II Congreso Eucarístico Arquidiocesano
Ciudad de México
Eucaristía, ofrenda de amor: alegría y vida de
la familia y del mundo
En cada familia tenemos un cierto modo de hablar y de
comunicarnos. Una frase, una palabra, a menudo significa muchas más cosas dicha
en la intimidad familiar, que pronunciada en cualquier otro ambiente. Desde
niños aprendemos a leer gestos, expresiones, sonrisas a tal punto que cada
presencia se vuelve un diálogo aun en el silencio. Pero cuando estamos delante
del misterio de la eucaristía, sucede algo muy diferente. A pesar de que allí
todo es palabra y gesto de entrega, la empatía allí no se construye leyendo
gestos, interpretando expresiones y palabras, sino atravesando el silencio que
permanece. El Señor en el Sacramento guarda un misterioso silencio. Y sin
embargo, desde allí, desde su blanca inmovilidad, nos enseña un nuevo «léxico familiar». Sus
mociones hablan al corazón, tocan las entrañas, pero sin gestos, sin rostro. Y
todos los gestos que el Señor se ahorra, nos envía a buscarlos en los rostros
de nuestros hermanos. El Señor en el Sacramento no nos muestra dolor, pero nos
manda consolarlo en los que lloran. No nos muestra su hambre, su soledad, su
vergüenza, pero nos manda buscar su rostro en los pobres y dolientes, en los
arrepentidos. Y todas las palabras que el Señor se calla en el Sacramento, nos
manda anunciarlas como Evangelio encarnado, como Palabra de Dios hecha vida.
El Señor Jesús, al entregar la
ofrenda de su vida en el altar de la cruz, no sólo quiso que su cuerpo
santísimo, su humanidad santificada por su divinidad, fuera transportado al
cielo. Quiso también que su vida divina fuera transportada a nuestros corazones
y habitara en ellos, y con ellos recorriera nuestros caminos. Por eso, así como
un ave preciosa es el alma y el esplendor de una jaula, así la presencia del
Señor que late en cada sagrario es el fuego que anima y da vida a nuestras
ciudades. Y como el canto de un pájaro, aun estando preso en una jaula,
extiende su libertad por el aire, llenando todo de gozosa armonía, así la
sublime voz de Dios habla desde su tabernáculo, abarcando y ordenando todo con
firmeza y suavidad. Fíjate bien, los pájaros son dueños de los campos y los
recorren sin fronteras como legítimos ciudadanos; pero cuando moran en la jaula
se dejan servir y esperan de nosotros el alimento de sus campos. Así el Señor,
dueño de todo, en cada sagrario espera de nosotros la ofrenda de nuestras vidas,
espera nutrirse de nosotros. Porque Dios nos nutre cuando comemos su carne y
bebemos su sangre; pero se nutre de nuestras almas cuando nos acercamos a él. Con razón un Maestro se pregunta si Cristo
resucitado comió también con sus discípulos cuando se les apareció y les dio a
comer pescado y pan. Y responde que sí, pues hay dos modos de comer: uno por
necesidad y otro por poder. La tierra reseca absorbe con voracidad el agua
porque la necesita; pero también el fuego ardiente la devora, no porque la
necesite, sino porque tiene la potencia de consumirla. La devora por gloria. Cristo
resucitado no comió porque sintiera hambre y sus fuerzas desfallecieran, sino
por la potencia de su vida gloriosa. Así el Señor, fuego que purifica nuestra
tierra, viene cada día, en la tarde de nuestros corazones a buscar amor, no
porque lo necesite, sino porque es gloria suya nutrirse de nuestras almas. El
pan eucarístico nos devora cuando entramos en su presencia. Nos devora por
gloria cuando encuentra en nuestras almas la dulzura del afecto, el sazón del
gozo y del espíritu de sacrificio, la amargura de la pena, la acidez del dolor.
Dios nos come en su eucaristía y así asocia los sabores de nuestras vidas al gusto
misterioso de su pasión.
