In solemnitate Sancti Nicolai a Tolentino
Se anunciaba un evento espectacular. Y es que todo en el cielo es espectacular. Pero la ocasión sería espectacularmente espectacular. Una gran lluvia de estrellas tendría lugar en una de las noches más oscuras de todo el año. Bella la estrella más bella había esperado tanto este momento. Nuestra estrella era una de esas tantas estrellas que nació como quien dice «con estrella» y ahora tenía la indiscutible oportunidad de lanzarse al estrellato. Sobra decir que el día en que Bella nació, el sol iluminaba intensamente y sus rayos la arroparon como con chambritas de luz. Muchos juguetes de resplandores ennoblecieron su cuna, que al mecerse por las noches hacía titilar su luz. Muchos corazones en la tierra, al verla parpadear y sonreir, desearon tenerla más cerca, que bajara a la tierra. Y la oportunidad de que así fuera por fin estaba en puerta. Una gran lluvia de estrellas se anunciaba como el espectáculo de la temporada más buscado en cartelera. Bella la estrella más bella sería con toda seguridad el número principal de esa noche. No veía la hora de recorrer la negra alfombra de tinieblas y brillar con mucha más luz que un diamante sobre terciopelo, bajo una llovizna de flashazos de cámaras y chismes de paparazzi. Es que a los famosos los ilumina el chisme, aunque al común de los mortales más bien nos oscurece.
Lo único malo es que Bella la estrella más bella ya no era tan luminosa como la noche en que nació. Le faltaba algo de la luz de la esperanza, pero ella no lo sabía. Algo de su luz había disminuido, tal vez desde que comenzó a utilizar grandes lentes oscuros y costosos abrigos y trajes de noche. Bella se había vuelto una estrella muy vanidosa. Todas las noches se miraba en la luna como si estuviera ante un espejo. Y creía que su resplandor era inigualable. Miraba con desprecio a las estrellas envejecidas, sin saber que eran las que tenían más seguidores en la tierra, porque su luz había viajado tanto, cargada de deseos. En las noches de luna llena, si alguna estrella elogiaba la grandeza luminosa de la luna, Bella la estrella más bella se apresuraba a decir: «Umm. Debería cuidar su figura. Está demasiado... llenita». Odiaba las noches nubladas porque las nubes la opacaban. Y no soportaba las noches en que un rayo pudiera iluminar más que ella. Ni qué decir que la pálida luz de las estrellas fugaces la exasperaba. Le parecía un desperdicio de existencia.
La gran noche llegó. Bella lucía espectacular pero no quería salir de su camarín por temor de que alguien le manchara su modelito de la celebérrima diseñadora Aurorita Boréal. Sí esa misma que impuso tendencia combinando verde, morado y naranja para el verano 2024. ¡Qué loco! Sentía terror de que alguien le robara una selfie desde un pésimo ángulo que no la favoreciera, o simplemente no le hicieran los debidos honores que como diva merecía.
El espectáculo se abrió con el salto al escenario de la anfitriona, la luna, y poco a poco las grandes estrellas fueron haciendo su aparición. Bajo la mirada, o más bien, encima de la mirada atónita de astrónomos, aficionados y curiosos, desfilaron las alfa aurígidas en su carruaje de gala. Siguió la constelación de Perseo. Mercurio se asomó desde el palco de honor, y se cerró el espectáculo con la aparición de las Pléyades cerca de la luna. Cuando prácticamente el espectáculo había terminado, Bella aún no podía salir. Digamos que su vanidad la tenía atorada. Quería que su número estalar cerrara la noche, y... de pronto..., se fue la luz. Bella entró en pánico y gritaba desesperada para que su productora viniera a auxiliarla, mientras enfurecida se preguntaba por qué no habían pagado la luz. Pero todo se hizo más misterioso cuando recordó que las estrellas no pagan luz, y comenzó a llorar. Hasta el maquillaje de polvo de estrellas se le corrió. Se sintió fea y deslucida. Y obvio, no brillaba. Sólo cuando comenzó a brillar de nuevo recordó que las estrellas no brillan con luz propia. Y dio un salto asustada al darse cuenta que otra estrella la estaba abrazando, acariciándole la espalda para consolarla. «¿Y tú quién eres?» preguntó. «Soy una estrella fugaz. No tengo más luz que la esperanza, pero suele bastar con eso cuando se apagan los reflectores y se acaban las otras luces». «Bueno, ¿y qué haces aquí?—preguntó Bella—. ¿Tenías un número en el espectáculo?». Pero la estrellita le explicó: «No, mira, hace muchos años fui encargada de brillar la noche en que un niño nació. Vino al mundo como una promesa y sus padres lo llamaron Nicolás. Desde pequeño la inocencia ilumminó de tal manera su alma que podía ver claramente con los ojos de la fe a Cristo presente en el Santísimo Sacramento. Y eso es más grande que mirar las estrellas. El niño creció y se hizo fraile, un fraile sencillo de la Orden de San Agustín, muy entregado al ayuno por amor de Dios. Un día, Nicolás pasó por la casa de una mujer pobre. Nuestro santo le pidió en limosna un pan, y la buena mujer se lo dio en nombre de Jesucristo. Nicolás bendijo a la mujer diciendo: «Que Dios, por cuyo amor me diste esta limosna, aun siendo tú tan pobre, te multiplique la harina que te queda». Esa noche el cielo me ordenó brillar sobre la casa. El santo fraile recompensó la limosna con el fevor de su oración y atrajo un gran milagro. Cuando la mujer abrió la bodega de la despensa, vio que la harina se había multiplicado. Porque este hombre, Nicolás, rico en virtud, quiso multiplicar su tesoro allí donde estaba su corazón, en manos de los pobres.
Las estrellas acostumbramos bajar a la tierra. Entonces todo se llena de esperanza, pero lo santos suben al cielo y también resplandece con ello la esperanza. Por eso hubo una gran algarabia de estrellas cuando Nicolás, pronto para subir al cielo oró así abrazado de la cruz, su escalera: «Salve, bellísima Cruz, salve esperanza única, que fuiste digna de llevar el precio del mundo; salve, sobre ti reposó el Salvador y en ti sudó la sangre por el tormento de su pasión; en ti ofreció su misericordia al ladrón que lo imploraba y reconociendo a su madre la entregó al discípulo virginal. Salve, en ti el Salvador invocó al Padre por aquellos que lo crucificaban. Él, por medio de ti, me defienda del maligno enemigo en esta hora».
Fíjate bien, qué estrella no quisiera brillar como la cruz, humilde y gloriosa estrella de redención y de esperanza. El cielo me ordenó brillar una vez más sobre la tumba de Nicolás. Yo fui su estrella, la estrella humilde de la esperanza. Brillé con su luz y brillaré por siempre porque Dios enaltece a los humildes y revela la esperanza en medio de las tinieblas.
Así pues, Nicolás, gema preciosa de los santos, que el cielo iluminas como un astro, aleja de nuestras mentes las densas tinieblas del orgullo y con tu luz esclarecedora disuelve la oscuridad de nuestros corazones.
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