Dominica
XVI per annum
Hace algunos
años un conocido monje era el mayordomo de su monasterio. Como ya hemos dicho,
en un monasterio el mayordomo es el monje que se encarga de proveer la despensa
y atender las temporalidades de la comunidad. Este monje atendía todas las
necesidades de la cocina con ayuda de su gran aliada Nieves. Nieves era una
excelente cocinera. Sabía cocinar deliciosos sopes, quesadillas, tamales
suavecitos, pozoles, salsas de sabores intensos, carne asada, cecina y muchas
otras cosas buenas de aquellas tierras. Nieves sabía usar con maestría y amor
los ingredientes y con los mismos sabores podía dar la impresión de hacer
sabores siempre nuevos. Siempre que Nieves iba a la alacena tomaba las mismas
cosas, harina, aceite, chiles, ajos, sal… ¿y luego?… luego hacía magia. Como la
comunidad se hizo numerosa, llegó el momento en que para las grandes fiestas se
necesitó apoyo de otra cocinera. Entonces el hermano mayordomo llamó a otra
amiga suya que sabía cocinar platillos muy sofisticados. Cuando la nueva
cocinera entró en la bodega de la despensa se maravilló de varias cosas que
allí había y que nadie había utilizado: sal del Himalaya, alcaparras, palmitos,
espárragos, pepinillos, confituras artesanales, aceites de ajonjolí y de
aguacate, vinagres de frutas, atún ahumado, arenques, chipirones, zamburiñas y
otras rarezas que nadie sabía bien cómo habían llegado allí. Y asombrada la
nueva cocinera pasaba revista de todo lo que había, preguntando por qué nadie
había utilizado cosas tan buenas, mientras Nieves simple y serenamente encogía a
un tiempo los hombros y la comisura de sus labios y dijo: «Ummm, eso siempre ha estado allí».
A veces nos
sorprendemos cuando descubrimos algo que siempre ha estado en nuestra vida y no
lo habíamos notado. El Señor Jesús en su parábola de amor nos habló de la
cizaña que fue arrojada en un campo sembrado con buena semilla. Brotaron juntos
hasta que los trabajadores se maravillaron: «¿Que no sembraste buena semilla en tu campo?» Todos quisiéramos que nuestro prójimo no nos sorprendiera con su
cizaña. Queremos que mamá sea buena. Y nos cuesta trabajo perdonarle sus
neurosis, su aprehensión, sus fatigas por controlarlo todo. Un padre trata de
ser bueno y generoso, pero ya antes de cualquier pandemia guardaba una
distancia no tan sana que acabó por abrir una llaga de inseguridades y recelos
en su familia. Y lo sabemos: todos somos buenos, pero no solamente buenos. En
el campo de nuestro corazón hay siempre cizaña que crece junto a la buena
semilla: «Eso siempre ha estado
allí».
Y Dios no ha
querido romper la caña resquebrajada, ni apagar la mecha que todavía humea. «Eso siempre ha estado allí». En primer lugar para aprender la humildad. El pecado y nuestra
maldad tienen una cierta funcionalidad. La mentira funciona en su imitación
perversa de la verdad. Cuando alguien tiene autoridad moral es fácil
obedecerle; pero cuando carecemos de esa autoridad, la arrogancia puede suplirla.
La arrogancia, la ira y la mentira funcionan. Pero delante de la verdad de
Dios, a la luz de su santidad, comprendemos que por mucho que la cizaña se
asemeje al trigo, jamás alcanzará la grandeza de servir de alimento para la
vida.
Dios no ha
querido arrancar la cizaña porque así nos enseña a ser compasivos, amando lo
que es bueno y soportando con paciencia las espinas. Con razón un célebre poeta
ha escrito: «No son mis espinas
las que me defienden, dice la rosa, es mi perfume». Y es que si la piensas en serio, sin el perfume y la delicada
belleza de la rosa, creo que nadie querría un arbusto tan espinoso. No es la
espina lo que la defiende; es su perfume. Dios ama el campo de nuestra
humanidad por la buena semilla que en él ha sembrado. Para eso vino al mundo,
para hacer florecer el perfume de su gracia en la tierra de nuestra humanidad.
Ante Dios no es la espina de nuestra arrogancia ni de nuestra mentira lo que
nos defiende. Es el perfume que él, compasivo, ha sembrado en nosotros para que
nosotros también veneremos el buen olor de Cristo derramado en los corazones de
nuestros hermanos.
Cuando lleguemos
ante Dios, él, por ministerio de sus ángeles, apartará de nosotros la cizaña,
perdonará compasivo nuestras debilidades. Pero no podremos entrar en sus
graneros con las manos vacías, sin llevar con nosotros del fruto maduro que él
sembró en nuestros corazones. Hagamos ahora lo que nos conviene para la vida
eterna.
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