In
cœna Domini
Cuando Dios se
hizo hombre, la Virgen incontaminada lo vistió de carne inmaculada. De modo
admirable, el fuego que incendia de gloria los cielos descendió al corazón de
la Madre de Dios y en sus entrañas se nutrió de ella sin consumirla. Y así como
el fuego transforma en pan el trigo amasado con agua, así el fuego divino
convertía en pan la sangre purísima de la Virgen fiel.
Belén significa «casa
del pan», pues así fue proféticamente llamada la ciudad de David, en honor del
verdadero Rey de Israel, Cristo el Señor. Allí el pan de los ángeles bajó del
cielo y los ángeles cantaron su gloria y su paz en medio de nosotros. Fíjate
bien. Cuando los árboles producen sus frutos, suelen ser los mejores los que
están más elevados. Maduran primero porque están más cerca de la luz y las aves
del cielo los alcanzan sin dificultad. Pero las aves no sólo aman los frutos
que los árboles elevados les ofrecen generosos. Suelen los pájaros picotear también
las migajas con que los hombres los alimentan. Y saltan de gozo queriendo
arrancar con sus picos los trocitos de pan con que luego alimentarán también a
sus polluelos. Con todo, los pájaros no encuentran el pan en ningún árbol. No
es un alimento que ellos puedan buscar en las alturas. Más bien tienen que
bajar a la tierra y recoger del suelo las suaves migajas que caen de las manos
de los hombres. Algo así sucede con los ángeles. Con toda sabiduría y fe David
cantó: «El hombre comió pan de ángeles», refiriéndose al misterioso maná. Pero
tras el maná se ocultaba la promesa del verdadero pan de los ángeles. En Belén,
en un pesebre lleno de espinosas pajas, los ángeles contemplaron a aquel que
los nutre con la claridad altísima de su gracia. Pero no lo contemplaron en su
excelsa altura, en el resplandor ardiente de su gloria inmensa, sino como
migaja caída de la mesa de los hijos, como grano de trigo caído por tierra, rodeado
de rubia paja.
En el
desierto Dios alimentó a su pueblo con pan celestial para mostrar la promesa
del pan con que habría de alimentar a su Iglesia. Así, alimentado con el amor
de los amores, su pueblo santo, en el desierto del mundo, vive del fuego del cielo. Con
toda verdad un Maestro dice que así como suelen los leones en el desierto
alimentar su rugido con el ardor del sol, de manera que, cuando rugen, de algún
modo es el ardor mismo del sol el que invisiblemente emite su fragor, así el fuego
sagrado nutre a la Iglesia. Y así, al nutrirse la Iglesia en la mesa santa,
devora al fuego invisible que hace temblar al infierno.
Pero Dios
no sólo quiso llevar a su Iglesia al desierto para hablarle y nutrir con fuego su
corazón. Dios, en
efecto, tomó nuestra carne formada del barro. Y como sembrador amoroso trabajó
con fatiga nuestra tierra. Con la escarda de las espinas apartó los abrojos y hierbas de
los pensamientos e intenciones de nuestros corazones, y con el arado de los
clavos y de la lanza surcó nuestras obras muertas. Así hizo brotar flores de
sangre en la tierra reseca de nuestra humanidad. Y como la abeja no acalla su
zumbido hasta que entra en la flor, así el alma cristiana no encuentra reposo
hasta que penetra en las flores de sangre de esas llagas preciosas, en las que
se oculta el néctar de la vida divina. Esas flores son el fruto del misterioso maná que
lleva oculta la savia vital que hace incorruptible nuestra
tierra. Quien bebe de ese néctar de gracia, se embriaga de aquella mansedumbre que nos hace
dignos de recibir como herencia la tierra de nuestra carne resucitada.
Hoy el
Señor, en esta noche santa, nos dejó su amor como alimento. Nos lo dejó
transfigurado en la ternura del pan y del vino. Pan para el desierto y vino
para el paraíso de paraísos. Más no nos podía dejar, pues en el sacramento de
su amor se nos ha dado todo. En el desierto del mundo y en el paraíso del cielo
la Iglesia se nutre de amor. Come amor divino. Bebe amor divino. Porque come y
bebe a Dios mismo.
Queridos
hijos, queridas hijas, en tiempos de Noé, cuando Dios quiso purificar el mundo,
abrió las compuertas del cielo e hizo llover el diluvio. Noé se refugió en el
arca, junto con todas las creaturas que Dios quiso preservar. Cuando llegó el
tiempo en que el diluvio cesó, después de una cuaresma, Noé abrió una ventana y
envió un cuervo—imagen de los contritos de corazón—, que al no encontrar donde
posarse volvió al corazón del arca. Entonces envió Noé una paloma, que
representaba a los puros de corazón, y que tampoco halló donde posarse y volvió
para que, apoyada en el brazo firme de Noé, pudiera entrar de nuevo en el arca.
Siete días después, envió Noé de nuevo una paloma que luego volvió con una hoja
de olivo en el pico, signo de la paz de Dios. Esta hoja de olivo representaba
místicamente la pasión del Señor de la que habría de brotar el aceite de
perdón, aceite de misericordia, aceite de paz, aceite de Espíritu Santo.
Cristo, en efecto, dice la Escritura, «en los días de su carne, habiendo
ofrecido oraciones y súplicas con gran clamor y lágrimas, al que podía librarlo
de la muerte, fue escuchado a causa de su temor reverente». Así, pues, en el diluvio de sus lágrimas amantes, la Iglesia vuelve al corazón del arca
apoyándose sólo en el poder del brazo extendido de Cristo. Su mano la conduce
al arca de su corazón traspasado, sagrario de sus divinos tesoros. Seca sus pies con la toalla limpísima del firme mandato del amor mutuo. Y vuela entonces la
Iglesia hasta la cruz, prensa sagrada del amor de Dios, en que Cristo, nuestro
olivo, entrega su aceite. De la cruz recibe la Iglesia el óleo del Espíritu
Santo con que han sido ungidas las manos apostólicas. Con este óleo de Espíritu
Santo esta noche el Señor ungió nuestras manos para el honor de su santo
servicio, a fin de que consagremos con ese mismo óleo los corazones creyentes
como altares y templos del Espíritu de Dios y hagamos brillar en ellos la
integridad de la fe, y a fin también de curar con ese aceite las heridas del combate
espiritual de su Iglesia, donándole la paz que brota del amor resucitado, del
perdón pascual.
Pastor
santo, acuérdate de mí, por la dulzura de tu dolorosa pasión.
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