domingo, 8 de abril de 2018

" Infer digitum tuum huc et vide manus meas et affer manum tuam et mitte in latus meum"

Dominica in albis

Suelen nuestros sentidos emparentarse con las señales del mundo. Nuestras manos palpan el frío, el calor, la aspereza o la suavidad; nuestro olfato percibe aromas agradables y otros olores menos gratos; nuestro gusto experimenta la bendición del buen sazón que Dios pone a nuestro alcance para nutrir nuestra vida con alegría. Y bien sabemos que nuestra percepción de estas bondades tiene como fin acercarnos a lo que más nos conviene y alejarnos de lo que nos hace daño. Por ello nuestra sensibilidad difiere de la de las otras creaturas. He visto flores hermosas con olores muy nauseabundos. Y en torno a esas flores siempre hay moscas y otros insectos que encuentran agradable ese olor. Algunos insectos vuelan frenéticamente y se ciernen constantemente en flores de orquídeas de las que manan delicados aceites cuyo aroma nosotros apenas si lo percibimos. Y los bigotes del gato lo alejan de la exquisita seriedad del calor de una buena taza de café.
A veces, sin embargo, nuestra percepción de lo que nos conviene se ve limitada. Y entonces, en un mundo lleno de señales, no podemos con naturalidad ver lo que hay que ver, oír lo que conviene, sentir lo que nos rodea. Cuando esto sucede, un sentido viene a ocupar el lugar del que falta. Así, la vista se vuelve escucha para quien no puede oír, y el tacto se vuelve visión para quien no puede ver.
Dios hizo al hombre para que percibiera en el mundo las señales de su amor. De modo que cada perfume, cada color, cada sabor, cada caricia fueran una señal del deseo de Dios de que nosotros vivamos verdaderamente. Y cuando Dios se hizo hombre, experimentó convenientemente la perfección de este amor. El cuerpo de Cristo, formado milagrosamente de María Virgen era perfecto. Como el vino de Caná se formó milagrosamente mucho mejor que cualquier otro vino elaborado naturalmente, así la sensibilidad de Cristo fue perfectísima por haber sido formados sus miembros por la virtud de un milagro.
Así pues, el Señor gustó la perfección del amor contenida en el delicado sabor del pan caliente amasado con dulces pasas por las manos sabias e irreprensibles de su madre. Y conoció muy bien el sabor picante de una comida en casa de un fariseo escandalizado por el amargo llanto de una mujer de moral dulzona. Miró profundamente el corazón del pobre joven rico. Escuchó muy claramente los cuchicheos de los discípulos que discutían por el camino quién era el más importante de entre ellos, y sintió el tembloroso manoseo de una mujer enferma que vino detrás de él para arrancar de la orla de su manto la potencia de un milagro, mientras se dirigía como médico experto a palpar el pulso de una niña que todos daban por muerta.
En la cruz, el Señor experimentó el dolor como nadie jamás podría hacerlo. La perfección de sus miembros y el excelso poder de su divinidad hicieron del dolor de su muerte un fuego poderosísimo apoyado en una frágil zarza que no se consume. Un dolor acérrimo labró la carne del Señor, esculpiendo la eterna imagen del amor con espinas, clavos y lanza. En nada quiso dejar de sentir. Y al probar vinagre y hiel gustó toda la amargura que ha mordido nuestra humanidad desde que Adán probó la desobediencia. Sus oídos escucharon blasfemias, el vociferar de falsos testigos. Y esas calumnias eran la peor tortura para el que dijo: «Yo soy la verdad». Todo fetidez era el lugar de la calavera, donde se corrompían los cuerpos de los malhechores. Y el único perfume que consolaba sus sentidos era la inocencia de María. Sus lágrimas eran néctar sagrado para consolar sus amarguras. Pero al mismo tiempo, ver a María su Madre y junto a ella al discípulo que el Señor tanto amaba, era el dolor más cruento para la mirada del Señor. Así, sufriendo en la perfección de todos sus sentidos, quiso el Señor dejar en nuestra humanidad no sólo la señal de su amor, sino que nos dio un nuevo sentido, sus llagas victoriosas. Sus llagas preciosas son el sentido de la divina misericordia, el sentido de la gloria, el sentido de la vida inmortal, el sentido que percibe todo aquello de lo que está lleno el cielo.
Toca las llagas del Señor aquel que por la fe escucha la voz del Padre que lo proclama su Hijo amado. Toca las llagas del Señor aquel que por la caridad lo reconoce como su señor en el último, en el más pequeño. Toca las llagas del Señor aquel que no desespera de su misericordia.
La divina bondad, desde que el Señor labró sus llagas en nuestra humanidad, ha dispuesto que de todas nuestras heridas, de todos nuestros dolores, de todas nuestras angustias y enfermedades podamos hacer una puerta al cielo. Por la gloria de la resurrección del Señor, el umbral de nuestro dolor es el umbral de nuestra gloria.
Pastor bueno, acuérdate de este día, que tú hiciste, consagrado con tu gloriosa resurrección. No tengas en cuentas mis pecados, oh Bueno, y guíame por los senderos de la vida, para que tu pueblo se alegre contigo. Consérvame perpetuamente, oh Santo, en el honor de tu santo servicio y en el temor de tu Nombre, tú que brillas sereno, inmortal y glorioso, por los siglos de los siglos.

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