domingo, 29 de enero de 2012

Non occides: No matarás


El Señor Dios ordena: “No matarás”.
Y un Maestro añade: “No matarás: A ti mismo, ni al tiempo (que pertenece a Dios), ni a la confianza. No matarás la muerte (trivializándola), al país, al otro, a la Iglesia”.
Amigos y amigas, una vida se nutre para subsistir. Pero para vivir también se necesita ayunar. Cuando Adán y Eva vivían en el paraíso, el Señor Dios les dijo: “De todos los árboles del jardín pueden alimentarse, pero no coman del árbol del conocimiento del bien y del mal”. Era una forma de ayuno que el Señor Dios les impuso para preservar sus vidas de la muerte. Ayunar de lo que daña la vida es renunciar a matarse a sí mismo. Si un hombre lleva a sus entrañas la maldad que lo destruye, de nada le aprovecha. Se parece a un jinete que lleva un dardo mortal en el corazón, aun cuando el caballo logre ponerse a salvo, corriendo por caminos seguros, la vida verdadera ya se ha perdido. No matarás a ti mismo, no pondrás en tu corazón el dardo envenenado de la maldad, de la crueldad, de la violencia.
Y no matarás el tiempo, que pertenece a Cristo, dueño y maestro de toda vida. Porque el tiempo es una luz que Dios ha puesto en las lámparas de nuestras vidas para iluminar la gran noche de espera que es nuestra historia, mientras aguardamos que despunte su gran día, el día del Señor. No matarás el tiempo, porque el tiempo es la esperanza de Dios. Como el sol que desde lejos acaricia con su calor y claridad los frutos de los campos y los hace madurar, así Dios se sirve del tiempo para madurar desde lejos los frutos de nuestras vidas. No matarás el tiempo, porque matar el tiempo es vivir en la embriaguez ociosa de un sonambulismo sin vigilancia ni presencia.
Y tampoco matarás la confianza, que es el lecho de la vida, su baluarte, su fortaleza, su escondite. La confianza es el pecho donde se reclina la vida, buscando una fuente escondida en la corazonada del prójimo. No matarás la confianza, porque los hilos de la confianza han sido puestos por Dios para que los sarmientos puedan trepar mientras descansan. No matarás la confianza con el gusano de la infidelidad y la traición, ni con la polilla de la mentira y el chisme. No dejes caer lo que Dios ha puesto en tus manos.
Nosotros, vivificados en la resurrección del Señor, sabemos que toda vida humana es irreversible e irrevocable. Una vez echada a andar, no da marcha atrás. Porque no hay nada que pueda detener la firme llamada con que Dios saca nuestras vidas de la faz de la nada. Nada puede detener su mandato de amor: “¡Vive!”. Por eso, no matarás la muerte, banalizándola, porque la muerte es un gran misterio. Es de todos nuestros nacimientos el más doloroso, el que nos hace más libres, pero también más cercanos al juicio de Dios.
No matarás el país, porque Aquel que es la Patria verdadera, Cristo, verdadera casa del Padre, ha querido que tengamos un país para prepararnos a la Ciudad Celeste. No siembres, pues, el miedo, el fraude, la maldad en esta tierra, porque toda semilla de corrupción será arrancada en la Patria del Cielo.
Y tampoco matarás al otro. No cortarás la vida de tu prójimo, impidiéndole el paso a la aventura del amor y de la libertad, ni matarás a la Iglesia, impidiendo que la fresca vida que brota de la cruz llegue a todos los corazones, hogares, ciudades.
Amigos, todo esto, el tiempo, la confianza, la Patria, el prójimo, la Iglesia, son profetas que Dios envía día con día a pedirnos cuentas de su viña, la viña que él plantó, y que somos cada uno de nosotros. Los envía para anticipar su venida. ¿Qué hará el Señor, dueño de la viña, si a su vuelta encuentra sólo la embriaguez del tiempo perdido? ¿Qué hará si encuentra la confianza muerta a traición o si encuentra a su regreso apedreada la Patria, el prójimo, la Iglesia?



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