In
anniversario sacerdotalis ordinationis R.P. Martin Rangel FSSP
En algunos de nuestros introitos se canta la palabra del Salmo: «Eructavit cor meum verbum bonum», «Brotó
de mi corazón una Palabra buena». Y los Padres entendieron un gran
misterio: Es el Padre quien narra con estas palabras el nacimiento inefable del
Hijo en su seno. En efecto, el Hijo de Dios tiene dos nacimientos: uno eterno e
inefable, del seno del Padre, y otro milagroso de María Virgen. Las palabras del
Salmo «Brotó de mi corazón una Palabra buena», se refieren a ese nacimiento eterno por
el que el Hijo es consustancial al Padre. El Hijo es Dios que nace de Dios, es luz
engendrada de la luz del Padre, Dios verdadero nacido del corazón veraz de Dios
Padre. Con toda verdad cuando el Hijo vino la mundo, al ser preguntado sobre lo
bueno exclamó: «Nadie es bueno sino solo Dios», manifestando así que
él era la Palabra buena igual al Padre.
El Salmo continúa diciendo: «Dico
opera mea regi», «Digo mis obras al
rey». Es que las obras de
Dios están en su misma Palabra, que es el Hijo, pues «sin él nada llegó a ser
de cuanto existe». Fíjate que lo llama rey, anunciando así la más
maravillosa de sus obras, su muerte victoriosa, pues nada hay más digno de un
rey que dar la vida por su pueblo.
Prosigue el Salmo: «Lingua
mea calamus scribæ velociter scribentis», «Mi lengua es la pluma de
un escribano que escribe velozmente». Con toda verdad explica San Agustín: «Cuando
Dios pronuncia su Palabra, esa Palabra no suena y pasa; es una Palabra que una
vez dicha permanece. De allí que Dios prefirió compararla con la escritura más
que con los sonidos».
Y esa Palabra ha venido al mundo como esposo. En sus labios se derrama la
gracia. Aquella Palabra que nace de la sinceridad del corazón de Dios, vino al
mundo con palabra de gracia, con el beso de la gracia. Si hubiera venido con
severidad de juez nadie habría que se salvara. Vino derramando gracia de sus
labios y no exigió el pago de la antigua deuda de Adán, sino que compasivo pagó
al precio de su sangre la deuda que no era suya.
Muchas veces hemos contemplado imágenes del Señor con un quirógrafo en la
mano, un pequeño rollo que nos recuerda este misterio. «Él ha pagado por
nosotros al eterno Padre la deuda de Adán y ha borrado con su sangre inmaculada
la condena del antiguo pecado». Pero también nos recuerda que él es la
Palabra irrevocable que el Padre ha escrito.
El Hijo es el escrito del Padre porque «él es imagen del Dios
invisible». Pero también, como enseña el Bienaventurado Frowin de Engelberg, lo es
por haber asumido un cuerpo: «Así como la voz
transitoria se escribe para que lo que de por sí se escapa al escribirse pueda
permanecer, así algo corruptible se puede decir que se escribe cuando pasa a
ser incorruptible. Para que lo que por la corrupción era transitorio al ser
escrito permanezca por la incorruptibilidad. Algo así sucedió con el cuerpo de
Cristo cuando pasó de poder padecer en la carne a ser impasible por la
resurrección, y sucede cuando del pan terreno de cada día se hace pan celestial
en el altar».
En el canon de la Misa el sacerdote pide la bendición de Dios sobre la
ofrenda para que el Padre se digne hacerla adscripta, ratificada y aceptable.
Adscripto es aquello que se adhiere a lo escrito. Y así, cuando se hace el
Cuerpo de Cristo en el altar por las santas palabras de la consagración, este
pan, este cuerpo, verdaderamente está adscrito al misterio de la Palabra eterna
de Dios escrita incorruptiblemente en nuestra carne. Cristo fue muerto
verdaderamente por la inmolación de su carne, pero permanece vivo por su
divinidad inmortal. Permanece verdadero Dios y verdadero hombre porque el
misterio de la unión indestructible de su divinidad con nuestra humanidad es lo
que el Padre ha escrito y permanece. Nada puede apartarnos de su amor. Porque «Cristo
no fue primero sí y después no; en él todo se ha convertido en un sí».
El sí que pronunciamos el día de nuestra ordenación sacerdotal es apenas
una sílaba, un casi nada en el que está dicho todo. Eso le basta a Dios, eso le
basta a Cristo. En Getsemaní el Señor adscribió a su cáliz todos nuestros
pequeños dolores, esas preocupaciones y angustias con que él mismo amó su
carne. Y nosotros llevamos al altar el manípulo que representa nuestro dolor y
nuestra pena, nuestras fatigas y cansancios. Pero ese dolor anudado a nuestra
mano también está asociado al misterio de la gloria de Cristo. Tal vez en la
gloria del cielo veremos nuestras heridas como un niño que se da cuenta que en
realidad no se hecho tanto daño al caer a pesar de haber llorado tanto. Pero
esa pequeñez que nos cuesta la vida es todo lo que tenemos para ofrecer. Esas
fatigas y dolores son apenas unas cuantas gotitas de agua asociadas al profundo
cáliz del dolor y del amor de Cristo, bañadas de su gloria.
Adscripta, asociada también al misterio de Cristo está también nuestra
tenebrosa grandeza sacerdotal. Esa grandeza que hizo enloquecer al Santo Cura
de Ars y afirmar: «¡Después de Dios, el sacerdote lo es todo! Él
mismo sólo lo entenderá en el cielo. Sin el sacerdote, la muerte y la pasión de
Nuestro Señor no servirían de nada. El sacerdote continúa la obra de la
redención sobre la tierra. ¿De qué nos serviría una casa llena de oro si no
hubiera nadie que nos abriera la puerta? El sacerdote tiene la llave de los
tesoros del cielo: él es quien abre la puerta; es el administrador del buen
Dios, el administrador de sus bienes».
Pastor bueno, acuérdate de este día, que tú hiciste, consagrado con tu
gloriosa resurrección. No tengas en cuentas nuestros pecados, oh Bueno, y
guíanos siempre por los senderos de la vida, para que tu pueblo se alegre
contigo. Consérvanos perpetuamente, oh Santo, en el honor de tu santo servicio
y en el temor de tu Nombre, tú que brillas sereno, inmortal y glorioso, por los
siglos de los siglos.