Dominica
in albis
Normalmente
todas nuestras heridas vienen de dos causas. La primera es la entrega con que
nos apasionamos en la vida, como el niño y el joven se hieren una y otra vez
mientras aprenden a caminar, a correr, a luchar, a ganar. El esfuerzo nos
esculpe, nos perfecciona, pero también abre nuestras ínfimas grietas que con el
tiempo nos desmoronan.
Hay algo más que
nos hiere y tal vez sea lo más doloroso para nosotros y es todo aquello que
exige de nosotros resignación porque no pide permiso. Muchas cosas llegan a
nuestras vidas y nos golpean, la violencia, la maldad, la incomprensión, la
enfermedad, sin que podamos esquivarlas. Nuestra piel se marca por la herida
causada por una imprudencia inesperada; los juegos políticos resquebrajan los
ideales; la vejez y nuestras más íntimas herencias familiares nos doblan de
achaques.
También sucedió así
en la pasión del Señor. Él era un guerrero, un atleta apasionado. Y por eso sus
heridas eran fruto de su entrega. Ni el peso de la cruz, ni la crueldad de los
clavos, ni su abandono a la voluntad del Padre fueron algo ajeno a su entrega
ardiente y amorosa. Dio paso hacia la muerte porque quiso. Al mismo tiempo
Cristo sufría injustamente las voces de aquellos que sin amar la verdad lo llamaron
impostor, la oscura noche de los corazones de sus amigos que lo abandonaban, la
vida pecaminosa de todos aquellos que lo condenaban a muerte, además de la
inflexible fuerza del clavo y la violencia de los azotes y tormentos. Aun
cuando un ejército de ángeles a su servicio pudo haberlo librado si así él lo
hubiera querido, él quiso, por así decirlo, ser atropellado irremediablemente
por el mal.
Sabemos bien que
él gozó toda su vida de la visión del Padre, que es la felicidad de los santos.
Digamos que interiormente tenía siempre a la mano todo cuanto puede hacer
dichoso a alguien de modo sobrenatural. Sin embargo, un célebre predicador
enseña que ya pensando seriamente nos es más fácil pensar en Jesús como el
varón de dolores y el siervo sufriente que profetizó Isaías que entender cómo
pudo haber alegría en una vida como la suya.
Tal vez la
corona de espinas mostró por unas horas algo que siempre sucedió en la vida del
Señor. Él y sólo él, que no conoció pecado, conocía como verdadero Dios el
horror del pecado, la maldad que lo mueve, incluso sin que los que pecamos
podamos ver ni entender. Ante sus ojos, la maldad y el pecado fueron toda su
vida dolorosas espinas. Y el que es la Verdad no podía disimular ni recurrir al
engaño o a una falsa esperanza.
A veces, por
ejemplo, cuando temes que la maldad de un criminal o de alguien malvado pueda
golpearte, pues esperas que cambie de parecer o se conmueva. Pero el Señor supo
siempre cuántas traiciones serían irreversibles en su vida, que el martillo no
se detendría, y que ni la ciega lanza daría marcha atrás ante un corazón ya
crispado de tanto amor y dolor.
Y con todo, las
llagas del Señor son una ventana. Su cuerpo lo es. Y como toda ventana
pertenece tanto a la habitación como al jardín y al exterior, así sus llagas
pertenecen a nuestra maldad y a su gloria, pertenecen a nuestra incredulidad y
a su verdad, pertenecen al amor y al gozo, al tiempo y a la eternidad, como
todo su cuerpo.
Tomás llevaba
las negras llagas de su incredulidad, de su desesperación, en sus dedos, en sus
manos. Pero sobre todo en su alma. Y con esas negras llagas tocó las llagas que
no guardan rencor, atravesó la ventana de la libre felicidad de Dios. Y la luz
de la fe asomó risueña a través de esas llagas gloriosas, pues «Dios,
que ha hecho brillar la luz en las tinieblas, ha hecho brillar su luz en
nuestros corazones para que conociéramos la gloria de Dios que resplandece en
el rostro de Cristo».
Ninguna
otra luz puede iluminar nuestras llagas más que la que viene de la felicidad
del Señor. Esa felicidad que hacía luminosa cada herida que nuestras faltas e
incredulidades abrieron en su alma y en su carne mientras estuvo entre
nosotros. Esa felicidad que se cuela a través de la ventana de sus llagas es lo
único que puede sanar las nuestras. Por eso nosotros, edificados en la roca de
la fe que es Cristo, esculpidos por su pasión, nutridos con su cuerpo, abramos
las ventanas de nuestras heridas, para que la luz del gozo divino llene nuestros
corazones con la belleza de su claridad.
Pastor bueno, acuérdate de este día, que tú hiciste, consagrado con tu
gloriosa resurrección. No tengas en cuentas mis pecados, oh Bueno, y guíame por
los senderos de la vida, para que tu pueblo se alegre contigo. Consérvame
perpetuamente, oh Santo, en el honor de tu santo servicio y en el temor de tu
Nombre, tú que brillas sereno, inmortal y glorioso, por los siglos de los
siglos.
Me quedo con la idea inicial del sufrimiento con el cual tendríamos que madurar.
ResponderEliminarUn saludo y abrazo cordial Padre.