Feria VI in parasceve
Fíjate
bien, cuando Adán pecó contra Dios, lo hizo por desobediencia, comiendo del
fruto del árbol que Dios le había prohibido comer. Dice la Escritura que el
fruto les pareció «agradable a los ojos y útil para adquirir sabiduría». De
este modo, el pecado encontraba ventaja en la vista, el olfato y el gusto. Y
pues, al extender la mano hacia el fruto funesto, el tacto se despojaría de su
dignidad. Sólo el oído permanecería intacto, y por eso el diablo, enemigo de
todo lo bueno, quiso hablar al oído de los primeros padres para que el pecado
comenzara justo por el sentido que pudo permanecer inocente.
El Señor en
la cruz nos ha dado a gustar el fruto más excelente de su obediencia al Padre.
Él, el Pan de la vida, quiso ser para salvarnos fruto de obediencia. «Sin
figura, ni belleza, lo vimos sin aspecto atrayente, despreciado y evitado por todos,
varón de dolores, acostumbrado a sufrimientos, uno ante el cual se aparta la
mirada, despreciado y humillado». Y así, no teniendo nada atrayente, el fruto
que nos sana habló en el sagrado púlpito de la cruz al oído de nuestro corazón,
para sanar así con la suavidad de sus palabras, la grave herida que un día
infligiera en el oído humano la voz mentirosa del diablo. Y con la suavidad de
sus palabras no deja de atraernos al amor de su belleza escondida, pues con
toda verdad él había dicho de esta hora «cuando yo sea elevado sobre la tierra,
atraeré a todos hacia mí».
Dice la
Escritura que el fruto del árbol de la desobediencia, pareció a los primeros
padres «útil para adquirir sabiduría». Y, en efecto, por tratarse del árbol del
conocimiento del bien y del mal nos proporciona una sabiduría que es más bien
estulticia e insensatez. Pues desde entonces conocer el mal nos da un remedo de
sabiduría, como quien se vuelve experto en mentir, hábil en cometer crímenes,
astuto para hacer fraudes, sabio por su propia experiencia del mal. Así, en la
cruz, toda la industria y esfuerzo humanos se comprometían a fingir sabiduría,
mientras se realizaba la locura de crueldad más grande que el mundo haya
conocido, la fiebre de odio que recogía en sí misma todos los siglos de
nuestros pecados. Y en nuestra locura de pecar y blasfemar contra Dios sólo la
palabra del Señor se elevaba desde la cruz con sabiduría y sensatez:
«Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen»
Fíjate bien
y pon atención para que mejor comprendas los divinos misterios. Cuando el Señor
fue bautizado por Juan en el Jordán, se sumergió el Señor en las aguas, no para
ser lavado por ellas, él que es la cabeza de la Iglesia. Por así decirlo, él
lavaba las aguas y las santificaba místicamente para que concibieran el poder
de santificar. Con toda verdad Malaquías profeta anunció este día diciendo:
«¿Quién podrá soportar el día de su venida?¿Y quién podrá mantenerse de pie
cuando él aparezca? Él es como fuego de fundidor y como lejía de lavanderos». Así,
todos nosotros, que somos miembros de su Cuerpo, hemos sido lavados por las
aguas que lavó él, nuestra cabeza.
Y algo así
ha sucedido también cuando el Señor oró en el huerto de los olivos. Con su
oración Cristo santificó el óleo que se esconde en el duro corazón de las
olivas. Por eso el Jueves Santo el obispo en la Iglesia bendice el óleo con que
se ha de ungir el pecho y la espalda de los catecúmenos para impedir el paso al
demonio y hacer de ellos un templo grato a Dios. Cristo, nuestro obispo,
consagra también con su oración en el huerto de los olivos el Crisma indeleble
que nos hace nación santa, linaje escogido, sacerdocio regio, según lo había
anunciado David en su salmo cuando dijo: «me unges la cabeza con perfume», y bendice
también con su oración el óleo de consuelo que conforta y sella el final de
nuestras vidas.
