jueves, 11 de abril de 2013
miércoles, 10 de abril de 2013
jueves, 21 de marzo de 2013
In transitu NSP Benedicti
Cuenta Dante en su Comedia
que, recorriendo el paraíso, había visto cien pequeñas esferitas que juntas
aumentaban su belleza con mutuos rayos. De entre ellas se adelantó la mayor y
más brillante perla para responder al deseo de Dante de saber quiénes eran. Era
Benito de Nursia. Benito le explicó que las otras luces «fueron hombres contemplativos, encendidos
de aquel amor que hace nacer flores y frutos santos». Los santos monjes aparecían como
esferitas porque la esfera es una figura perfecta: termina donde comienza, como
la estabilidad de los monjes; y porque una perla siempre devuelve la luz que
recibe para hacer junto con otras una luz mayor.
En fondo ésta es la finalidad última de la estabilidad
cenobítica, iluminarnos unos a otros, para hacer juntos una luz mayor. A esto
nos incita Benito cuando nos habla en la Regla del buen celo que conduce a Dios
y a la vida eterna, y que han de practicar los monjes: «que se anticipen en rendirse honor
mutuamente, que toleren con suma paciencia sus debilidades, tanto del cuerpo
como morales, que se emulen en mostrarse obediencia; nadie siga lo que juzgue
útil para sí, sino lo que sea más útil para otro; que se demuestren el amor de
fraternidad castamente, que teman a Dios con amor, que amen a su abad con sincera
y humilde caridad, que nada absolutamente antepongan a Cristo, quien
juntos nos conduzca a la vida eterna».
Este celo bueno, vence otro celo amargo que aleja de Dios y
conduce al infierno. Recuerdo que un conocido sacerdote cuando alguien se
despedía de él diciéndole: «Hasta
luego, padre, cuídese». Él
respondía jocoso: «Sí, claro,
¿pero de quién?». Y tenía
razón. A fin de cuentas cuando nos cuidamos demasiado solamente a nosotros
mismos, acabamos sospechando que los demás ya están prontos para hacernos daño.
Y éste es un celo amargo que aleja de Dios y conduce al infierno. La vida
monástica cenobítica no es para eso. El meollo de la vida común es poder
iluminarnos unos a otros, ayudarnos unos a otros, cuidarnos unos a otros.

Queridos amigos, esta tarde nos hemos reunido para celebrar esta Misa
cantada en la forma extraordinaria para la gloria de Dios, en honor del
tránsito de Nuestro Padre San Benito al cielo. Se ha requerido mucho tiempo de
preparación. Cuando Su Santidad Benedicto expresó su deseo de restaurar la
forma tradicional del rito romano, nosotros nos apresuramos a ser de los
primeros en obedecer los deseos de Nuestro Señor el Papa, pues la tradición nos
enseña así, a estar prontos a obedecer los desideria
Papæ como si se tratara de una orden. En estos días hemos sido adoctrinados
con numerosos ejemplos de nuestro muy amado Papa Francisco. Sabemos que él ama
muy especialmente a los pobres y los lleva en el corazón. Sabemos que él desea
una Iglesia de pobres y para los pobres. Por eso nosotros queremos ser de los
primeros en cumplir sus deseos. Quiero pedirte que si estabas pensando dejar
algunas monedas en esta Iglesia, no las dejes aquí. Ve, y eso que pensabas dar
para esta Misa, dalo a los pobres. Así mostraremos nosotros con este gesto que
queremos obedecer al Santo Padre, que acogemos con amor su enseñanza y que
queremos amar a los pobres como él los ama, como Dios los ama. Esto es el
Evangelio.
miércoles, 13 de marzo de 2013
martes, 12 de marzo de 2013
"Iam non dicam vos servos", 2: San David Uribe
En el primer centenario de la Cantamisa del glorioso Mártir San David Uribe
«Había prisa. El tres de marzo llegaba David a su pueblo natal, Buenavista de Cuéllar. Llegó a las nueve de la mañana y, maleta en mano, se dirigió a la casa paterna en las afueras de Buenavista.
