domingo, 28 de abril de 2019

"Ostendit eis manus et latus. Gavisi sunt ergo discipuli, viso Domino"

Dominica in albis

Normalmente todas nuestras heridas vienen de dos causas. La primera es la entrega con que nos apasionamos en la vida, como el niño y el joven se hieren una y otra vez mientras aprenden a caminar, a correr, a luchar, a ganar. El esfuerzo nos esculpe, nos perfecciona, pero también abre nuestras ínfimas grietas que con el tiempo nos desmoronan.
Hay algo más que nos hiere y tal vez sea lo más doloroso para nosotros y es todo aquello que exige de nosotros resignación porque no pide permiso. Muchas cosas llegan a nuestras vidas y nos golpean, la violencia, la maldad, la incomprensión, la enfermedad, sin que podamos esquivarlas. Nuestra piel se marca por la herida causada por una imprudencia inesperada; los juegos políticos resquebrajan los ideales; la vejez y nuestras más íntimas herencias familiares nos doblan de achaques.
También sucedió así en la pasión del Señor. Él era un guerrero, un atleta apasionado. Y por eso sus heridas eran fruto de su entrega. Ni el peso de la cruz, ni la crueldad de los clavos, ni su abandono a la voluntad del Padre fueron algo ajeno a su entrega ardiente y amorosa. Dio paso hacia la muerte porque quiso. Al mismo tiempo Cristo sufría injustamente las voces de aquellos que sin amar la verdad lo llamaron impostor, la oscura noche de los corazones de sus amigos que lo abandonaban, la vida pecaminosa de todos aquellos que lo condenaban a muerte, además de la inflexible fuerza del clavo y la violencia de los azotes y tormentos. Aun cuando un ejército de ángeles a su servicio pudo haberlo librado si así él lo hubiera querido, él quiso, por así decirlo, ser atropellado irremediablemente por el mal.
Sabemos bien que él gozó toda su vida de la visión del Padre, que es la felicidad de los santos. Digamos que interiormente tenía siempre a la mano todo cuanto puede hacer dichoso a alguien de modo sobrenatural. Sin embargo, un célebre predicador enseña que ya pensando seriamente nos es más fácil pensar en Jesús como el varón de dolores y el siervo sufriente que profetizó Isaías que entender cómo pudo haber alegría en una vida como la suya.
Tal vez la corona de espinas mostró por unas horas algo que siempre sucedió en la vida del Señor. Él y sólo él, que no conoció pecado, conocía como verdadero Dios el horror del pecado, la maldad que lo mueve, incluso sin que los que pecamos podamos ver ni entender. Ante sus ojos, la maldad y el pecado fueron toda su vida dolorosas espinas. Y el que es la Verdad no podía disimular ni recurrir al engaño o a una falsa esperanza.
A veces, por ejemplo, cuando temes que la maldad de un criminal o de alguien malvado pueda golpearte, pues esperas que cambie de parecer o se conmueva. Pero el Señor supo siempre cuántas traiciones serían irreversibles en su vida, que el martillo no se detendría, y que ni la ciega lanza daría marcha atrás ante un corazón ya crispado de tanto amor y dolor.
Y con todo, las llagas del Señor son una ventana. Su cuerpo lo es. Y como toda ventana pertenece tanto a la habitación como al jardín y al exterior, así sus llagas pertenecen a nuestra maldad y a su gloria, pertenecen a nuestra incredulidad y a su verdad, pertenecen al amor y al gozo, al tiempo y a la eternidad, como todo su cuerpo.
Tomás llevaba las negras llagas de su incredulidad, de su desesperación, en sus dedos, en sus manos. Pero sobre todo en su alma. Y con esas negras llagas tocó las llagas que no guardan rencor, atravesó la ventana de la libre felicidad de Dios. Y la luz de la fe asomó risueña a través de esas llagas gloriosas, pues «Dios, que ha hecho brillar la luz en las tinieblas, ha hecho brillar su luz en nuestros corazones para que conociéramos la gloria de Dios que resplandece en el rostro de Cristo».

Ninguna otra luz puede iluminar nuestras llagas más que la que viene de la felicidad del Señor. Esa felicidad que hacía luminosa cada herida que nuestras faltas e incredulidades abrieron en su alma y en su carne mientras estuvo entre nosotros. Esa felicidad que se cuela a través de la ventana de sus llagas es lo único que puede sanar las nuestras. Por eso nosotros, edificados en la roca de la fe que es Cristo, esculpidos por su pasión, nutridos con su cuerpo, abramos las ventanas de nuestras heridas, para que la luz del gozo divino llene nuestros corazones con la belleza de su claridad.

Pastor bueno, acuérdate de este día, que tú hiciste, consagrado con tu gloriosa resurrección. No tengas en cuentas mis pecados, oh Bueno, y guíame por los senderos de la vida, para que tu pueblo se alegre contigo. Consérvame perpetuamente, oh Santo, en el honor de tu santo servicio y en el temor de tu Nombre, tú que brillas sereno, inmortal y glorioso, por los siglos de los siglos.

1 comentario:

  1. Me quedo con la idea inicial del sufrimiento con el cual tendríamos que madurar.

    Un saludo y abrazo cordial Padre.

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