Sermón predicado el 9 de enero de 2009 y el 13 de enero de 2012
Es curioso, muchas
aves en las horas crepusculares suelen gritar con todas sus fuerzas. Es como si
tuvieran miedo al día que termina o al que comienza. Con sus gritos pretenden
fastidiar el humor de sus potenciales depredadores y tenerlos alejados,
mientras buscan refugio y seguridad en la compañía de otras aves de la misma
especie. Ya en otra ocasión les he contado que hace algunos años me regalaron
un loro bebé, un polluelo que tuve que alimentar desde pequeño con una cuchara.
El polluelo fue creciendo hasta convertirse en un loro fuerte y chistoso. A un
cierto punto, como les sucede a todos los loros, descubrió que su pico y su voz
eran sus juguetes favoritos, y también su arma más confiable. Gritaba con todas
sus fuerzas cuando se sentía solo o fuera de lugar.
Un día me regalaron
otro loro de la misma especie, pero un año más joven. Pensé que el asunto de la
soledad estaba finalmente arreglado. Pero no fue así. Cuando intenté poner
juntos a los dos loros, el más joven, y menos corpulento, esponjó sus plumas
hasta parecer una gran pelota emplumada para fingir ser el más grande y comenzó
a lanzar gritos y picotazos contra el loro mayor. El más grande, en cambio,
comenzó seriamente a proteger su territorio y a devolver con arrogancia cada
picotazo que el más joven le propinaba. Muchas veces pensé que así como nos
sucede a todos, estos loros tenían la solución a todas sus soledades y
angustias en su propia casa, pero el complicado juego que establece quién es el
más grande siempre acaba por privarnos de la felicidad. ¡Qué curioso! El otro
día un hermano, mientras íbamos de camino, me hizo notar que casi siempre
buscamos la felicidad como quien busca sus lentes y los tiene en la cabeza.
Bueno, el caso es que
para disolver las diferencias entre los dos loros, decidí recurrir a un truco
infalible. Saben, el agua es siempre un medio de reconciliación. Une lo que de
otro modo no se disuelve. Incluso las fieras más temibles perdonan la vida a su
presa si a la mano hay agua que les permita aplacar la rebelión interna que la
sed provoca. También los loros aman el agua. Ya desde el nido aprenden a
bañarse incluso antes de aprender a nutrirse por sí solos. En las tardes de
lluvia, los polluelos apenas emplumados salen en fila, caminando de lado, una
pata después de la otra, sujetándose con fuerza de las más gruesas ramas de los
árboles gracias a sus afiladas uñas todavía sin estrenar. Y disfrutan, como
chiquillos que son, la fiesta del agua. Como las plumas brotan encapsuladas en
una suerte de espina, cuando emerge la suavidad del plumaje, la espina se
revienta en muchas pequeñas escamas que provocan picazón e incomodidad al
antiguo dinosaurio volador. El agua alivia la incomodidad de las plumas nuevas,
lo suaviza todo. Además, hace hervir de frescura el torrente sanguíneo, y el
polluelo acaba con el corazón bien alegre.
Fue así como pude
hacer que los dos loros se hicieran amigos. Los llevé a tomar un baño de agua
fresca. No pudieron resistir. En pocos minutos el agua había borrado
territorios y tamaños, y los dos rivales disfrutaban la fiesta del agua como
dos viejos camaradas.
El Creador de todas
las cosas quiso que el agua fuera instrumento de reconciliación, de amistad, de
pureza y de paz. ¿Cómo se nutriría la raíz de la tierra, sin la mediación del
agua? ¿Cómo se restauraría la belleza, sin la pureza desinteresada del agua?
¿Cómo se refrescaría la caridad sin un vaso de agua? El agua obliga a la
solidaridad y a la amistad. Por eso Dios quiso que el agua fuera el signo de su
vida y de su amor. Cristo, al bajar a las frías aguas del Jordán, quiso manifestar su descenso en la frialdad de nuestra muerte para que nosotros ascendamos a la frescura de su vida divina. Cristo, al bajar a la aguas del Jordán manifestó ante el
mundo entero que Dios es pequeño y humilde y que su amor quiere la amistad con
el corazón sediento del hombre. Cuando Cristo fue bautizado por Juan en el
Jordán, Dios vino a la fiesta del agua y de la limpieza. Vino a alegrarse con
el hombre, a ser amigo suyo. Pero eso no es todo. Dios Padre, Creador de todo,
que en el principio separó las aguas para establecer la tierra firme donde
pudiera el hombre caminar y vivir la vida, cuando Cristo fue bautizado ya no
separó las aguas, porque en adelante las aguas habrían de ser sacramento de
unidad entre los hombres. Abrió Dios los cielos y los separó, para que el
hombre tuviera cielo firme, un territorio de comunión con los santos. Abrió Dios
los cielos para que entren en ellos los que se unen en caridad por las aguas
del bautismo. Cuando Juan bautizó a Cristo con el agua del Jordán, el Padre lo
bautizó con su testimonio de amor: “Éste es mi Hijo muy amado”. Y cada uno de
nosotros ha celebrado su propio bautismo en su bautismo de amor. Hemos sido
bautizados en el torrente de amor con que el Padre ama a Cristo. No ensuciemos
las aguas de la vida, no dividamos las aguas del único amor, no despreciemos la
claridad de la gracia que nos salva.
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