Dominica
palmarum
Dice la
Escritura que cuando Dios quiso manifestarse a su pueblo, se apareció a Moisés
en el desierto. Moisés vio algo asombroso. Una zarza ardía sin consumirse. Y
quiso acercarse para ver qué era eso. Cuando estuvo cerca, Dios le ordenó
descalzarse pues estaba en tierra sagrada y allí le manifestó el ardor de su
Nombre. El fuego divino reposó acariciando las espinas de una zarza. Pero los abrojos
no pudieron sofocarlo. Y tampoco la gloria devoró la fragilidad de la zarza, porque
en la trenzada violencia de sus espinas quiso anidar el amor.
Dice
también la Escritura que en tiempos de Noé, cuando Dios quiso purificar el
mundo, abrió las compuertas del cielo e hizo llover el diluvio. Noé se refugió
en el arca, junto con todas las creaturas que Dios quiso preservar. Cuando
llegó el tiempo en que el diluvio cesó, después de una cuaresma, Noé abrió una
ventana y envió un cuervo, imagen de los contritos de corazón, que al no
encontrar donde posarse volvió al corazón del arca. Entonces envió Noé una
paloma, que representaba a los puros de corazón, y que tampoco halló donde
posarse y volvió para que, apoyada en el brazo firme de Noé, pudiera entrar de
nuevo en el arca. Siete días después, envió Noé de nuevo una paloma que luego
volvió con una hoja de olivo en el pico, signo de la paz de Dios.
Voló el
curso de los tiempos, hasta que un día un hombre volvía del campo, un cierto
Simón de Cirene. Y es que el campo representa místicamente al mundo. Apareció
cargando con Cristo la cruz de nuestra salvación. De él era imagen la paloma
que habría de volar por los campos del tiempo y del mundo, y en él ahora volvía
al arca santa, no ya con una hoja de olivo, sino trayendo consigo la vara
maestra para construirle un nido al amor.
Una
multitud con ramos de olivo y hojas de palmera trenzaron y trenzan hoy el nido
del amor. Hoy el amado vuela del desierto para anidar con su amada en el santo
paraíso de su pasión, desplegando para ella todas las riquezas de su amor. Entregándose
al sueño de la muerte, el amado reposa como manojo de mirra en el corazón de la
amada Iglesia, exhalando tesoros de gracia y misericordia.
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