In solemnitate Sancti Archangeli Michäelis, Gabrielis et Raphäelis
Ya era tarde. La llave desde fuera dio la segunda vuelta en la cerradura de la carpintería. Por hoy el viejo carpintero daba por terminado su trabajo. Dentro de la carpintería se quedaba todo pendiente. Las virutas dispersas en el suelo. Las herramientas más o menos ordenadas. Muchos trabajos por terminar, y muchos sueños y proyectos esperando su turno para saltar entre las manos amables del carpintero y el metálico rigor de sus herramientas hacia el mágico mundo de la realidad.
Una caja que apenas estaba tomando forma se puso a conversar con un cajón. El cajón le aseguraba que pronto estaría lleno de cosas importantes, probablemente en la alcoba de una hermosa princesa, en la oficina de un gran banquero, o en el escritorio de un maestro brillante. Es que él ya estaba casi terminado. Ya se veía, entrando y saliendo para ofrecer cosas importantes, joyas, alhajas, sellos, reglas, gises, ¡qué sé yo!
Y nuestra caja pensó que tal vez ella, cuando estuviera terminada también sería un cajón lleno de cosas importantes. Todavía estaba terminando de pensarlo, cuando ya el cajón tenía listas las palabras exactas para sobajarla, esas palabras de cajón que embonaban muy bien con la ocasión: «Lástima que tú nunca serás un cajón, eres demasiado delicada para eso. Las cosas importantes son de gran peso, ¿eh?... Debilucha». Nuestra caja se sintió, pues, vacía. De cosas y de sentido.
Una gran caja entonces le habló: «¿Se puede saber por qué estás triste, pequeña cajita?» A lo que nuestra caja respondió: «No lo sé, me siento vacía». «Espera, espera—se apresuró a decir la gran caja—, no te sientes vacía: estás vacía, ja,ja,ja,ja,ja. Pero vamos, eso no tiene importancia». Nuestra cajita le contó a la gran caja el incidente del cajón, y ésta trató de consolarla: «Vamos, no seas tan sensible, ni que fueras de cristal. Ese cajón es un pesado, pero lo que no sabe es que no viajará tanto como yo. Los cajones como él llevan una vida muy sedentaria, encerrados en su trabajo lo más que recorren son unas decenas de centímetros para entrar y salir. Yo en cambio, soy una caja mensajera, y viajaré por todo el mundo». «¿Una caja mensajera? ¿Cómo así?—replicó sorprendida nuestra cajita—, había oído de palomas mensajeras pero no de cajas mensajeras». La gran caja respondió entusiasmada: «Nosotras somos grandes cajas que la gente utiliza para enviar cosas por el mundo. Viajamos de un país a otro en grandes aviones, poderosos barcos, trenes parsimoniosos, y en grandes camiones con música de banda. Los comerciantes y mercaderes nos esperan con emoción, siguen nuestro recorrido por el mundo, y aguardan nuestra llegada». Nuestra cajita ya estaba imaginándose con su pasaporte, viajando por el mundo, pero, como si le leyera el pensamiento, la gran caja se apresuró a borrarle los sellos de sus ilusiones: «Lástima que tú no puedas ser una gran caja viajera. Verás, nuestro mundo es muy rudo. Unas cajas viajamos encima de otras, sin importarnos mucho la incomodidad del peso. Pero tú eres tan... ¿cómo decir?... Delicadita... Que si estiban una caja de mis dimensiones sobre de ti, quedarás convertida en aserrín, ja,ja,ja,ja,ja. Pero..., no te preocupes... Si no te barren y alguien junta el aserrín y lo comprime, tal vez un día puedan hacer de ti una caja de verdad».
