Dominica XXIII per annum
Era una mañana cálida, como cualquier otra mañana cálida: luminosa, resplandeciente y jalonada por un fuerte viento. Las abejas dentro de la colmena iniciaban su rutina, su murmullo orante, de alas viajeras. La más pequeña abejita comenzaría su increíble aventura con la vida y ya estaba impaciente por conocer la fuerza del viento. Junto con otras abejas más experimentadas se allegó a la entrada de la colmena, estiró sus patitas, ajustó sus antenas, batió sus alas y comenzó a volar. Había leído mucho acerca de las opiniones de los eruditos acerca de la flexibilidad de sus alas que le permitirían volar cómodamente a pesar de cualquier peso. Pero ya a la hora de volar, todo eso era irrelevante. A fin de cuentas, pasar algunas páginas al día resulta poca cosa cuando comienzas a batir las alas más de doscientas veces por segundo. Bajo sus zumbidos se desplegaron a partir de ese día magníficas alfombras de flores. Sólo que una tarde sucedió algo inesperado. Cuando ya casi todas las abejas habían vuelto de la recolección, un susurro perturbador comenzó a agitar las hierbas cercanas al árbol que sostenía la colmena. Un osito negro afelpado, de sonriente cara marrón, hacía también sus primeras incursiones en el bosque en busca de miel. Llevaba consigo un gran tarro de cristal oscuro que pensaba llenar con la exquisita miel que robaría de la colmena. Quiso tomarla por asalto pero muy pronto todas las abejas se dispusieron para repeler el ataque. Como el osezno era todavía muy inexperto, al oír el zumbido de tantas abejas juntas se sintió intimidado y emprendió la fuga, arrojando su tarro entre las hierbas del bosque. Nuestra pequeña abeja, que celebraba ya la victoria de su colmena, apenas si alcanzó a darse cuenta del tarro que venía en contra de ella. Por fortuna, el tarro no la aplastó porque cayó boca abajo pero ella quedó atrapada dentro de él. En vano zumbaba para que la escucharan las demás abejas. La noche caería y les tomaría mucho tiempo darse cuenta que no estaba entre ellas. Recordó que su maestra de baile le había enseñado unos movimientos increíbles para comunicarse con sus hermanas. Y, aprovechando que traía la música por dentro, se puso a mover su espalda y sus caderas al ritmo de una conocida canción, cuyo nombre omitiremos por razones obvias, pero que expresaba muy bien su loca desesperación. Por un momento se sintió la reina del regional. Pero todo fue inútil. Nadie podía escucharla y mucho menos verla bailar.
Al amanecer, las demás abejas de la colmena, que ya habían notado su ausencia, se pusieron a buscarla. A través del oscuro cristal del tarro, nuestra abejita miró con esperanza a sus hermanas que sobrevolaban la zona. Pero, a pesar de que frotaba vigorosamente sus alas, ninguna podía escucharla. Bailaba frenética los corridos más disgustosos que conocía para dar a entender mejor su perdición. Pero nadie podía verla a través del oscuro cristal. El calor del día hacía insoportable la estancia dentro del tarro. Y por más que aleteaba no conseguía la frescura que en la colmena lograban entre miles de abejas con sólo agitar las alas todas juntas. Tenía hambre, y su sed aumentaba en la medida en que disminuía la esperanza de escapar con vida. Cayó de nuevo la noche y todo seguía resultando inútil. Quiso aletear por última vez para despedirse del viento, ese fiel amigo que le enseñó la magia de volar y el exquisito arte de zumbar, ese gran aliado que muchas veces le indicó el delicado perfume de las flores. En el profundo silencio de la noche, el viento escuchó el último zumbido de nuestra abeja y, compasivo, dio un suspiro y sopló con terrible fuerza como si gritara: «Ábrete», empujando con violencia el tarro. Entonces, nuestra pequeña abeja salió libre de lo que pudo haber sido su tumba.
Queridas amigas, queridos amigos, Dios formó al ser humano con el rojo barro de la tierra. El peso del barro hacía poco probable que el ser humano pudiera elevarse; pero Dios insufló en sus narices aliento de vida, para que el corazón humano atraído por la dulzura de la gracia pudiera reposar en la altura de Dios. Por el pecado, el hombre fue atrapado en la sordera de su corazón, que hizo de él un tartamudo. En Babel los hombres balbucearon tratando de hablar la misma lengua, pero sin tener un solo corazón que supiera escuchar y una sola alma que con alabanza pura entrara dignamente en el cielo. En el desierto del mundo, agobiado por la ardiente sed de Dios que no se consume, Moisés era un tartamudo. Y aunque supo pronunciar solemnemente el verdadero nombre de Dios sobre su pueblo, no podía con la sordera de la incredulidad y la murmuración que resecaba la lengua del pueblo. Fíjate bien. El hombre atrapado en el sepulcro del pecado es un sordo y un tartamudo. Por eso, cuando la Palabra eterna del Padre, irrumpió en el silencio del mundo, con un suspiro dio una orden al cielo: «Effetá», «¡ábrete!» Y el cielo, clemente, obedeció. Cristo, mirando al cielo, le ordena que se abra, mientras toca con sus dedos el ensordecido oído del corazón humano y refresca con su saliva la torpe palabra del hombre. Cristo en la cruz con sus brazos extendidos abraza los oídos del corazón de la humanidad. Con su saliva rechaza el vino con mirra que adormece nuestro gusto espiritual, con tal de olvidar nuestra miseria hasta la muerte. Y así Cristo, entregando el Espíritu vivificante, grita al cielo: «Effetá. Ábrete, para que ninguna plegaria, por desesperada que sea, quede sin ser escuchada en el cielo. Ábrete, cielo, para que el hombre extraviado no escuche más el acoso del antiguo adversario, sino que con oído espiritual me escuche y me ame como a su único Señor, con todo el corazón, con toda su mente, con todas sus fuerzas. Porque he quebrantado ya la dureza del corazón humano, que se tapó los oídos para no oír mi voz: "Adán, ¿dónde estás?". Ábrete pues, cielo de los cielos, para que la lengua entorpecida por la muerte, pueda unirse a la alabanza eterna, cantando el himno de los redimidos, en la Jerusalén celeste. Y puesto que no fue Moisés quien dio pan del cielo, ábrete para que niños, mujeres y hombres puedan gustar la verdad del pan de los hijos en el altar de esta tu Iglesia. Ábrete, pues, cielo, para que el hombre pueda estar hoy conmigo en el paraíso, porque me he acordado de él en la gran misericordia».
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