domingo, 11 de noviembre de 2018

"... hæc vero de penuria sua omnia, quæ habuit, misit, totum victum suum"


Dominica XXXII per annum

Sucedió que los príncipes habían dado un edicto para que los hijos de los veteranos fueran alistados en el ejército. Martín desde los diez años escapó de su casa para ir a la Iglesia y pidió ser catecúmeno. A los doce años ya quería ir al desierto y abrazar la vida monástica. Pero por ese edicto a los quince años fue enrolado en el ejército. Cuenta Sulpicio Severo que en una ocasión Martín iba de camino cabalgando. Enrolado en la milicia, aún no había abrazado la vida monástica, pero ya su corazón ardía de caridad cristiana. Se encontró entonces a un pobre sin cobijo que pedía limosna tumbado en el suelo. Movido a compasión, no teniendo a la mano más que sus armas, tomó la espada y dividió en dos partes su manto. Era invierno. Esa misma noche en sueños supo San Martín que era el mismo Cristo quien le había suplicado. Vio en sueños al Señor vestido con el trozo de capa con que Martín había cobijado al pobre. Y escuchó al Señor que hablaba a una multitud de ángeles: «Martín, siendo apenas catecúmeno me ha cubierto con este vestido». Así el Señor mostraba cuánta estima tiene de quienes recuerdan sus palabras: «Lo que hicieron a uno de estos pequeños a mí me lo hicieron». Por eso proclamó con toda verdad haber recibido el vestido en la persona del pobre.
Hoy hemos visto a Jesús sentado frente a la alcancía del templo, como verdadero Dios. Pocas veces pensamos que la alcancía del templo sea un lugar cerca del cual Dios podría estar sentado. El botecito del pobre, la mano de la viuda, la alcancía del templo, podrían incluso parecer cosas sucias. Y sin embargo allí enfrente estaba Jesús sentado como juez supremo y juzgó que muchos echaban allí de lo que tenían en abundancia. Pero una mujer viuda echó mucho más porque lo dio todo. Eran dos moneditas que se revolvieron con las tantas otras monedas que mantendrían el decoro del templo. Pero la pobre mujer viuda ya no mezclaría con nada su vida. No había adquirido con ellas sino la mirada de Jesús y mañana no podría llamar ya a la puerta de ningún comerciante. En un gesto incomprensible había dejado en una gran alcancía todo lo que tenía para vivir. Dios no hace descuentos. Sin embargo, pensando en lo que sucedió al otro día, creo que, en el monedero de aquella pobre mujer viuda, buscando tantito, hurgando un poco, siempre habrá otras dos moneditas de muy poco valor que son todo lo que tiene para vivir. Esa gente de corazón grande suele encontrar muy pronto otra vez algo para vivir.
Mi madre solía presumir mucho de sus hijos. Y cuando caía en la cuenta de que ya estaba exagerando, pues entonces solía contar que hubo una vez una zarigüella, una simpática tlacuachita, que tenía muchos hijitos. Como se le perdiera uno, recorrió el bosque buscándolo por doquier. Y a cuantos animalitos encontraba les preguntaba: «¿Acaso han visto a  mi hijito?» Y a todos se lo describía con tanta gracia: «Tiene unos ojitos muy brillantes como azabache y vivarachos como luceros, sus pelitos muy bien ordenados y una colita de lo más tierna, además mi pequeño huele a bebé». Hasta que un sabio búho encontró al tlacuachito y al entregarlo a su madre le dijo: «He encontrado este animalejo con cara de sabandija, cola pelada y muy maloliente. Pero, bueno, ¿qué no dirá de su hijo una madre?»
Cuando somos ordenados sacerdotes el obispo unge nuestras manos con el santo crisma, óleo perfumado de la caridad del Señor. Sequé mis manos con borra de algodón que he guardado todo este tiempo. El día en que mi madre partió a la presencia de Dios corté un pedazo y lo puse en sus manos, para que cuando llegara ante el Señor se lo entregara como su monedita en la alcancía del cielo. Y pudiera decir orgullosa: «Señor, acuérdate de aquella historia: ¡Qué no dirá de su hijo una madre!»

¡Busque cada quien en el monedero de su corazón las dos moneditas que bastan para vivir, para dar la vida, para entregarlas orgullosos y confiados en la alcancía del cielo!

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