Dominica
XXXI per annum
Dios puso en primer lugar el mandamiento del amor a él mismo
sobre todas las cosas. En segundo lugar puso el mandamiento de amar al prójimo como a sí mismo. Pero lo cierto es que nadie puede amar a Dios a quien no
ve, sin antes amar a su prójimo. Es decir, para cumplir el primer mandamiento hay que cumplir primero el segundo. Es algo así como el viejo enigma que enervó a
algunos filósofos: ¿qué fue primero, la gallina o el huevo? Y quien resuelve este enigma no está lejos del reino de Dios.
Sobre el punto
hay infinidad de opiniones aunque básicamente sólo haya dos, porque sólo se
trata de una gallina y de un huevo. Y uno de los dos ha de ser primero. Hace algunos años unos artistas crearon un extraño
cortometraje. Un cerdito se levanta como todas las mañanas, ajusta las mancuernillas
de su saco, que curiosamente tienen forma de huevo frito, y va a su restaurante
de todos los días. Toma su orden de huevos fritos, y su malteada con un par de
huevos batidos. Y repite la orden varias veces. Hasta que, satisfecho, a punto
de retirarse del restaurante, le sucede algo inesperado. Aparece una hermosa
gallinita, fina y delicada, en el restaurante. Era tan bonita que le pareció al
puerquito que era la prueba de que Dios existe. No sin antes caerse del
banquito, el cerdito se acercó a ella y quitándose su sombrero le ofreció una
margarita, de esas que enamoran y que muchas veces están en las mesas de los
restaurantes, por cualquier cosa.
Se fueron al
cine a comer palomitas de maíz, y luego comieron mazorcas en el parque, aunque
los picotazos inciertos de la delicada gallinita pronto llenaron de pedacitos
de elote la cara y el saco de nuestro
puerquito. Hicieron fotos juntos. Pero la prueba más fuerte llegó cuando volvieron
al restaurante. Mientras degustaban una entrada de elotes amarillos maduritos
relucientes de mantequilla, una gran platada de huevos con dos yemas
redonditas, tiernas, aún en movimiento, pasaron frente a nuestro puerquito que adoraba
los huevos. Era adicto a ellos, tenía que reconocerlo. Trató de mirar a otro
lado. Y sus ojos tropezaron con la tierna margarita del restaurante, de esas
margaritas que enamoran y que muchas veces están en las mesas de los
restaurantes, por cualquier cosa, y que también tenía forma de… ¡huevo
estrellado!
Estaba
desesperado y ansioso. Así que cuando la gallinita, que de por sí se dormía
tempranito, se acurrucó para dormir, se fue para asaltar el restaurante. Calientito
y todo con pijama, nuestro puerquito abrió cuidadosamente la puerta del
restaurante y comenzó a prepararse todos los huevos que encontró a la mano…
bueno, a la pata. Y aspirando el delicado perfume de claras fritas y tiernas
yemas, recordó al ver una margarita en la mesa todo el amor que tenía por la
gallinita. Vio la primer foto y sintió en su corazón que había resuelto el
enigma que hizo temblar a biólogos y filósofos: era primero la gallina y no el
huevo. Al amanecer,
cuando despertó la gallinita, el puerquito no estaba en la cama junto a ella.
Había dejado un gran vacío. Pero un rico olor a elotes con mantequilla desde la cocina vino a
darle los buenos días.
Queridas hijas,
queridos hijos. En la Regla de San Benito hay una conocida frase que aprendí
hace muchos años: «No anteponer nada a
Cristo». Cuando era novicio
me di cuenta que la frase en realidad viene de Cipriano. El texto de Cipriano
dice: «Los que hemos sido redimidos
y vivificados con la sangre de Cristo, nada debemos anteponer a Cristo porque
tampoco él nada antepuso a nosotros». La frase de
San Cipriano me parece bella, incluso más bella que la de San Benito. Y me
preguntaba por qué Benito había recortado una frase tan bella. Con los años me
di cuenta que Cristo sí antepuso algo entre él y cada uno de nosotros. Antepuso
al hermano. Y nadie puede aspirar seriamente a la vida eterna si no piensa
también en sus hermanos. El amor nos recuerda que fue primero la gallina y no
el huevo. Porque la libertad está antes que nuestras dependencias y
necesidades. El amor nos enseña que nadie puede pensar que ha amado a Dios si
de verdad no ha amado a su prójimo hasta hacer del otro alguien mejor, alguien
más elevado. Y que hay que sobreponer al tú por encima del yo para alcanzar
juntos el cielo, porque no se va solos a la vida eterna. Por eso el amor es una
elección que lleva consigo también muchas renuncias. No se hace de una sola
renuncia, sino de muchas, a veces tantas como instantes tiene el tiempo. Y es
precisamente la renuncia que Dios acoge lo que puede hacer eterno el amor, como
todo sacrificio. «Tienes razón cuando
dices que el Señor es único y que no hay otro fuera de él, y que amarlo con
todo el corazón, con toda el alma, con todas las fuerzas, y amar al prójimo
como a uno mismo, vale más que todos los holocaustos y sacrificios».
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