«Había prisa. El tres de marzo llegaba David a su pueblo natal, Buenavista de Cuéllar. Llegó a las nueve de la mañana y, maleta en mano, se dirigió a la casa paterna en las afueras de Buenavista.
Su madre, que se
encontraba en el patio de la casa, lo vio venir, pero no lo reconoció, pues no
lo esperaba. Eran días en los que su hijo debía estar en el Seminario, pues los
cursos habían iniciado apenas dos meses antes.
—“Allá viene un
catrín”, dijo su madre a sus familiares. Pero pronto su corazón de madre le
hizo exclamar: —“¡Es mi hijo!”
Gritó llena de
gozo y con un dejo de angustia. Gozo porque llegaba su ser querido; angustia,
porque temía que alguna enfermedad, algún problema, le hubiera hecho dejar el
Seminario. Estaba segura de que su hijo tenía vocación al sacerdocio. Las
madres de los sacerdotes parecen tener una especial vocación.
Había oído a su
esposo decir a David: “Hijo, tú sabes que los tiempos se están poniendo
difíciles para la Iglesia y que en algunos Estados hay verdadera persecución.
Se dice que también aquí habrá complicaciones y que perseguirán a los
sacerdotes hasta matarlos. Sería bueno que dejaras el Seminario y te dedicaras
a otra profesión”. Oyó también cómo su hijo, a quien faltaba poco para dar el
paso decisivo, respondía: “No, papá. Debo seguir en el Seminario. Si hay
persecución aquí y me quitan la vida, para mí sería una dicha morir en defensa
de mi fe”.
Doña Victoriana,
llorando de emoción, abrazó a su hijo al tiempo que le preguntaba: —“¿Qué te
pasa, hijo? ¿Por qué te viniste?” —“¡Cómo! ¿No recibieron mi comunicación?”
—“Ninguna”. —“Pues que ya soy sacerdote y el doce de este mes debo celebrar mi
cantamisa”. Tarea fácil resulta imaginar la escena que siguió: abrazos,
felicitaciones, besos a esas manos recién ungidas.
Es muy justo
suponer que ese mismo día, por elemental cortesía, por respetuosa estimación, y
para programar la ceremonia, se entrevistaría con el señor cura del lugar. El
Padre Regino Moreno, que así se llamaba el párroco, desplegó su natural
entusiasmo pastoral para movilizar al pueblo que fue muy sensible al llamado de
su pastor, haciendo honor a su raigambre y abolengo cristianos.
Y ese doce de
marzo de 1913, a los bonavistenses les pareció que sus campanas estrenaban
sones. Oliendo a trapo nuevo, jubilosos acudieron a la Primera Misa Solemne de
un coterráneo».
Tomado del libro Beato P. David Uribe Velasco. Vida y martirio, escrito por el R.P. José Uribe Nieto.
Tomado del libro Beato P. David Uribe Velasco. Vida y martirio, escrito por el R.P. José Uribe Nieto.
domingo, 3 de marzo de 2013
"Arborem fici habebat quidam plantatam in vinea sua"
Dominica III in
quadragesima
Se dice que en una ocasión, alguien
preguntó a la Madre Teresa: «¿Y
si pudiera Usted cambiar algo en la Iglesia, qué cambiaría?» A lo que la Madre respondió: «Me cambiaría a mí misma». Nos sorprende una respuesta así,
viniendo de una mujer extraordinariamente santa. La Madre podía dudar de su
obra, pero no de la obra de la Iglesia. Solía decir la Madre Teresa que toda la obra de
su vida no era más que «una gota de
entrega en un océano de sufrimiento». Pero que «si esa gota
no existiera, le haría falta al mar entero».