Y para
instruirnos mejor acerca de este misterio, el Señor invitó al buen ladrón a
entrar en su gozo. Ungía con la fe el pecho del ladrón que renunciaba a Satanás
y a sus obras y la espalda con que cargaba su cruz para seguirlo, y lo
convertía así en templo del Espíritu Santo. Lo ungía con su Crisma, marcándolo
con el sello indeleble de la redención, el sello «más fuerte que la muerte», ese
sello que resplandece ante los ojos de los serafines y abre las puertas del
cielo a quienes lo conservan luminoso como lámpara encendida. Y ungió también
con el óleo de sus dolores la muerte que el ladrón completaba junto con el
Señor.
Cristo
nos nutre, nos limpia y perfuma con el óleo de su alegría, preparado en el
huerto secreto de su oración y cosechado a través del dolor. Y este óleo santo nos hace pasar como
ladrones bienaventurados del huerto de los olivos al huerto del paraíso, a
través de la puerta angosta que es la cruz. Por eso el Señor dijo al buen
ladrón:
«Hoy estarás conmigo en el paraíso»
Y no
hay ninguna tribulación ni estrechez en la cruz que no haya sido atravesada
también por Cristo. Porque la cruz es la forma y medida de su amor. En ella
—como en todos los misterios de la vida santísima de nuestro Señor— brilla como
antorcha la claridad con que Dios nos ama y nos conoce. «En el pesebre, en la cruz, en la gloria eterna del Padre, Cristo ve ante
sus ojos y tiene a sí unidos a todos los miembros de la Iglesia con mucha más
claridad y mucho más amor que una madre conoce y ama al hijo que lleva en su
regazo».
Por ello, la suerte de los mártires, los dolores de su Iglesia, no pueden ser
ajenos a la pasión del Señor, pues en verdad él tuvo una inmensa solidaridad
con los miembros de su cuerpo místico, cuando sin herida aparente derramó
sangre en Getsemaní, padeciendo en anticipo cuanto habrían de padecer sus
mártires y todos sus fieles. Y así, él era ya en Getsemaní apedreado en
Esteban, crucificado en Pedro, decapitado en Pablo, quemado en Lorenzo, odiado
en cada uno de sus hermanos, frutos nuevos de su Pasión, testigos de su sangre
y de su amor. Porque con toda verdad uno de los Padres enseña que «éste es el
que tuvo que sufrir mucho y en muchas ocasiones: el mismo que fue asesinado en
Abel y atado de pies y manos en Isaac, el mismo que peregrinó en Jacob y fue vendido
en José, expuesto en Moisés y sacrificado en el cordero, perseguido en David y
deshonrado en los profetas. Éste es el que se encarnó en la Virgen, fue colgado
del madero y fue sepultado en tierra, y el que, resucitado de entre los
muertos, subió al cielo». Antes, pues, de ser clavado con clavos, él
ya estaba unido a nosotros por el amor, crucificado en la cruz de nuestra carne
por su misericordiosa encarnación.
«–Mujer, ahí tienes a tu hijo. –Ahí tienes a tu madre»
¿Cómo habría
podido la Virgen Madre contemplar a su Hijo amado muriendo en una cruz, sin
enloquecer de terror ante toda la maldad de que el corazón humano puede ser
capaz? ¿Cómo habría podido sentir compasión de nosotros que extraviamos en la
muerte al Hijo que ella con tanto amor dio al mundo? ¿Cómo habría soportado
tanta pena si no fuera porque su corazón recibía todo de la mano de Dios y de
su amada voluntad? En verdad, nunca hubo tanto dolor porque nunca hubo tanto amor,
pues que es gloria del amor adornarse de dolor y el amor crece cuando el dolor
lo ensancha. Dios es un viñador amoroso que limpia los sarmientos para que den
más fruto. Pero María ya había dado el fruto más excelente. ¿Qué necesidad
había de dolor? Sin embargo, quiso Dios hacerla experimentar el dolor de perder
a Dios, el dolor de no poder estrecharlo entre sus brazos. Quiso hacerla probar
tan grande dolor para aumentar el brillo de los méritos de su amor. El dolor de
María no era por el peso del pecado—ella que había sido concebida sin pecado—;
su dolor era por la gloria del amor.
