Missa vespertina in
cœna Domini
Cuenta un poeta que dos amigos
viajaban por el desierto y a un cierto punto del viaje discutieron. Uno de
ellos le dio una bofetada al otro. Éste, ofendido, sin nada que decir, escribió
en la arena: «Hoy mi mejor amigo me ha dado una bofetada».
Siguieron adelante y llegaron a un oasis en el que decidieron bañarse. De
repente, el que había sido abofeteado y lastimado comenzó a ahogarse, y su
amigo, sin pensarlo, se arrojó al agua y lo salvó. Al recuperarse, tomó un punzón
y escribió en una roca: «Hoy mi mejor amigo me salvó la vida”. Intrigado, el amigo le
preguntó: «¿Por qué después de que te lastimé escribiste en la arena y
ahora escribes en una piedra?» Sonriendo, el amigo respondió: «Cuando
un gran amigo nos ofende, hemos de escribir en la arena, donde el viento del
olvido y el perdón se encargarán de borrarlo; pero cuando nos pase algo
grandioso, algo verdaderamente extraordinario, hemos de grabarlo en la piedra
de la memoria del corazón donde ningún viento
podrá jamás borrarlo».
Fíjate bien, algo así hizo Dios con
nosotros. Cuando Dios dio su ley a Moisés, la escribió en duras tablas de roca.
Su dedo potente trazó su alianza de amor imborrable con su pueblo. Porque Dios
escribe en roca cuando sucede algo grandioso. Pero cuando Dios vino al mundo,
le llevaron una mujer sorprendida cometiendo adulterio. Era nuestra humanidad. Y
Dios, que escribe en el polvo las ofensas de los hombres, se inclinó y escribió
en el suelo: «El que esté libre de pecado, que arroje la primera piedra».
Nadie tenía una piedra que arrojar porque nadie había amado tanto como Dios.
Por eso Cristo, nuestra roca espiritual, se entregó en nuestras manos en esta
noche santa. ¿Habrá un Padre que cuando su hijo le pida pan le dé una piedra?
Sí, Dios, Padre de todos. «Porque tanto amó Dios al mundo que le
entregó a su Hijo único». Esta noche se nos da una piedra que es pan. Y en él, en nuestra
roca, escribimos nuestra historia, la historia del amor que Dios nos tiene. Con
espinas, con clavos, con la punta de una lanza, escribimos en su cuerpo,
nuestra roca: «Hoy mi mejor amigo me salvó la vida».
Queridos hijos e hijas, dejemos que
Cristo lave nuestros pies. Dejemos que quite el polvo de nuestros pecados con
el agua de su perdón. No nos obstinemos en guardar el fango del camino, que si
él no nos lava, no tendremos parte con él. Y así, libres del polvo del pecado,
escribamos en la memoria del corazón: «Esta noche mi mejor amigo me salvó la vida».
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