martes, 21 de febrero de 2012

Feria IV cinerum





Un doctor eminentísimo, un buen amigo del alma, cuenta que hubo una vez una niñita que iba de camino y encontró un aguilucho. Era un recién nacido que, haciendo manchicuepas y soñando con su futura libertad, cayó del nido sin darse cuenta. Maravillada por su belleza, la pequeña lo tomó consigo, lo llevó a la casa de su Padre y lo cuidó con la diligencia propia de los niños. Cada día la niñita tomaba de la mesa una porción de la carne de su plato y la daba generosa al aguilucho que lentamente se fue fortaleciendo. Pronto sus alas se vistieron de majestad y sus garras adquirieron una fuerza admirable. El águila podía volar libremente durante el día, y al atardecer, cuando todo se vestía con el manto oscuro de las estrellas y el frío descendía sobre el mundo como aquella primera noche originaria en que cayó del pequeño paraíso de su nido, el águila se cobijaba en el desván de la casa y la pequeña cerraba la puerta para mantener el calor.
Una noche de esas en que el frío desconoce la clemencia, el fuego del hogar invadió toda la casa. La casa ardía entre las llamas de un incendio. La pequeña al darse cuenta del fuego, corrió a abrir la puerta del desván para que su águila amada pudiera salir. Apenas alcanzó a abrirla antes de que el humo y el chisporroteo del fuego la hicieran perder el sentido. La niña cayó por tierra y pronto las llamas se apoderaron de ella. El águila al ver la bondad de su amita no quiso marcharse. Quiso tomarla por los hombros con sus garras fuertes, pero no pudo moverla. Trató de cubrirla con sus plumas para protegerla, pero todo fue inútil. Entonces el fuego unió sus corazones en un único resplandor que fundía el helado invierno. Dicen que de las cenizas de los dos corazones se formó una estrella, que sirvió para guiar a muchos por el camino y derritió la inclemencia de los hielos.
Fíjate bien, la niña es Cristo, el águila eres tú. Cuando el pecado original nos hizo caer lejos del paraíso, perdimos de vista nuestro nido; débiles y temblorosos en el invierno del mundo, nuestro Señor Jesucristo nos tomó en el calor de sus divinos brazos, nos alimentó con su propia carne y nos confortó con su amor. Nos dio una clemencia y ternura mucho mejores que las que pudimos haber tenido en el nido del paraíso. Nos dio su amistad, y jugando con él aprendimos a volar libres, a ver el mundo desde lo alto. Pero el invierno del mundo y la oscuridad de la vida nos obligan todavía a recluirnos, a escondernos en la cabañita de su corazón amante. Y un día, en este día, ese corazón ardió. Nosotros, el águila amada, fuimos lo primero, lo último, lo único que liberó su amor misericordioso. Nada pudo detener su ardor. Ni nosotros mismos con nuestras manos manchadas, acostumbradas a arrebatar la vida. Antes de dormirse en el fuego de su amor nos dio la posibilidad de escapar, de perdernos en la oscuridad de la noche, en el frío del mundo.
Oye bien sus palabras que te donan la libertad: «Adiós amigo. No te duelas de que he perecido por salvarte. Muchos pierden cuanto más aman y sobreviven. Yo muero sin perderte, y por eso muero dichoso. Eres libre, vuela. Y cuando puedas volar hacia los tuyos, háblales de mí, de mi muerte y tu victoria. Díles cuánto te quise, y sé fiel a mi memoria. Y ellos se alegrarán y dirán a una sola voz: "verdaderamente fue un buen amigo el tuyo". Adiós amigo, no me quejo del precio de tu vida, que pronto habré comprado toda entera. Adiós amigo, y no te duelas de que he perecido por salvarte».
Así, pues, mira bien lo que tienes ante los ojos. No tengas miedo del fuego del amor divino. Y si de este fuego no queda en ti más que cenizas, preséntaselas humildemente, para que él te levante del polvo con la luz de la resurrección y surjas con él como estrella matinal. Ahora que el corazón te mueve a reposar sobre el corazón amoroso de Cristo, descansa en su fuego, en el ardor de su amor, porque este ardor es su misma vida divina que te invita a fundirte con él en un único latido, en un único calor, el único capaz de derretir el hielo del mundo en medio de la noche. Anda, pues, no lo dudes, abre las alas de tu libertad y desciende al corazón amoroso de Cristo que arde y pídele que te conceda morir con él y en él. Pídele que se acuerde de ti antes de entregarse al sueño de su amor y que en su fuego halles el calor del nido celestial que no conociste desde tu caída en el frío del pecado. Acércate al corazón de Cristo, y escucha cómo te habla en este día santísimo.
Texto basado en una leyenda narrada por San Francisco de Sales y en la obra El mercader de Venecia de W. Shakespeare

No hay comentarios:

Publicar un comentario