Dominica
XIII per annum
Todos recordamos
que cuando éramos pequeños se nos inculcaba la cortesía con una célebre fábula.
Una zorra invitó a una cigüeña a comer arroz en su madriguera. Sería una receta
exquisita e inolvidable. La cigüeña acudió con tanta alegría como apetito. Sin
embargo, la zorra sirvió el arroz en un plato extendido, y la pobre cigüeña
casi no pudo probar bocado. Su largo pico chocaba inútilmente con el plato,
mientras la zorra con pocos lengüetazos devoraba todo el arroz. Así que la
cigüeña se retiró, fingiendo con pocos bocados haber saciado su hambre: «Es que de por sí yo como poquito». Pero antes de marcharse ofreció a su vez a la zorra una
invitación a comer. Llegado el día acordado, la cigüeña dispuso dos largos
botellones llenos de arroz. Se sentó a la mesa con la zorra y se dispuso a
comer plácidamente en su botellón. La zorra restregaba su húmeda nariz en la
boca del botellón, empinando de cuando en cuando el cuello de la botella con
mucha discreción para no parecer mal educada. Pero muy poco pudo hacer para
comer, a pesar de su esfuerzo de aguzar su hocico como si fuera el pico de la
cigüeña, que disfrutaba complacida su comida.
Moraleja: Ni las
cigüeñas ni las zorras comen arroz. Y menos si no se les sirve en el plato
adecuado. Si pensamos en serio esta fábula, creo que es importante entender que
hay platos para las zorras y botellas para las cigüeñas. Pienso que a la
cigüeña debió costarle mucho trabajo entrar en la madriguera de la zorra, y una
vez dentro seguramente su claustrofobia le jugó una mala pasada. De seguro se
sintió aprisionada. También creo que la zorra difícilmente pudo subir al elevado
nido sin escaleras de la cigüeña. Era como jugar al palo encebado. Y aunque sus
uñas eran muy buenas para rascar en la tierra, no eran tan buenas para trepar
en el liso poste que sostenía el enorme nido.
En el camino
alguien le dijo a Jesús: «Te seguiré a dondequiera que vayas». Pero el Señor
respondió: «Las zorras tienen madrigueras y los pájaros, nidos, pero el Hijo
del hombre no tiene en dónde reclinar la cabeza». Tal vez nosotros, cuando
construimos un hogar, tenemos hijos, un trabajo estable y muchas otras
seguridades pensamos que los pájaros del cielo y las zorras de los campos
tienen en sus madrigueras y nidos una vida así de segura. Pero las cosas no
están exactamente así.
Tal vez una
zorra tenga mayor seguridad en su madriguera que fuera de él. Pero toda la
seguridad de un pájaro no está en su nido, sino en sus alas. Si el peligro se
acerca, rápidamente extiende sus alas y levanta el vuelo; si tiene hambre o
sed, vuela buscando con qué saciarse; si el calor lo agobia, huye en busca de
la sombra. Pero apenas decide construir un nido para criar sus polluelos,
entonces se pone en un gran peligro. Si un depredador se acerca, no hay forma
de huir con todo y polluelos. Hay que luchar y defender el nido o finalmente
escapar, con la vida al más alto riesgo. Toda la seguridad del nido es para los
polluelos, no para los pájaros. Tan inseguro es el nido que ningún pájaro sano dudará
en abandonarlo apenas los polluelos se vean libres. Pero nosotros no siempre
entendemos esto. Pensamos que así como para nosotros la casa es el lugar de
nuestra seguridad, así lo es para todos. Por eso Jesús dijo: «Las zorras tienen madrigueras y los pájaros nidos, pero el hijo
del hombre no tiene dónde reclinar la cabeza». Es como si dijera: «Las zorras se
protegen en sus madrigueras, los pájaros no, pero tienen nidos, y yo ni me
protejo ni tengo dónde reclinar la cabeza». El énfasis yo lo pondría en la diferencia.
Cuando Santiago
y Juan vieron que los de un pueblo de Samaria no quisieron recibir a Jesús
porque se dirigía a Jerusalén, le dijeron: «Señor, ¿quieres que hagamos bajar fuego del cielo y que los
consuma?» No me explico de dónde sacaron la loca idea de
que podían hacer bajar fuego del cielo. Lo cierto es que Jesús los reprendió
probablemente con el mismo aire enfadado con que un padre de familia en su sano
juicio habría reprendido a sus hijos malcriados si pretendieran incendiar la
casa del vecino sólo porque no quiso recibirlos en ella. Eran muchachos ociosos
pretendiendo incendiar por pura malicia la madriguera de una zorra o el nido de
una cigüeña… sólo porque a ellos no les sirve para más nada. ¡Válgame Dios!
Fundir en un mismo fuego y una misma desgracia funesta a justos y pecadores, a
buenos y malos, niños y viejos, hombres y mujeres.
Probablemente se trataba de
un recuerdo fanático de un oscuro pasaje de la Escritura, tan oscuro que se
requería hacer bajar fuego del cielo para tener algo de luz y tratar de
entenderlo. Tal vez les vino a la mente el recuerdo fanático de ese pueblo en
el que no había niños—¿cómo podría haberlos?— pues nadie acogía la diferencia
con hospitalidad fertilizante, todos eran iguales y vivían ahogándose en una misma
maldad.
No quedaba más que el viejo remedio del fuego que baja del cielo. Pero el
servicio de los discípulos de Jesús es algo nuevo, verdaderamente nuevo. Se
trata de servir la diferencia. Seguir a Jesús es servir a los que entierran a
sus muertos anunciándoles el evangelio de la esperanza de la misericordia de
Dios y de la vida futura. Seguir a Jesús es servir a los nuestros sin darles la
espalda, sin despedirnos. El que mira siempre de frente a los suyos empuña el
arado y siembra su tierra. El que se despide de ellos, por fuerza mira hacia
atrás para decir adiós desde lejos. Pero él no pidió eso. Sólo pidió servir la
diferencia con santa indiferencia, sin pretender destruirla, sin querer
fundirla en un fuego de odio y de intolerancia. Ciertamente la tolerancia no es
una virtud, pues, como enseñó Agustín, «nadie ama lo que tolera, aunque ame
tolerarlo». Pero la intolerancia sí es un vicio que se opone a la hospitalidad
y a la santa indiferencia.
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