Dominica
V tempore paschali
Hoy escuchamos
en el Evangelio las palabras de Jesús: «No pierdan la paz… En la casa de mi
Padre hay muchas habitaciones». El Señor sabe muy bien que son las diferencias
lo que muy a menudo nos quita la paz. El otro, mi hermana, mi hermano, no
piensa como yo, actúa de diferente manera, vive de otro modo. Tal vez hace lo
mismo que yo, pero me molesta que sea él quien lo haga y no yo.
La Iglesia
siempre ha recordado a sus santos con los signos, las marcas, las huellas de
sus diferentes caminos espirituales: las llagas del Padre Pío y de Francisco de
Asís, la yunta de San Isidro, la candidez de paloma de Escolástica, el corazón
ardiente de Agustín, la piedra de Jerónimo y la parrilla de Lorenzo. Tal vez
podríamos fácilmente juntar todos esos signos y englobarlos como síntomas de la
santidad. Pero yo pondría el énfasis más bien en la diferencia. El Señor no habla de buscar la paz negando las diferencias, ni
siquiera la eternidad las negaría. «En la casa de mi Padre hay muchas
habitaciones». Habitaciones en las que se juega con las diferencias. Fíjate
bien. El Señor no dijo: «Yo soy el único camino, la única verdad, la única
vida». Dijo más bien: «Yo soy el camino», el tuyo y el de tu hermana y de tu
hermano. «Yo soy la verdad», la verdad de tu misterio y del de tu prójimo. «Yo
soy la vida» que te vivifica a ti y a todos.
En nuestros
monasterios suele pasar que nuestra vida comunitaria pasa a ser pública. A
veces salir a caminar por los huertos y jardines implica tropezar con los huéspedes
de casa u otras veces al entrar a orar en la capilla coincides con otros
orantes que saben que orar es charlar con Dios pero también con cualquier
monjecito que pase por allí en lo que Dios responde. En la mente de todo monje
la palabra celda significa algo completamente diferente a lo que significa esa
misma palabra para cualquier otra persona en el mundo. Recuerdo haber visto en
varios claustros la inscripción: «cella
sit mihi cælum», que la celda sea para mí el cielo. Porque la celda de cada
monje es su espacio de mayor libertad. Un espacio cerrado cuya puerta mágica es
el propio corazón abierto al abismo del cielo, al abismo que es Dios. La celda
es el lugar donde el monje ora con más pureza que en ningún otro lugar, el
lugar donde llora sus batallas perdidas y donde celebra la victoria de Dios en
su vida, es el refugio ante todas las incomprensiones y donde atesora la
empatía y cercanía de muchos amigos y amigas. Incluso la lectura espiritual se
coloca en esta esfera de empatía.
Seguramente
cuando papá y mamá nos enseñan desde
pequeños a cuidar y ordenar nuestra habitación, en el fondo lo que nos enseñan
es que nos merecemos un espacio limpio, que no nos aprisione por su desorden,
Pero sobre todo nos preparan para desarrollar un camino de libertad interior
que nos conduzca al cielo a través del propio corazón. Al destinarnos un
espacio personal de alguna manera honramos la diferencia a través de la cual
Dios quiere ser buscado. Porque Dios no busca a todos por el mismo camino. Cada
corazón, cada alma es su camino para el que ha preparado una morada en el
cielo.
Suele pasar
que nuestras mamás hacen lo imposible para que sus hijitos sean los mejores.
Mamá suele considerar a su hijita la mejor en inglés aunque solo ella le
entienda… y eso que mamá nunca estudió inglés. Mamá inventó eso de que lo
importante no es ganar sino competir cuando su chiquillo llegó en último lugar.
Mamá celebra la nobleza y honestidad de su hijo, aunque sus compañeros lo
juzguen mal. Mamá sabe muy bien cuando detrás de tu silencio hay llanto, cuando
sonríes y por dentro lloras. Tal vez Dios nos mire así, con el amor único que
te convierte en el mejor, celebrando tus diferencias. Tal vez Dios nos ama así
como una madre que intuye todo lo que hay detrás de lo que aparentas. Dios
bendiga a todas nuestras mamás, y a quienes ya han partido les premie su amor
con su eterno amor.
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