Creía la Madre que todos los días del mundo eran
una gran noche para Cristo, en la que su amor sediento estaba crucificado en
una cruz de tinieblas que abrazaban todo. En esa agonía indecible, Cristo le
suplicaba desde sus tinieblas: «Ven, sé mi luz». Por eso la
Madre nunca se aventuró en horizontes contemplativos, nunca ascendió las cimas
espirituales que muchos grandes Maestros subieron. La Madre sabía que Cristo le
había dado una pequeña luz para iluminar los inmensos abismos del dolor, del
sufrimiento. Sólo para iluminarlos, para transfigurarlos por un instante.
Cristo le había dado una pequeña llama para poner un poco de calor en sus
heladas manos crucificadas, las heladas manos de los pobres. Era una llama tan
pequeña que no alcanzaría jamás a disipar las tinieblas profundas del sufrimiento
en el que Dios está crucificado y
tampoco fundiría los hielos del mal en el mundo. Sabía la Madre que su luz era
muy pequeñita de frente a la tiniebla inmensa del mal y el sufrimiento. Y también
sabía que si ascendía las aireadas y luminosas cumbres de la contemplación, la
misma fuerza del soplo del Espíritu acabaría por apagar su pequeña llama. La
Madre prefirió su lucecita, su pequeña gota de entrega en un océano de
sufrimiento. Y si esa chispa de luz no hubiera existido, las tinieblas que
crucifican a Dios la habrían echado de menos, les habría hecho falta. Con toda
verdad alguien dijo la tarde en que murió la Madre Teresa: «Esta noche en el mundo hay menos amor, menos compasión y
menos luz». Un
Santo no añade gran cosa al mundo, resuelve muy pocos dolores, al límite los
transfigura. Pero cuando un santo muere hay menos amor en el mundo. El mundo
vuelve a su noche y añora la chispa de luz que se encendió en sus tinieblas.
Dios ha puesto a los santos en su Iglesia para
que brillen en la noche del mundo. A veces han brillado juntos como chispas nocturnas
de pirotecnia. Otras veces han pasado solitarios como estrellas fugaces, casi
sin ser notados. Dios ha puesto los santos en su Iglesia con la misma gracia
con que un hombre plantaría una higuera en su viñedo. Son higueras que están
allí para dar fruto mientras las vides maduran su vino.
Es curioso, las higueras no son plantas
exigentes. En algunas regiones crecen sin dificultad, en terrenos ásperos,
rocosos, o incluso en las grietas de viejos muros. Normalmente son plantas
generosas, que entregan en verano frutos que se pueden conservar por mucho
tiempo. Por eso, cuando Jesús nos habló en su parábola de amor acerca de una
higuera que no daba frutos y que el viñador se inclinó a removerle la
tierra con la esperanza de hacerla
fructificar nos parece un poco raro. Fíjate bien, Jesús habla de algo muy
importante: los santos son higueras plantadas en un viñedo. Dios los coloca en
su Iglesia para mostrar su misericordia y su paciencia. Les lava los pies y les
da la oportunidad de elegir la mejor parte, la luz pequeñita con que han de
iluminar la noche del mundo. Les lava los pies, les remueve la tierra para que
se desprendan de todo lo mundano y produzcan dulces frutos que permanezcan.
Los demás en la Iglesia no somos higueras, somos
vides. Y Dios es el viñador. Muchas veces he escuchado a varias personas que me
preguntan acerca de la moralidad de los católicos. Y tengo que admitir como
plausible que la mayoría de los criminales de nuestro país hayan sido
bautizados y desde ese día comenzaron a formar parte de la Iglesia, de esta
nuestra Iglesia, y a ser llamados con todo derecho hijos de Dios.
Por otro lado, nadie duda que la Iglesia ha logrado vencer el
paso del tiempo; pero los tiempos cristianos también han conocido siglos de
odios, injusticias, opresiones, corrupción y aún quedan muchas cosas que
anhelan tiempos mejores.