«Él instituyó la eucaristía para que en el mundo latiera sin cansancio el amor de Dios, para involucrarnos en su obra de salvación y para consolarnos con la alegría invencible, la alegría de la vida verdadera, de la fraternidad en la caridad».
El mejor signo
de esto, es el de la vid. Toda la savia vital impregna las fibras más íntimas
de la vid, y luego de llenar de vida las ramas, los sarmientos, finalmente se
cubre de frutos que concentran toda la bondad de la savia. De igual modo la
vida divina se comunica y difunde en Cristo, vid verdadera. Cristo es la vid en
la que abunda la vida de Dios. Con razón Cristo dice de sí mismo: «Yo soy la
vid», porque la vida del Padre fluye escondida en Cristo, lo secreto de su vida
divina, lo que nadie puede conocer del Padre, es conocido por el Hijo y él nos
lo ha dado a conocer. Cristo nos enseña a gustar y a comprender su propia vida,
la vida que nos alimenta. «Como el Padre, que me ha enviado, posee la vida y yo
vivo por él, así también el que me come vivirá por mí». Comer a Cristo en la
eucaristía es aprender de él a vivir la vida verdadera y a fructificar en ella.
Ahora bien, un
Maestro enseña que «los frutos, aunque tan variados como las plantas, tienen en
común el contener algo agradable, según su especie, y ser el último esfuerzo de
la planta. Ser agradable y ser el último esfuerzo de la planta, son las
condiciones necesarias para constituir el fruto propiamente dicho. Por esta
razón no se llaman frutos las hojas ni las flores». Pues bien, la vida
espiritual se dona amando hasta el extremo. No da frutos buenos el cristiano
que, injertado en la vid verdadera que es Cristo, vive sólo de deseos o de
servicios cumplidos flojamente, o viciados con malas intenciones. Esos frutos
no son dignos de ser llamados así porque no son el último esfuerzo de la
planta, no brotan del amor hasta el extremo y les falta la dulzura que viene de
haber agotado todo en la entrega de la caridad.
En el misterio de la Cruz, el Señor se dona. Todo el
misterio trinitario resplandece en la cruz. Y sin embargo, también se eclipsa
por la sombra del sacrificio y de la muerte. Pero en el altar, nuestros ojos
contemplan con mucha mayor claridad lo que sucede en el Calvario. Sabemos bien
que a lo largo de los siglos los hombres hemos ofrecido sacrificios. En ellos
irremediablemente la víctima derrama su sangre, se desangra. Y con la sangre se
le escapa la vida a la víctima. Pero el sacrificio de Cristo no es así. En el
altar comprendemos mejor lo que sucede en el Calvario. Las especies de pan y de
vino se ofrecen separadamente. En un plato ofrecemos el pan eucarístico; en una
copa ofrecemos el vino. Entonces, al convertirse en el cuerpo y la sangre de
Cristo, el cuerpo no derrama sangre: el cuerpo derrama al Espíritu de Dios, y
de la sangre también se derrama la misericordia de Dios, su Espíritu de perdón,
el Espíritu Santo. De la carne y de la sangre de Dios mana el Espíritu Santo,
emana la misericordia, brota la vida de la gracia, la vida sobrenatural. Por
eso los cristianos no comemos carne muerta, sino que comemos la vida misma.
«El espacio privilegiado del amor eucarístico en la ciudad siguen siendo las familias. Su raíz es siempre el amor de Dios por el ser humano, el amor de Cristo por su Iglesia, que con razón se ha relacionado con el misterio profundo del amor matrimonial. La familia articula a la Iglesia y la Iglesia sirve a la familia para que responda a su vocación originaria. Las familias no dejan de ser invitadas a encontrar en la eucaristía la fuente de su propia alegría y la inspiración de su misión de misericordia».
Fíjate bien, cuando
encendemos un cirio, ponemos especial cuidado en que la llama no se apague. Y
poco nos cuidamos de la cera que se consume. De igual modo, cuando se nos
confía ser padres, ser maestros, cuidar de nuestros hermanos, especialmente
sabemos que hemos de cuidar sus almas para que se salven. Es nuestra tarea. Sin
embargo, ésta no era propiamente la misión del Señor San José. Digamos que a él
le fue dado un cirio encendido, pero no debía cuidar la llama, sino la cera.
