domingo, 10 de mayo de 2020

"In domo Patris mei mansiones multæ sunt"

Dominica V tempore paschali

Hoy escuchamos en el Evangelio las palabras de Jesús: «No pierdan la paz… En la casa de mi Padre hay muchas habitaciones». El Señor sabe muy bien que son las diferencias lo que muy a menudo nos quita la paz. El otro, mi hermana, mi hermano, no piensa como yo, actúa de diferente manera, vive de otro modo. Tal vez hace lo mismo que yo, pero me molesta que sea él quien lo haga y no yo.
La Iglesia siempre ha recordado a sus santos con los signos, las marcas, las huellas de sus diferentes caminos espirituales: las llagas del Padre Pío y de Francisco de Asís, la yunta de San Isidro, la candidez de paloma de Escolástica, el corazón ardiente de Agustín, la piedra de Jerónimo y la parrilla de Lorenzo. Tal vez podríamos fácilmente juntar todos esos signos y englobarlos como síntomas de la santidad. Pero yo pondría el énfasis más bien en la diferencia. El Señor no habla de buscar la paz negando las diferencias, ni siquiera la eternidad las negaría. «En la casa de mi Padre hay muchas habitaciones». Habitaciones en las que se juega con las diferencias. Fíjate bien. El Señor no dijo: «Yo soy el único camino, la única verdad, la única vida». Dijo más bien: «Yo soy el camino», el tuyo y el de tu hermana y de tu hermano. «Yo soy la verdad», la verdad de tu misterio y del de tu prójimo. «Yo soy la vida» que te vivifica a ti y a todos.
En nuestros monasterios suele pasar que nuestra vida comunitaria pasa a ser pública. A veces salir a caminar por los huertos y jardines implica tropezar con los huéspedes de casa u otras veces al entrar a orar en la capilla coincides con otros orantes que saben que orar es charlar con Dios pero también con cualquier monjecito que pase por allí en lo que Dios responde. En la mente de todo monje la palabra celda significa algo completamente diferente a lo que significa esa misma palabra para cualquier otra persona en el mundo. Recuerdo haber visto en varios claustros la inscripción: «cella sit mihi cælum», que la celda sea para mí el cielo. Porque la celda de cada monje es su espacio de mayor libertad. Un espacio cerrado cuya puerta mágica es el propio corazón abierto al abismo del cielo, al abismo que es Dios. La celda es el lugar donde el monje ora con más pureza que en ningún otro lugar, el lugar donde llora sus batallas perdidas y donde celebra la victoria de Dios en su vida, es el refugio ante todas las incomprensiones y donde atesora la empatía y cercanía de muchos amigos y amigas. Incluso la lectura espiritual se coloca en esta esfera de empatía.
Seguramente cuando papá y mamá nos enseñan  desde pequeños a cuidar y ordenar nuestra habitación, en el fondo lo que nos enseñan es que nos merecemos un espacio limpio, que no nos aprisione por su desorden, Pero sobre todo nos preparan para desarrollar un camino de libertad interior que nos conduzca al cielo a través del propio corazón. Al destinarnos un espacio personal de alguna manera honramos la diferencia a través de la cual Dios quiere ser buscado. Porque Dios no busca a todos por el mismo camino. Cada corazón, cada alma es su camino para el que ha preparado una morada en el cielo.
Suele pasar que nuestras mamás hacen lo imposible para que sus hijitos sean los mejores. Mamá suele considerar a su hijita la mejor en inglés aunque solo ella le entienda… y eso que mamá nunca estudió inglés. Mamá inventó eso de que lo importante no es ganar sino competir cuando su chiquillo llegó en último lugar. Mamá celebra la nobleza y honestidad de su hijo, aunque sus compañeros lo juzguen mal. Mamá sabe muy bien cuando detrás de tu silencio hay llanto, cuando sonríes y por dentro lloras. Tal vez Dios nos mire así, con el amor único que te convierte en el mejor, celebrando tus diferencias. Tal vez Dios nos ama así como una madre que intuye todo lo que hay detrás de lo que aparentas. Dios bendiga a todas nuestras mamás, y a quienes ya han partido les premie su amor con su eterno amor.

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