Si un hombre confundido en sus creencias viniera
a nuestra eucaristía dominical, difícilmente podría creer que ésta es la
religión verdadera. Rápidamente enumeraría muchas contradicciones. Pero si en esta
iglesia todos fueran santos, nadie dudaría de la verdad de la Iglesia. Un
célebre predicador lo hizo notar ya una vez: viéndola tan perfecta, tan
ardiente de caridad, tan santa, ya no habría lugar para dudar ni de la Iglesia
ni de su origen divino; pero por lo
mismo tampoco habría lugar para la fe. La verdad de la Iglesia se impondría por
su evidencia; por sus frutos la reconoceríamos. Aunque no sé cómo podría un
pecador encontrar en ella la esperanza. De antemano no habría lugar para nadie
que no fuera perfecto. Dios no quiso esto para su Iglesia.
Es que la Iglesia es un viñedo. Y su fruto es el vino
del reino que se prepara entre todos. De todas las vides, de todos los racimos,
de todas las uvas, Dios saca un solo vino. Por eso, cuando estamos juntos aquí,
todos pecadores, al menos por una hora no estamos haciendo lo peor. Juntos
estamos a salvo.
No vayan a pensar que cuando nosotros cosechamos
la miel de nuestras colmenas, recogemos de todas por igual miel abundante y de
excelente calidad. No, hay colmenas muy generosas, rebosantes; pero hay también
colmenas avaras y perezosas. Y con lo poco o lo mucho que cada una aporta se
hace una única dulzura de lo mejor. Así es la Iglesia: todos juntos hacemos que
el mundo sea un poquito mejor.
El otro día, mientras meditaba en esta parábola
de Cristo, me di cuenta que una palma datilera en nuestro huerto, con unos
quince años de haber sido plantada, finalmente ha comenzado a dar frutos. Ya es
una palmera algo elevada y cuesta trabajo ver sus dátiles, pero allí están. Me
hizo pensar que Jesús en sus parábolas nunca habló de árboles grandes que
obligaran a mirar al cielo. El único árbol que obliga a mirar al cielo es la
cruz. En sus parábolas y misterios, Jesús habló de vides, de higueras, zarzas, y
mostaza: todos arbustos que no miden más que un hombre y que hay que inclinarse
hacia ellos para acercarse a su misterio. Todos esos arbustos son el reino, son
la Iglesia, y la verdad celestial de la Iglesia no se impone.
sábado, 2 de marzo de 2013
"Iam non dicam vos servos", 1: San David Uribe
En el primer centenario de la Ordenación Sacerdotal del glorioso Mártir San David Uribe
«Habían pasado tres meses del inicio del último año de Teología. Sabía el diácono David que el presbiterado estaba cerca y que era preciso dedicarse totalmente a la piedad, al estudio y a la disciplina. Unos meses más y sería sacerdote del Altísimo. Pero Dios tenía otros proyectos. Él quería darle a su mártir otra preparación que el Seminario no podía prestarle.
«Habían pasado tres meses del inicio del último año de Teología. Sabía el diácono David que el presbiterado estaba cerca y que era preciso dedicarse totalmente a la piedad, al estudio y a la disciplina. Unos meses más y sería sacerdote del Altísimo. Pero Dios tenía otros proyectos. Él quería darle a su mártir otra preparación que el Seminario no podía prestarle.
Un día, el Obispo Diocesano, el hierático pero sapiente
Señor Francisco Campos y Ángeles, llamó al diácono David Uribe. Acudió
obediente, sin sospechar siquiera el motivo del llamado. El sacerdote
guerrerense, el P. Antonio Hernández, originario de Pungarabato, hoy Ciudad
Altamirano, había sido preconizado Obispo de Tabasco. Había recibido la
ordenación episcopal en la catedral diocesana de Chilapa, pero por las
circunstancias peculiares del Estado de Tabasco, no había podido tomar posesión
de su sede.
La situación en aquella entidad daba signos de mejorar y el
nuevo prelado ansiaba estar con sus ovejas. Sabía de la situación política de
las tierras tabasqueñas, de los graves problemas y sobre todo de la escasez de
sacerdotes. Por eso rogó encarecidamente al Señor Campos que le prestara
siquiera por un tiempo a David Uribe, al que deseaba llevar consigo ya
sacerdote.
