Dominica
XXXII per annum
Sucedió que los
príncipes habían dado un edicto para que los hijos de los veteranos fueran alistados en el ejército. Martín desde los diez años escapó de su casa para ir
a la Iglesia y pidió ser catecúmeno. A los doce años ya quería ir al
desierto y abrazar la vida monástica. Pero por ese edicto a los quince años fue
enrolado en el ejército. Cuenta Sulpicio Severo que en una ocasión Martín iba de camino
cabalgando. Enrolado en la milicia, aún no había abrazado la vida monástica, pero ya su corazón ardía
de caridad cristiana. Se encontró entonces a un pobre sin cobijo que pedía
limosna tumbado en el suelo. Movido a compasión, no teniendo a la
mano más que sus armas, tomó la espada y dividió en dos partes su manto. Era invierno.
Esa misma noche en sueños supo San Martín que era el mismo Cristo quien le había
suplicado. Vio en sueños al Señor vestido con el trozo de capa con que Martín
había cobijado al pobre. Y escuchó al Señor que hablaba a una multitud de
ángeles: «Martín, siendo apenas
catecúmeno me ha cubierto con este vestido». Así el
Señor mostraba cuánta estima tiene de quienes recuerdan sus palabras: «Lo que
hicieron a uno de estos pequeños a mí me lo hicieron». Por eso proclamó con
toda verdad haber recibido el vestido en la persona del pobre.
Hoy hemos
visto a Jesús sentado frente a la alcancía del templo, como verdadero Dios.
Pocas veces pensamos que la alcancía del templo sea un lugar cerca del cual
Dios podría estar sentado. El botecito del pobre, la mano de la viuda, la alcancía
del templo, podrían incluso parecer cosas sucias. Y sin embargo allí enfrente
estaba Jesús sentado como juez supremo y juzgó que muchos echaban allí de lo
que tenían en abundancia. Pero una mujer viuda echó mucho más porque lo dio
todo. Eran dos moneditas que se revolvieron con las tantas otras monedas que
mantendrían el decoro del templo. Pero la pobre mujer viuda ya no mezclaría con
nada su vida. No había adquirido con ellas sino la mirada de Jesús y mañana no
podría llamar ya a la puerta de ningún comerciante. En un gesto incomprensible
había dejado en una gran alcancía todo lo que tenía para vivir. Dios no hace
descuentos. Sin embargo, pensando en lo que sucedió al otro día, creo que, en el
monedero de aquella pobre mujer viuda, buscando tantito, hurgando un poco, siempre
habrá otras dos moneditas de muy poco valor que son todo lo que tiene para
vivir. Esa gente de corazón grande suele encontrar muy pronto otra vez algo para
vivir.
Mi madre
solía presumir mucho de sus hijos. Y cuando caía en la cuenta de que ya estaba
exagerando, pues entonces solía contar que hubo una vez una zarigüella, una
simpática tlacuachita, que tenía muchos hijitos. Como se le perdiera uno,
recorrió el bosque buscándolo por doquier. Y a cuantos animalitos encontraba
les preguntaba: «¿Acaso han visto a mi
hijito?» Y a todos se lo describía con tanta gracia: «Tiene unos ojitos muy
brillantes como azabache y vivarachos como luceros, sus pelitos muy bien
ordenados y una colita de lo más tierna, además mi pequeño huele a bebé».
Hasta que un sabio búho encontró al tlacuachito y al entregarlo a su madre le
dijo: «He encontrado este animalejo con cara de sabandija, cola pelada y muy
maloliente. Pero, bueno, ¿qué no dirá de su hijo una madre?»
Cuando
somos ordenados sacerdotes el obispo unge nuestras manos con el santo crisma,
óleo perfumado de la caridad del Señor. Sequé mis manos con borra de algodón
que he guardado todo este tiempo. El día en que mi madre partió a la presencia
de Dios corté un pedazo y lo puse en sus manos, para que cuando llegara ante el
Señor se lo entregara como su monedita en la alcancía del cielo. Y pudiera
decir orgullosa: «Señor, acuérdate de aquella historia: ¡Qué no dirá de su hijo
una madre!»
¡Busque
cada quien en el monedero de su corazón las dos moneditas que bastan para
vivir, para dar la vida, para entregarlas orgullosos y confiados en la alcancía
del cielo!