitabo illud"
Dominica III in quadragesima
Las aves, tal vez más que ningún otro animal, manifiestan su celo construyendo. Cuando las condiciones son más o menos favorables, eligen su pareja y se asocian para formar una familia. Entonces hacen vuelos, se cortejan, pían, cantan, bailan y, sobre todo, se las ingenian para construir. Recolectan paja, juntan plumas, acarrean ramitas, pelos, crines, cavan huevos, buscan escondites. Todo frenéticamente animado por un buen celo constructivo. Y luego de lograr bien a sus polluelos, los mismos arquitectos tendrán también que abandonar el nido.
Construir puede ser algo apasionante. De alguno de los Padres del desierto se cuenta que no tenía más pertenencia que un cuchillo afilado. Pues solía buscar palmeras en los oasis del desierto, cortaba sus hojas muertas y las trenzaba con mucha dedicación y con ellas armaba hermosas chozas que abandonaba apenas terminadas. Así enseñaba a sus discípulos lo banal que resulta construir una morada terrena. Y obviamente los discípulos no siempre estaban de acuerdo con esta práctica. Algunas veces le rogaron que al menos les dejara establecerse por un tiempo en la pobre celda recién terminada. Pero el santo monje emprendía la marcha y a veces algunos discípulos lo abandonaban para establecerse allí donde habían plantado la choza. Era uno de esos Maestros cuya gracia está en vaciar para vivir de la renuncia; pero aun con todas sus renuncias, no se privó jamás del celo de construir.
Destruir una vida es muy fácil. Puede tomar apenas unos segundos. Construirla toma al menos nueve meses. Tal vez por eso la naturaleza nos ha dotado de mucho celo cuando se trata de edificar. Somos tan grandes, más grandes que nosotros mismos, al punto que podemos edificar casas, templos, ciudades enormes. Somos muy fuertes para construir nuestras moradas, pero muy débiles para permanecer en ellas. Aun así, hay algo grandioso en el hecho de que podemos abandonar cuanto hemos edificado el día que así lo quiera nuestra fragilidad.
Fíjate bien. En tiempos de Noé, Dios mandó construir un arca y llevar en ella siete parejas de animales puros, precisamente para asegurar los sacrificios. Luego Salomón construyó un templo con cimientos muy profundos que algunos pensaron que podrían resistir todas las controversias del tiempo sin siquiera balancearse. Pero el templo fue destruido y cesaron los sacrificios. Se reconstruyó en tiempos de Esdras y de Nehemías. Y cuando el Señor Jesús se presentó en su templo santo, lo encontró sacudido por las controversias de los tiempos, convertido en un mercado.
Como un ave que teje su nido, el Señor trenzó un látigo de cordeles. Hizo suyo el templo. Ya no había necesidad de animales para el sacrificio. Él era la víctima más pura. Es curioso, algunas representaciones antiguas del misterio de la encarnación de Dios muestran a María, la Madre de Dios, con una madeja de lana escarlata en la mano derecha. Así la incontaminada tejía en su interior y tejía con sus manos. Al tejer un látigo con cordeles, Cristo tejía en el dolor un nido para su místico cuerpo. Pero este cuerpo ya no será más frágil que las moradas que se edifica. «Destruyan este templo y en tres días lo reconstruiré». Este cuerpo místico será por su fragilidad más fuerte que la muerte, y por la resurrección tendrá solidez de eternidad. Cristo, con un manojo de cordeles trenzados en sus manos, teje nuestra vida resucitada escondida en él. Reconstruidos en él seremos morada que ya no se deshilacha ni corrompe. Seremos su nido y su templo en que se le rinda amor eternamente.