Nuevamente nuestra caja se sintió vacía. Un gato saltó de un pequeño cajón blanco. Y el cajón le preguntó a nuestra caja: «¿Por qué tan triste? ¿Te sientes mal? ¿Estás enferma?» Todavía estaba nuestra caja pensando quién era el cajón blanco, cuando, como si le leyera el pensamiento, el cajón explicó: «Soy el cajón del veterinario. Por ahora gatos y ratones entran y salen de mí, pero llegará un día en que huirán de mí, ya lo verás, pues sólo guardaré amargos medicamentos, dolorosas jeringas, frascos de inyecciones, asquerosas pastillas desparasitarantes e incómodos collares antipulgas... En fin, todo aquello que te hace sentir fatal, para que te sientas mejor». Y estaba a punto de decir que a ella también le gustaría curar a la gente y a sus amigos, cuando el gatito volvió al cajón para contiuar con su larga rutina de sueño y el cajón blanco volvió al silencio como por respeto al gato.
Se hizo de noche. Y nuestra caja sentía miedo de quedarse vacía para siempre, como el oscuro taller del carpintero. Pero de pronto una débil y hermosa luz hizo resplandecer la vacía oscuridad con su debilidad. Era un hada, la misteriosa asistente del carpintero, que se encargaba de llenar de magia, lo que con sus manos y sus herramientas el carpintero hacía vacío. Es que todos los carpinteros sólo construyen el vacío. La magia la pone esa misteriosa hada.
Se acercó el hada a nuestra caja, y la miró complacida: «Está casi terminada», pensó. La acarició con sus manos, pero no quiso llenarla con nada. Más bien puso en ella seis cuerdas. Nadie sabe si para impedir que entrara algo en ella y perturbara el vacío, o más bien para no dejar que el vacío se escapara de ella. Lo cierto es que las seis cuerdas estaban allí, en la entrada de la caja.
A la mañana siguiente, cuando la llave giró la cerradura dos veces. El carpintero corrió a acariciar el milagro. Comenzó a rasgar las cuerdas, y su sonido muy pronto se convirtió en melodía, en música, en canción. Y nuestra caja, se convirtió en guitarra. Comprendió que ahora ella guardaba cosas importantes; comprendió que era una caja mensajera, y un cajón de medicina. Todo junto.
Queridas amigas, queridos amigos, hoy celebramos el misterio de los arcángeles de Dios. Es curioso, el evangelio nos muestra algo de lo que será también nuestro misterio compartido con el de los ángeles en el cielo: «No se casarán ni serán dados en matrimonio». Esto no significa que entre los ángeles no haya amor, ni que nuestra vida futura no sea una vocación de amor. Amaremos libremente a todas y a todos. Pero lo que habrá desaparecido es la necesidad de poseer para proteger. Ahora existe la institución matrimonial, porque el amor en el tiempo presente corre muchos riesgos, atraviesa grandes peligros. El matrimonio, la alianza cristiana, con la fuerza sobrenatural de su sacramento, es la caja robusta y firme que protege el amor, lo lleva a todas partes y lo sana. Pero en la vida futura, cuando el amor no correrá ya ningún riesgo, no requeriremos una caja protectora. Seremos, más bien, como los ángeles. Pues bien sabemos que existen las posesiones diabólicas; pero no existen las posesiones angélicas. Si la posesión diabólica resulta tan dolorosa y angustiante, tanta gloria y majestad del ángel, no la soportaríamos. El ángel no es carnal ni es posesivo. Ama, permítanme decirlo con palabras insensatas, ama como un instrumento musical a su música. Una música que a un tiempo es suya y no le pertenece. La mano divina toca el abismo de interioridad que es el ángel, y en él todo se llena. Resuena entonces la armonía más importante para el mundo, el mensaje del amor divino y de su belleza que es medicina para todo ser viviente. Con toda razón un Maestro cristiano se pregunta: «¿Cómo podremos cantar nuestro eterno agradecimiento a Dios, si no permaneciera en nosotros la conciencia y la memoria de lo que le debemos?» Así, en la vida futura, el abismo de cuanto somos, de cuanto hemos conocido y amado, será armonía, si es la mano de la caridad divina la que pulsa las cuerdas de nuestra historia. Que Dios nos conceda ser instrumentos vacíos por la humildad y el desapego, para llenarnos con la armonía de su amor, de su comunión. Y que podamos también nosotros conservar lo que vale a los ojos de Dios, llevar al mundo su palabra, y sanar el dolor de las almas.