Un doctor eminentísimo, un buen amigo del alma, cuenta que hubo una vez una
niñita que iba de camino y encontró un aguilucho. Era un recién nacido que,
haciendo manchicuepas y soñando con su futura libertad, cayó del nido sin darse
cuenta. Maravillada por su belleza, la pequeña lo tomó consigo, lo llevó a la
casa de su Padre y lo cuidó con la diligencia propia de los niños. Cada día la
niñita tomaba de la mesa una porción de la carne de su plato y la daba generosa
al aguilucho que lentamente se fue fortaleciendo. Pronto sus alas se vistieron
de majestad y sus garras adquirieron una fuerza admirable. El águila podía
volar libremente durante el día, y al atardecer, cuando todo se vestía con el
manto oscuro de las estrellas y el frío descendía sobre el mundo como aquella
primera noche originaria en que cayó del pequeño paraíso de su nido, el águila
se cobijaba en el desván de la casa y la pequeña cerraba la puerta para
mantener el calor.
Una noche de esas en que el frío desconoce la clemencia, el fuego del hogar
invadió toda la casa. La casa ardía entre las llamas de un incendio. La pequeña
al darse cuenta del fuego, corrió a abrir la puerta del desván para que su
águila amada pudiera salir. Apenas alcanzó a abrirla antes de que el humo y el
chisporroteo del fuego la hicieran perder el sentido. La niña cayó por tierra y
pronto las llamas se apoderaron de ella. El águila al ver la bondad de su amita
no quiso marcharse. Quiso tomarla por los hombros con sus garras fuertes, pero
no pudo moverla. Trató de cubrirla con sus plumas para protegerla, pero todo
fue inútil. Entonces el fuego unió sus corazones en un único resplandor que
fundía el helado invierno. Dicen que de las cenizas de los dos corazones se
formó una estrella, que sirvió para guiar a muchos por el camino y derritió la
inclemencia de los hielos.
Fíjate bien, la niña es Cristo, el águila eres tú. Cuando el pecado
original nos hizo caer lejos del paraíso, perdimos de vista nuestro nido;
débiles y temblorosos en el invierno del mundo, nuestro Señor Jesucristo nos
tomó en el calor de sus divinos brazos, nos alimentó con su propia carne y nos
confortó con su amor. Nos dio una clemencia y ternura mucho mejores que las que
pudimos haber tenido en el nido del paraíso. Nos dio su amistad, y jugando con
él aprendimos a volar libres, a ver el mundo desde lo alto. Pero el invierno
del mundo y la oscuridad de la vida nos obligan todavía a recluirnos, a
escondernos en la cabañita de su corazón amante. Y un día, en este día, ese
corazón ardió. Nosotros, el águila amada, fuimos lo primero, lo último, lo
único que liberó su amor misericordioso. Nada pudo detener su ardor. Ni
nosotros mismos con nuestras manos manchadas, acostumbradas a arrebatar la
vida. Antes de dormirse en el fuego de su amor nos dio la posibilidad de
escapar, de perdernos en la oscuridad de la noche, en el frío del mundo.
Oye bien sus palabras que te donan la libertad: «Adiós amigo. No te duelas
de que he perecido por salvarte. Muchos pierden cuanto más aman y sobreviven.
Yo muero sin perderte, y por eso muero dichoso. Eres libre, vuela. Y cuando
puedas volar hacia los tuyos, háblales de mí, de mi muerte y tu victoria. Díles
cuánto te quise, y sé fiel a mi memoria. Y ellos se alegrarán y dirán a una sola
voz: "verdaderamente fue un buen amigo el tuyo". Adiós amigo, no me
quejo del precio de tu vida, que pronto habré comprado toda entera. Adiós
amigo, y no te duelas de que he perecido por salvarte».
Así, pues, mira bien lo que tienes ante los ojos. No tengas miedo del fuego
del amor divino. Y si de este fuego no queda en ti más que cenizas,
preséntaselas humildemente, para que él te levante del polvo con la luz de la
resurrección y surjas con él como estrella matinal. Ahora que el corazón te
mueve a reposar sobre el corazón amoroso de Cristo, descansa en su fuego, en el
ardor de su amor, porque este ardor es su misma vida divina que te invita a
fundirte con él en un único latido, en un único calor, el único capaz de
derretir el hielo del mundo en medio de la noche. Anda, pues, no lo dudes, abre
las alas de tu libertad y desciende al corazón amoroso de Cristo que arde y
pídele que te conceda morir con él y en él. Pídele que se acuerde de ti antes
de entregarse al sueño de su amor y que en su fuego halles el calor del nido
celestial que no conociste desde tu caída en el frío del pecado. Acércate al
corazón de Cristo, y escucha cómo te habla en este día santísimo.
Texto basado en una leyenda narrada por San Francisco de Sales y en la obra El mercader de Venecia de W. Shakespeare
Texto basado en una leyenda narrada por San Francisco de Sales y en la obra El mercader de Venecia de W. Shakespeare
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