La tarde en que
murió Jesús la mirada de la Madre buscó en la caravana de nuestra crueldad.
Buscó en nuestros corazones y en nuestras miradas un signo del amor y la
compasión que él enseñó. Pero esa tarde lo perdimos todo. Y esa pérdida resume
todos los momentos de nuestra vida en que nos hemos sentido lejos de Dios.
Cristo muere en esta tarde y nuestro corazón llora por él, como se llora por el
Hijo único, como se llora por el amigo del corazón, como se llora por el amor
del alma. Y nuestro llanto es llanto de asesinos. Él murió por nosotros. Murió
porque su amor no soportó nuestras lejanías, esas distancias infinitas que
llamamos pecados.
La Virgen Madre
lo busca entre nosotros y se compadece de nuestras miradas despiadadas, de
nuestras crueles manos que taladran vidas, de nuestros pasos que caminan sin
Dios, de nuestros corazones que matan. Ella nos toma por hijos mientras su Hijo
se ocupa de las cosas de su Padre, clamando como zarza que arde sin querer
consumirse:
«Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?»
El bendito
cuerpo del Señor gozó desde su encarnación de impasibilidad. Era libre ante el
dolor. Ninguna debilidad ni enfermedad podía vencer al que es la salud y la
vida de todos. Por tanto, él quiso morir de amor, de sacrificio, porque para
ello había nacido. Ningún dolor podía sobrevenirle al Señor si él no lo quería.
Y, aunque sabemos que algunos hombres pueden aliviar sus dolores con el
esfuerzo de sus mentes, Cristo no lo quiso así para su pasión. Quiso que su
dolor fuera el más grande del mundo. Él, cuya alma y cuyos miembros de su
cuerpo habían sido creados con inigualable perfección, tenía una sensibilidad
más perfecta que la de cualquier otro hombre. Y, dado que ninguna enfermedad
era digna del dolor más grande del mundo, Cristo deseó cumplir los sufrimientos
de su pasión en la divina liturgia, pues nada más digno halló de ellos. Por
eso, cuando las tinieblas lo invadieron todo, solemnemente recitó las palabras
del Salmo: «Dios mío, Dios mío,
¿por qué me has abandonado?» Y, sabiendo que esta profecía del
salmista podía acarrear incomprensión y turbación, por ir acompañada de
tinieblas, mostró desde la cruz su verdadero sentido. Por su encarnación se
unió el Hijo eterno del Padre a nuestra naturaleza humana. Su cuerpo y su alma
estuvieron y estarán por siempre unidos a su persona divina, sin experimentar
jamás el abandono de Dios. ¿De qué abandono hablaba entonces el salmista? ¿Cuál
abandono experimentaría el verdadero Salmista en la cruz? Un Maestro enseña que
hablaba del abandono de la protección, pues al renunciar el Señor a protegerse
a sí mismo de la crueldad de sus verdugos, se abandonaba a sí mismo a los
dolores de su pasión que bien podía haber evitado por su impasibilidad soberana
y se sumergía en el sueño de la muerte. Y no pronunció el Señor estas palabras
como regateando el dolor. Más bien, al adentrarse en la oscuridad de la muerte,
como un atleta enardecido clamaba al Padre: «Padre, por qué la muerte ponen fin
a la ocasión de padecer por amor a tu voluntad y por caridad con mis hermanos?
¿Por qué termina en el tiempo el dolor que he encendido con amor eterno? ¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?»