José no tuvo que cuidar la llama viva que ardía en el corazón de María. Ella,
la incontaminada, no tenía nada que ensombreciera y amenazara con apagar la
claridad de su luz interior. Ningún mal deseo ponía su corazón en otro tesoro
que no fueran los divinos misterios. Y el tesoro de misterios gozosos,
luminosos, dolorosos y gloriosos estaba bien custodiado por la meditación en el
cofre de su corazón. Ella había elegido la mejor parte y nadie se la quitaría.
José nunca tuvo que cuidar el corazón de María. Y tampoco el de Jesús. Su
trabajo era cuidar las cosas pequeñas, las cosas exteriores, las cosas de cada
día, la vida doméstica. Por eso cada día se esforzaba en alegrar el corazón de
aquella a la que una espada le habría de atravesar el alma. Y debía cuidar del
peso del martillo las manos de aquél que un día pendería de una cruz, clavado.
Tuvo que buscar entre fatigas y sudores el pan que nutrió al que nos alimenta
con su carne y su sangre. Y enseñó a andar y a volver de Egipto al que es el
camino y volvió victorioso de la muerte. José cuidó la carne de Cristo, con
toda su alma, con todas sus fuerzas. Nada estuvo tanto tiempo en sus pensamientos,
en sus dudas, en sus congojas, sino el misterio de la encarnación de Dios. Bien
sabía José que esa carne bendita era la carne que Dios tomó de María Virgen, su
prometida. Y por eso la amaba como promesa cumplida. Y al amar la carne de
Cristo, al cuidar de ella, José nos amó a cada uno de nosotros, amó a la
Iglesia que habría de nutrirse de esa carne bendita. Al nutrir al que alimentó
la muchedumbre de la Iglesia, José nos dio vida a todos. Ese pobre José, no
hizo más que cuidar la cera con que se alimenta la luz pascual de la Iglesia.
No hizo más que dar trigo, agua y calor al Pan vivo, para que de su cielo bajara
al altar de la Iglesia. Así nos enseñó José que quien ama al cuerpo de Cristo
no puede amarlo sino con amor de familia, con amor doméstico, con amor de
Iglesia.
Una última idea, suele pasar que cuando se vive como extranjero en un país
lejano, comer los alimentos de la patria resulta un poderoso signo de comunión,
de añoranza y memoria de recuerdos alegres. Porque los primeros alimentos, esos
con los que más nos identificamos—porque somos lo que comemos—, esos los
recibimos como don, acompañado del calor maternal, de la complicidad de los
hermanos, de la generosidad paterna. Cuando como extranjeros comemos la comida
de la patria, de alguna manera comemos todo lo bello que hemos vivido. Algo así
sucede en la eucaristía. La eucaristía es un alimento de añoranza. Un alimento
que nos hace sentir nostalgia por la patria, por el banquete del cielo. Comemos
la belleza de una patria que no conocemos y ya añoramos. Porque la ira, la
violencia, el engaño, la venganza, son vino de dragones que bebemos en nuestras
calles, en nuestros trabajos, y que envenena nuestra vida. Son vino que deforma
nuestros rostros, les desfigura la belleza. Tal vez en nuestro tiempo lo que
más evidente nos resulta del pecado no es siempre su componente moral. Tal vez
en nuestro tiempo lo que hace evidente la maldad del pecado es su fealdad. Una
vida en el pecado es fea. Una vida sin comunión, cargada de odio y rencores, es
muy fea. Olvidar a los pobres, abandonar a los ancianos, asesinar a los
pequeños, es algo feo. No hay belleza en nada de eso. Comer la eucaristía es
comer la belleza. La belleza que puede recordarnos lo que somos, la belleza que
puede transportarnos a la patria que nos espera. «¡Gusten y vean, qué bueno es el Señor!»
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