El Señor Obispo de Chilapa amaba a la Diócesis de Tabasco.
De Tabasco había salido el tercer Obispo Fray Buenaventura Portillo y Tejeda
para venir a esta Iglesia particular de Chilapa. Aunque necesitaba los
servicios de David, accedió con admirable generosidad. No podía, sin embargo,
ordenar presbítero al Diácono Uribe ni enviarlo a otra Diócesis sin pedirle su
consentimiento.
Con exquisita prudencia informó del asunto a David Uribe
manifestándole el deseo de que obsequiara la petición del Señor Hernández. Para
el Diácono David los deseos del superior eran órdenes y aceptó con su
proverbial generosidad, no por el deseo de ser ordenado presbítero con tanta
premura, sino porque sentía que era la voz de Dios.
Y así, el dos de
marzo de 1913, en la Catedral Diocesana de Chilapa, y por ministerio del Señor
Obispo Francisco Campos y Ángeles, fue promovido al Orden de los Presbíteros.
Escribiría más
tarde: “Si fui ungido con el Óleo Santo que me hace ministro del Altísimo, ¿por
qué no he de ser ungido con mi propia sangre?”
David, tirado,
sí, tirado, rostro en el piso, sentía descender sobre él como una lluvia
benéfica, cuando el coro de la Santa Iglesia Diocesana entonaba las letanías de
todos los Santos. Un día estaría tirado en la tierra que bebería su sangre como
la del justo Abel. No podía saberlo él. Pero Dios no podía ignorarlo, y
hermosamente, dulcemente, divinamente, acariciaría el alma de su siervo
llamándolo al martirio.
El Obispo
Consagrante, puesto de pie, solemnemente invocaba sobre ese hombre las
bendiciones del Altísimo. “Ut hunc
electum tuum, benedicere et sanctificare et consecrare digneris…”,“Que te
dignes bendecir, santificar y consagrar a éste tu elegido…”
Con emoción
inefable sintió posarse sobre su cabeza las robustas manos del Señor Campos. Un
sacudimiento de Pentecostés hacía cimbrar todo su ser cuando el Prelado dejaba
caer las palabras consecratorias en el majestuoso latín: “Da, quæsumus, omnipotens Pater, in hunc famulum tuum, presbyterii
dignitatem”, “Da, te rogamos, Padre omnipotente, a este siervo tuyo, la
dignidad del presbiterio”. Y hasta las médulas de su alma llegarían las
palabras: “Innova in visceribus eius
Spiritum sanctitatis…”, “Renueva en su interior el Espíritu de santidad”.
Y cuando sus
manos eran ungidas, manos que ya podrían levantarse para bendecir, para
absolver, para ser un altar de Jesús, para llevar el Pan de Vida a sus
hermanos, cuando esas manos eran acariciadas por el Óleo, las contemplaría
espantado de su propia dignidad.
Las dulcísimas
notas del coro, dulcísimas porque arropaban las palabras del Maestro, tenían un
pregusto de cielo: “Iam non dicam vos
servos, sed amicos meos”, “Ya no les diré siervos, sino amigos míos”.
Monseñor
Francisco Campos y Ángeles, teniendo entre las suyas las recién ungidas manos
del Presbítero David Uribe y mirándole a los ojos, le pregunta: “Promittis mihi et successoribus meis
reverentiam et obœdientiam?”, “¿Prometes a mí y a mis sucesores obediencia
y reverencia? “Promitto”, respodió el
sacerdote quebrándosele la voz por la emoción.
Por fin
sacerdote, meta de sus juveniles anhelos. Meta que era punto de partida.
Principio de un penoso caminar gastándose en el servicio de los demás. Y porque
Jesús no le cabía en el pecho, sentía un callado y no identificable deseo de
darse, no a cuentagotas, sino de quebrarse como el alabastro de la Magdalena».
Tomado del libro Beato P. David Uribe Velasco. Vida y martirio, escrito por el R.P. José Uribe Nieto.
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