Dominica
XI per annum
Un buen amigo
mío suele decir que cada persona, por dentro, es como si llevara una caja. Sí, una
caja enigmática. Y lo que es más curioso es que esa caja se abre sólo con una
llave; pero por alguna extraña razón hemos perdido esa llave. Por lo mismo,
pasamos buena parte de nuestra vida buscando la llave. Y mientras no
encontramos la llave, nos suceden muchas cosas: a veces nos enfermamos de tanto
buscarla; otras veces intoxicamos a los demás con nuestro frenesí; unas veces
saboteamos nuestra propia biografía con nuestro desánimo, y otras veces no paramos
de arruinarle a otros la vida. Simplemente porque estamos buscando la llave
perdida.
A veces nos
sentimos tan miserables, tan empobrecidos por haberla perdido, que se la
cobramos a todos los que pasan por nuestra historieta. Cada uno debe pagar su
cuota de conflicto, de sufrimiento, de abandono o de dolor para que yo pueda
encontrar la llave perdida, la llave que me ha abandonado. Otras veces sentimos
que lo único que nos hace valiosos en la vida es haberla perdido y estarla
buscando. Unas veces nos sentimos enojados porque los demás no son la llave que
nosotros queremos que sean. Y otras nos pintamos la sonrisa de un cinismo
indolente, alegrándonos de que el otro no sea la llave para que así tengamos un
buen pretexto para seguir buscando.
A veces
sospechamos que la llave perdida está en el fondo de una botella de alcohol,
ahogándose entre lágrimas y humillaciones. Otras veces se nos figura que está
metida entre los pliegues del asiento de un coche de lujo o flotando arrogante en
la alberca de una residencia magnífica. Y hacemos toda clase de trampas y corrupciones
para tener la casa y el coche. Pero luego no encontramos la llave allí y con
ambición renovada sentenciamos que habrá que ir a buscarla a otra parte. A
veces incluso usamos armas para ir en busca de la llave perdida. Y nuestras
armas son tan grandes como grande es nuestro miedo a que se nos arrebate la
vida antes de que la encontremos.
A veces,
mientras buscamos la llave, nos volvemos como un hámster que corre en una
rueda. Siempre tiene la sensación de que sube y de que avanza, pero en realidad
ni sube ni avanza. Permanece abajo y en su mismo lugar, aunque haya corrido
noches enteras sin detenerse un instante en su fuga laboriosa.
Lo más raro de
este asunto, dice mi amigo, es que no sabemos qué hay en la caja. Y esa
ignorancia nos agobia, nos frustra, nos tiene ansiosos. Esa ignorancia nos
mantiene en una búsqueda desesperada, a menudo con la sensación de que esta vez
el hallazgo ya está a la vuelta de la esquina. No sabemos lo que hay en la
caja. Puede ser que dentro de la caja haya un pasado doloroso, oscuro, algo que
es mejor no recordar y dejar allí dentro. Alegrías borradas demasiado pronto.
Sueños y familias vacías como olas. O puede ser que no haya nada... ¿Y si no
hay nada?
Una mujer «fue y se puso detrás de Jesús, y comenzó a llorar, y con sus
lágrimas le bañaba sus pies, los enjugó con su cabellera, los besó y los ungió».
Había tomado consigo un frasco de alabastro, el frasco de su propia vida, la
caja escondida. Y cuando se acercó a Jesús algo se abrió. El ungüento que
estaba en la caja de alabastro era un perfume con que ungió los pies de Jesús.
Era un perfume mundano, el perfume de eso que solemos llamar «una mala vida».
El aroma de tantas historias turbulentas de su propia ternura y crueldad, el
pesado perfume de una búsqueda incansable, el residuo amargo de sus muchos
fracasos. Era uno de esos perfumes que pronto te hartan. Y por eso tuvo que
diluirlo con lágrimas. Había encontrado la llave perdida, y lloraba con el
intenso vapor de toda una vida perdida.
Simón, el
fariseo, también buscaba su llave perdida. Como todos. Pero al ver que Jesús
confiaba en aquella mujer, se sintió decepcionado. Jesús no era la llave perdida
que abriría su caja hermética. No era la llave sabelotodo: «Si este hombre
fuera un profeta, sabría qué clase de mujer es la que lo está tocando. Es una
pecadora». Pero el Señor abrió la caja con su fuerza. ¿Y dentro?, dentro no
había nada. No había agua para los pies, no había beso de saludo, no había
aceite para la cabeza. Y tampoco había muchos pecados. Bueno, sí, unos cuantos.
Pero, todo sumado había poco que perdonarle y amaba poco.
Queridos
hijos e hijas, todos buscamos una llave que dé sentido a nuestras vidas. Una
llave que abra la caja oculta de lo que hay en nosotros. No sabemos nada de lo
que cada uno lleva en la caja. Puede estar llena, puede estar vacía. Y no sé
qué es mejor ni qué es peor. Pero algo es verdadero: dentro de la caja hay algo
que nuestros ojos no ven, pero que siempre está allí. Es la misericordia de
Dios, es su gracia, es tu oportunidad de salvarte. Y es la razón por la que
Dios abre tu caja. Porque más allá de la nada o de todo lo que tú hayas
escondido allí, a veces hasta el olvido, Dios ha querido poner allí, en lo íntimo de lo íntimo, el don de su
misericordia para que no dejes de buscarla. Y esa misericordia puede curar
enfermedades, liberar de espíritus malignos, y hasta puede librarnos de
nosotros mismos. No podemos ver la misericordia de Dios, pero está allí, y si
la acogemos, lloraremos como lloran los recién nacidos, precisamente por
estrenar la vida nueva, nacida de la conversión.
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