Día del Maestro
Hace poco
comíamos panecillos en el desayuno. Al verlos tan bonitos y esponjosos pensé en
tomar el más esponjadito. Luego algo en el corazón me dijo que tal vez por
humildad debería tomar otro cualquiera y dejar a alguien más el mejor. Luego de
un rato de tomar el café y charlar decidí levantarme de nuevo y tomar otro
panecito. Y allí estaba, esperándome, el más fofo de todos. Y puesto que ya
había caído en la tentación de comer un segundo pan, ya quedaba muy poco para
perder la humildad y tomar el más grande.
Pensaba que de
pequeños aprendemos que la última galleta es la más difícil de comer. Porque
todos queremos tener la cortesía de dejarla para alguien más. Y acabamos por no
comerla o comérnosla a escondidas. Tal vez la vida espiritual y la disciplina escolar
no respetan estas buenas maneras. Si algo espera la maestra o el maestro es que
sus discípulos tomen lo más grande y lo mejor. Y para ello se requiere
despertar la atención. Además del auxilio de la gracia, tal vez no haya
disposición espiritual más importante que la atención. Ya una filósofa enseñaba que «la clave de una concepción cristiana de los estudios
radica en que la oración está hecha de atención. La oración es la orientación
hacia Dios de toda la atención de que el alma es capaz».
Es curioso,
cuando San Benito habla de la impuntualidad en la oración o en la mesa común,
advierte a los monjes que no coman fuera de las horas establecidas, pero si el
superior ofrece alguna cosa a alguien y no quiere aceptarla, cuando luego desee
lo que antes rechazó o cualquier otra cosa, no recibirá nada. Cuando escuché
por primera vez este pasaje de la Santa Regla francamente me parecía extraño.
Con el tiempo me di cuenta que es un texto profundamente sabio. En realidad
busca avivar en nosotros una atención despierta porque el favor de Dios puede llegar
en cualquier momento, y podríamos rechazarlo pensando que por el momento no lo
necesitamos.
Algo muy
parecido puede sucedernos cuando estudiamos. Podríamos pensar que lo que en las
aulas se nos ofrece no tiene ninguna utilidad dado que la necesidad no nos lo
apremia. Sin embargo, lo que aquí cuenta es despertar nuestra atención. Cuando
Moisés se encontró con Dios en el desierto, Dios le mandó que se quitara las
sandalias, porque el lugar que pisaba era tierra sagrada. Imagino que la
ardiente arena del desierto quemaba los pies descalzos de Moisés,
estimulándolo, enseñándole a estar atento sobre dónde ponía sus pies, y por
dónde dirigía sus pasos. El camino de Moisés apenas comenzaba y Dios le hacía
estimulación temprana. Después de la misteriosa zarza que ardía sin consumirse vendrían
largos años de desierto y el alma de Moisés habría de prepararse porque la fe y
la plegaria exigen estar atentos. En cualquier momento Dios puede hablar. Los
corazones de los que seguían al hombre de Dios, al profeta, luego serían zarzas
ardientes de inquietudes, de reproches, ardían con la desesperación y el tedio.
Y Moisés era el oído de Dios para el lamento y la queja de su pueblo.
A veces cuando
escucho quejas acerca de la incomprensibilidad de la lengua latina, de lo
laborioso que resulta el canto gregoriano comparado con otras formas más
prácticas de alabanza me recuerdo de algo que había señalado nuestra filósofa:
«Los esfuerzos inútiles realizados
por el cura de Ars durante largos y dolorosos años para aprender latín,
aportaron sus frutos en el discernimiento maravilloso que le permitía percibir
el alma misma de los penitentes detrás de sus palabras e incluso detrás de su
silencio». Tal vez
aprender a leer latín o los pneumas del canto gregoriano parezca una fatiga
inútil, pero enseñan la atención al alma. Esa misma atención que permite
atrapar a Dios en un instante, y capturar los dolores y fatigas de una vida
entera en pocos minutos.
Con toda verdad afirma la filósofa: «La solución de un problema de geometría no es en sí
misma un fin valioso, pero también se le aplica la misma ley, pues es la imagen
de un bien que sí lo es. Siendo un pequeño fragmento de verdad particular, es
una imagen pura de la Verdad única, eterna y viva, esa Verdad que, con voz
humana, dijo un día: “Yo soy la Verdad”. Visto así, todo ejercicio escolar se asemeja a un
sacramento». Y es que todo
sacramento nos da la gracia de acercarnos a la Verdad, pero también nos
enfrenta a la debilidad de nuestra mente y de nuestros deseos, nos hace estar
atentos también a nuestras tentaciones y sombras, a nuestro estupor y torpeza
ante la vida. La gracia que el sacramento te dona es para ti, como lo es el
conocimiento, y no puedes ser impuntual para tu cita con la Verdad ni con tu verdad.
No puedes ceder el paso por pura cortesía a nadie cuando se trata de
encontrarte con el don de Dios
Cuenta San
Gregorio que cuando Benito era muy joven sus padres lo enviaron a estudiar a
Roma. Pero al ver que muchos iban por el camino del vicio, se retiró a la
soledad, «scienter nescius et sapienter indoctus», prudentemente necio y sabiamente indocto. Y desde entonces este
ha sido el sagrado carisma de enseñar de las benedictinas y los benedictinos:
prudentemente necios, sabiamente indoctos. Atentas y atentos al soplo del
Espíritu.
Queridas amigas,
queridos amigos, unidos por el sagrado carisma de enseñar, abramos los ojos de
nuestras alumnas y alumnos a la claridad de Dios, que es la Verdad, y que él
nos lleve a todos juntos a la vida eterna.
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