Dominica
XVII per annum
El Señor dijo
que el reino de los cielos se parece a la red que unos pescadores echan en el
mar. «Cuando se llena la red, los pescadores la
llevan a la playa y se sientan a escoger los pescados; ponen los buenos en canastos
y tiran los malos». Explicó también el
Señor que «lo mismo sucederá al
final de los tiempos. Vendrán los ángeles y separarán a los malos de los buenos». Luego le preguntó a la gente si habían entendido todo eso, y
ellos le respondieron que sí. En general cuando se sabe dónde pescar hay poco
que tirar; pero lo que se tira en realidad se devuelve al mar. Y los peces
buenos, que quedan en los canastos de hecho mueren. Tal vez todos respondieron
que sí habían entendido todo eso porque les resultaba bastante obvio que la
bondad cuesta la vida.
El Señor dijo también
que el reino se parece a un comerciante en perlas finas y a un tesoro escondido
en un campo. Se trata de una perla y de un campo que valen todo lo que tienes, que
te cuestan la vida. En el misterio de la cruz, el Señor dio prueba de ello. Él
era el comerciante en perlas finas que estimó la perla más valiosa nuestro
corazón. Y por ella derramó las perlas de sus sudores, lágrimas y fatigas, las joyas
preciosas de su sangre. Él se despojó y descendió a la tierra de nuestra
humanidad. Su corazón fue entonces el tesoro de gracia que él escondió en
nuestra tierra. Y compró ese campo al precio de su sangre. Con toda verdad
afirma el Apóstol: «Pero nosotros
llevamos este tesoro en vasijas de barro, para que se manifieste que este poder
procede de Dios y no de nosotros».
Lo que aún me
inquieta es esa distinción tremenda entre los peces buenos y los malos. Nuestro
corazón muchas veces se sabe dividido. Y además de esas fracturas todos
conocemos muchas de las grietas que duelen en nuestra humanidad. Hace poco leí
una frase del venerable Carlo Acutis, un joven particularmente entregado al
amor de Dios. Decía que «todos nacemos
como originales, pero algunos terminan como fotocopias». Al leerla me preguntaba si esta distinción es justa. De por sí
es ya complicado anudar los cabos sueltos de nuestra humanidad. ¿Qué necesidad
habría de hacer nuevas distinciones?
Pensando un poco
en estas cosas recordé un viejo cuento chino. Se trata de un hombre que amaba
tanto a los dragones que su casa estaba bellamente decorada con motivos
alusivos a ellos. Desde las tazas en que bebía el té hasta las cornisas del
techo de su casa, los grifos de agua y la cabecera de su lecho, todo
representaba magníficos dragones. Sucedió entonces que un buen día, un dragón
que surcaba los cielos al notar la curiosa casa llena de representaciones de
dragones sintió que sería muy bien recibido allí por gente que amaba tanto a
los dragones. Descendió y se posó en el pórtico de la casa, retozando en el
jardín. Se asomó entonces por una ventana y aquel hombre al verlo se llenó de
tanto terror que corrió a esconderse y a buscar un arco para dar muerte al
dragón en el caso que quisiera entrar en su mansión.
Queridas amigas,
queridos amigos. A veces nuestro amor es un amor de retrato, de pintura, de
fotocopia. Pero no amamos lo que de veras vale. Al final cuando seremos
juzgados dignos del reino nuestro corazón será pesado y su peso es ya el amor.
Entonces nuestro amor verdadero o de fotocopia hará la distinción. Ahora el
Señor nos ha enseñado a dar la vida entera por el amor verdadero. Y nada falso cabe
en ese amor. Él espera también que nosotros le amemos de verdad y que el amor a
él sea la perla más valiosa, el tesoro escondido por el cual gastemos nuestra
vida entera.