El Señor Dios ordena: “No matarás”.
Y un Maestro
añade: “No matarás: A ti mismo, ni al tiempo (que pertenece a Dios), ni a la
confianza. No matarás la muerte (trivializándola), al país, al otro, a la
Iglesia”.
Amigos y amigas, una
vida se nutre para subsistir. Pero para vivir también se necesita ayunar. Cuando
Adán y Eva vivían en el paraíso, el Señor Dios les dijo: “De todos los árboles
del jardín pueden alimentarse, pero no coman del árbol del conocimiento del
bien y del mal”. Era una forma de ayuno que el Señor Dios les impuso para
preservar sus vidas de la muerte. Ayunar de lo que daña la vida es renunciar a
matarse a sí mismo. Si un hombre lleva a sus entrañas la maldad que lo
destruye, de nada le aprovecha. Se parece a un jinete que lleva un dardo mortal
en el corazón, aun cuando el caballo logre ponerse a salvo, corriendo por
caminos seguros, la vida verdadera ya se ha perdido. No matarás a ti mismo, no
pondrás en tu corazón el dardo envenenado de la maldad, de la crueldad, de la
violencia.
Y no matarás el
tiempo, que pertenece a Cristo, dueño y maestro de toda vida. Porque el tiempo
es una luz que Dios ha puesto en las lámparas de nuestras vidas para iluminar
la gran noche de espera que es nuestra historia, mientras aguardamos que
despunte su gran día, el día del Señor. No matarás el tiempo, porque el tiempo
es la esperanza de Dios. Como el sol que desde lejos acaricia con su calor y
claridad los frutos de los campos y los hace madurar, así Dios se sirve del
tiempo para madurar desde lejos los frutos de nuestras vidas. No matarás el
tiempo, porque matar el tiempo es vivir en la embriaguez ociosa de un sonambulismo sin vigilancia ni presencia.
Y tampoco matarás la
confianza, que es el lecho de la vida, su baluarte, su fortaleza, su escondite.
La confianza es el pecho donde se reclina la vida, buscando una fuente
escondida en la corazonada del prójimo. No matarás la confianza, porque los
hilos de la confianza han sido puestos por Dios para que los sarmientos puedan
trepar mientras descansan. No matarás la confianza con el gusano de la
infidelidad y la traición, ni con la polilla de la mentira y el chisme. No
dejes caer lo que Dios ha puesto en tus manos.
Nosotros,
vivificados en la resurrección del Señor, sabemos que toda vida humana es irreversible e
irrevocable. Una vez echada a andar, no da marcha atrás. Porque no hay nada que pueda detener la
firme llamada con que Dios saca nuestras vidas de la faz de la nada. Nada puede
detener su mandato de amor: “¡Vive!”. Por eso, no matarás la muerte, banalizándola,
porque la muerte es un gran misterio. Es de todos nuestros nacimientos el más
doloroso, el que nos hace más libres, pero también más cercanos al juicio de
Dios.
No matarás el país,
porque Aquel que es la Patria verdadera, Cristo, verdadera casa del Padre, ha
querido que tengamos un país para prepararnos a la Ciudad Celeste. No siembres,
pues, el miedo, el fraude, la maldad en esta tierra, porque toda semilla de
corrupción será arrancada en la Patria del Cielo.
Y tampoco matarás al
otro. No cortarás la vida de tu prójimo, impidiéndole el paso a la aventura del
amor y de la libertad, ni matarás a la Iglesia, impidiendo que la fresca vida
que brota de la cruz llegue a todos los corazones, hogares, ciudades.
Amigos, todo esto, el tiempo,
la confianza, la Patria, el prójimo, la Iglesia, son profetas que Dios envía
día con día a pedirnos cuentas de su viña, la viña que él plantó, y que somos
cada uno de nosotros. Los envía para anticipar su venida. ¿Qué hará el Señor,
dueño de la viña, si a su vuelta encuentra sólo la embriaguez del tiempo
perdido? ¿Qué hará si encuentra la confianza muerta a traición o si encuentra a
su regreso apedreada la Patria, el prójimo, la Iglesia?