Del mismo modo,
al agotarse el agua, el cuerpo de los hombres desfallece y experimentan la sed
como un deseo muy profundo de renovarse y vivir. Por eso, el Señor al acercarse
el final de su sacrificio, habló de su sed, de su deseo de refrescar su cuerpo
para continuar su amor. Aquel que se entrega en nuestros labios diciendo: «Tomen y beban», dice
también:
«Tengo sed»
Con razón dice
la amada en el Cantar: «Reanímenme
con pasteles de pasas, reconfórtenme con manzanas, porque me muero de amor». Fíjate bien que la amada, son aquellos que en la Iglesia quieren
vivir como él murió. Y la amada pide pasteles de pasas, pues las pasas no son sino
uvas que se han secado rápidamente para que no experimenten corrupción alguna.
La amada no pide bebida alguna porque rechaza las aguas amargas de la duda y la
tentación. Ha bebido sólo el vino del amor. Por eso dice también en el Cantar: «Son mejores que el vino tus amores, tu nombre es perfume
derramado, por eso te aman las vírgenes». Pues el amado tampoco tiene sed de aguas amargas de duda y
tentación. Sólo tiene sed de amores, de corazones virginales que lo aman. Y la
amada se nutre de perfumes que sanan la pestilencia de la muerte. Así, el fruto
del árbol de la vida es Cristo en la cruz, plantado en el corazón de su amada
Iglesia, su hermana y Madre. Él es lo «que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos
visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado y palpado con nuestras manos». Él es el fruto que deleita la visión espiritual, refresca la sed
de amor y perfuma el olfato virginal.
Dice la
Escritura que con el dinero que Judas devolvió, los sacerdotes compraron el
Campo del Alfarero, también llamado Campo de Sangre porque el color de su barro
era rojo, como el barro del que Dios había modelado al Adán en el principio.
Así Dios modelaba de nuevo al hombre con sus manos. Y una vez restaurados su
sentidos espirituales, infundió en él un espíritu nuevo.
Por eso el Señor
dijo:
«Padre, en tus manos encomiendo mi Espíritu»
Y así entregaba su
amor y su vida en la nueva vasija de barro que el amor de Dios modelaba con su
barro. Fíjate bien y no te distraigas. Dice la Escritura que en una ocasión,
cuando la reina Ester se presentó delante del rey Asuero para abogar por su
pueblo, el rey le dijo: «Qué es lo que
tienes reina Ester, ¿Cuál es tu petición? La mitad de mi reino se te dará». Y es que nuestro Señor es rey de justicia y de misericordia.
Pero María sólo tiene la mitad de su reino. Ella no juzga, sólo se compadece.
Por eso, antes de llegar ante el juez eterno, aplica el remedio del Doctor que
te aconseja: «Si se levanta la
tempestad de las tentaciones, si caes en el abismo de las tristezas, eleva tus
ojos a la Estrella del mar. Invoca a María. Si te golpean las olas de la
soberbia, de la maledicencia, de la envidia, mira a la Estrella, invoca a María.
Si la ira, la avaricia, la sensualidad quieren hundir la barca de tu espíritu,
levanta los ojos de la fe, mira la Estrella, invoca a María. Si ante el
recuerdo desconsolador de tus muchos pecados y de la severidad de Dios, sientes
que vas hacia el abismo del desaliento y de la desesperación, lánzale una
mirada a la Estrella del cielo y rézale a la Madre de Dios. En medio de tus
peligros, de tus angustias, de tus dudas, piensa en María, invoca a María. El
pensar en ella y el invocarla, sean dos cosas que no se aparten nunca ni de tu
corazón ni de tus labios».
Y en verdad
te digo que también el Señor, luego de entregar su Espíritu en las manos del
Padre, sabiendo que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre,
sabiendo que el Padre había puesto en sus manos todas las cosas, que había
salido de Dios y a Dios volvía, miró la Estrella. Miró a María y complacido
exclamó amando hasta el extremo:
«Todo está
cumplido». Todo está cumplido en el amor.
Virgen Madre,
ruega Dios por mí, pecador. Salve, remedio eficaz de mi carne. Salve, plegaria
ante el juez verdadero. Salve, orgullo glorioso de sacros ministros. Dignare me laudare te Virgo sacrata, da mihi
virtutem contra hostes tuos.
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