sábado, 4 de abril de 2015

"Resurrexi et adhuc tecum sum"

In vigilia resurrectionis DNJC

Dice la Escritura que «en el principio creó Dios el cielo y la tierra». Y también dice la Escritura que «el cielo pertenece al Señor; la tierra se la ha dado a los hombres». Y al decir esto, como enseña San Agustín, no habla ciertamente del cielo que vemos, porque ese cielo pertenece a la tierra. Habla de esa creatura perfectísima, que es llamada «el cielo de los cielos», como si se llamara «lo mejor de lo mejor». Ese cielo son los ángeles, que son casa de Dios, ciudad santa. Unidos como una sola creatura, nunca abandonan la adhesión a Dios, sino que lo rodean como una muralla, como una fortaleza. Dios mora en ellos y ellos son su casa luminosa. Porque cuando Dios dijo: «Que haya luz», los ángeles fueron iluminados con el resplandor de la gracia, pues entonces contemplaron a Dios. Y por esa contemplación de la Luz ellos mismos son luz.
Esa contemplación de Dios los hizo sabios. Ellos son la sabiduría que estaba ante el trono de Dios cuando él hacía el mundo. Y mientras Dios creaba, ellos retozaban contemplándolo, jugueteando entre sus manos creadoras. Y cuando ordenaba Dios que se hicieran todas las cosas, antes tenían lugar en el conocimiento del ángel que en la propia naturaleza de las cosas. Los ángeles contemplaron en la gran claridad de Dios todo lo que él iba a crear. Como cuando nosotros miramos el rostro de un artista, y por el brillo de sus ojos y la expresión de sus facciones conocemos de algún modo ya su obra, así los ángeles conocieron en Dios su obra antes de conocerla en las cosas mismas. Si no lo comprendes, permíteme explicarlo con un ejemplo insensato. Cuando era niño jugaba con mis hermanitos a adivinar lo que mamá iba a cocinar. Y dependiendo de su cara yo podía afirmar: «Hoy se ve que va a cocinar un delicioso pastel»… o bien «hoy tiene cara de que va a cocinar crema de coliflores».
Cuando Dios estaba por terminar su obra, los ángeles vieron radiante de gozo y de amor el rostro de Dios. Estaba a punto de plasmar en tierra su propia imagen. Y vieron a Dios plantar un jardín cerrado en Edén como patria para esa creatura tan amada. Conocieron con gozo cada árbol que el amor de Dios con quiso plantar allí. Y vieron la mano de Dios hacer brotar toda clase de fruto bueno y agradable a los ojos. Pero ellos conocían todo aquello en Dios mucho mejor que en las cosas mismas.
Entonces la potente mano de Dios formó a Adán, el hombre, el dueño de ese jardín que con tanto amor Dios plantó. Y los ángeles se alegraron por tanto amor que Dios le tuvo. Sabían muy bien lo que era el hombre según Dios, porque habían contemplado en él su rostro antes de que lo plasmara en tierra y soplara en sus narices aliento de vida. Pero una vez formado, su carne opaca no les permitía ver lo que había en su corazón. A él no lo conocían en sí mismo, sino en Dios.
Un día funesto, Adán comió de un misterioso árbol que Dios le prohibió comer. Y su rostro se ensombreció envenenado. Ese rostro que Dios amaba y que los ángeles contemplaron en la claridad de Dios antes que en Adán mismo, ese rostro que era tan semejante al rostro de Dios, comenzó a sudar, a mentir, a esconderse, a deformarse tras una venenosa sombra que era el pecado. Jamás habrían imaginado que una tarde verían al amado de Dios así, tan desfigurado.
Dios vio marcharse a Adán del paraíso hacia una tierra de fatigas y sudores abundantes que es él mismo desde que conoció el pecado. Y luego de numerosas mordeduras de muerte, su cuerpo envejecido y humillado, sucumbió definitivamente a las fauces del averno. Herido mortalmente de pecado cayó por tierra y lo acogió un sepulcro, puerta de la región de los muertos. Entonces los ángeles vieron llorar a Dios, y viéndolo aprendieron a llorar con él la muerte de su amado.
Pero hoy toda la ciudad celestial canta himnos de victoria. Hoy del abismo asciende una marcha triunfal de ángeles en fiesta. Porque la patria de Adán, el paraíso, ha sido rescatada. Ángeles de Dios hacen fiesta porque el Hijo de Dios ha descendido al sepulcro para rescatar a Adán y devolverle el rostro que conocieron los ángeles en el amor de Dios. Esta noche el rostro del hombre se ilumina con el resplandor del Hijo resucitado que devuelve a nuestras almas la semejanza con Dios por pura gracia, mientras aguardamos la resurrección de nuestros cuerpos. Hoy un ángel instruye a las mujeres que no mezclen sus lágrimas con los perfumes de la muerte. Porque el perfume es una máscara de la muerte, pero las lágrimas son el canto de la nueva vida. Dejemos que el llanto de gozo se eleve al cielo transfigurando nuestro rostro. Porque esta noche Dios llora de nuevo, llora por su Hijo muerto y que ahora vive: ¡Verdaderamente ha resucitado el Señor. Aleluya!

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