Dominica
II adventus
Hace poco un niño me pidió que le
atara los cabetes de su zapato y al atarlos tuve la sensación de que estaba
haciendo algo muy poco usual. Bueno, es que cuando yo era niño solía pedirle a
mi padre que atara y desatara mis zapatos. Y mi papá lo hacía con una paciencia
de santo. Pero yo muy rara vez ato y desato mis zapatos. Normalmente hago un
nudo cuando son nuevos, un nudo muy definitivo, ni muy apretado ni muy flojo, y
después todo es cosa de quitar y poner los zapatos como si no tuvieran cabetes.
Bueno, mi papá anudaba con su paciencia lo que yo no tengo la paciencia de
anudar.
Cuando pienso en el sentido de
las palabras de Juan el Bautista «no merezco ni siquiera inclinarme
para desatarle la correa de sus sandalias», pienso en la profunda humildad
de Juan. De por sí se puede vivir tranquilamente sin desatar los zapatos. Basta
atarlos una sola vez cuando son nuevos. De hecho no me gustaría que alguien
viniera en este momento y desatara mis zapatos. Me obligaría luego a la
molestia de inclinarme y amarrarlos de nuevo.
Tal vez haya un misterio oculto
en el ministerio de Juan de desatar las correas de las sandalias del Señor.
Fíjate bien. Juan predicó un bautismo de conversión, y quienes fueron al Jordán
se sumergieron en las aguas y así prepararon un camino al Señor en el desierto
de sus corazones resecos. Pero, como con toda verdad un poeta dice que así como
el sediento busca el agua, el agua también está buscando al sediento, Dios bajó
a nuestra naturaleza para buscar nuestra sequedad sedienta. Y cuando el camino
de los corazones estaba preparado con las aguas del arrepentimiento, Dios vino
al mundo. En su marcha Juan le desató las sandalias. La humildad de Juan se inclinó
para que la humildad de Dios se inclinara, para que se detuviera una y otra vez
en el camino, y al inclinarse la luz de su rostro iluminara nuestra pequeñez. Esa
luz nos hizo germinar, como semillas bañadas de frescura.
El profeta de soledades no merece
siquiera inclinarse para desatar las correas de las sandalias del Señor. Y sin
embargo lo hace, pues sabe muy bien que la grandeza del Salvador está en
inclinarse para cuidar de sus pies. Esto me hace pensar en un texto de la
pequeña Teresa que hace poco un amigo espiritual citaba. Teresa del Niño Jesús
ha escrito: «Él ha querido crear grandes santos, que
pueden compararse a los lirios y a las rosas; pero ha creado también otros más
pequeños, y éstos han de conformarse con ser margaritas o violetas destinadas a
recrear los ojos de Dios cuando mira a sus pies».
Precisamente para eso él crea sus grandes santos, para que se inclinen por la
más profunda humildad y realicen obras de misericordia a favor de los más
pequeños. Y así Dios mire compasivo y misericordioso a los más pequeños cuando
se mire los pies.
Así, desatamos las sandalias del
Señor cuando humildemente nos inclinamos para dar el perdón a quien nos ha
ofendido. Desatamos las sandalias del Señor cuando nos inclinamos compasivos
hacia los enfermos y los que han pecado. Desatamos las sandalias del Señor
cuando enseñamos a un pequeño a atarse los zapatos para que se eche a correr
libre y sin tropiezos. Entonces, cuando nos inclinamos nosotros para desatar
las sandalias de Dios, el Señor se detiene y se inclina para atárselas de
nuevo. Entonces da la gracia de perdón al pecador, el consuelo y la
perseverancia al que sufre, la libertad al pequeño, la santidad a todos los
sedientos de justicia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario