Queridos hijos e hijas: nosotros jamás hemos visto a los ángeles, ni hemos
escuchado su voz. Yo diría que más bien conocemos el silencio que reina en nuestras
almas cuando se marchan. Pero a los ángeles no los hemos visto. No hemos
escuchado su voz.
La Virgen Madre de Dios vio el rostro del ángel del Señor y escuchó su voz
luminosa. Habló con él. “Y el ángel se retiró de su presencia”. Entonces la
Virgencita se quedó a solas; con Dios muy cerca del corazón. “El poder del
Altísimo te cubrirá con su sombra”, le había dicho el arcángel Gabriel, y el
gozo de María se iluminó por completo. Pero de toda esta luz sólo quedó la
sombra. A partir de ese instante dichoso, comenzaron días muy oscuros para
María. Oscuros porque el poder del Altísimo la cubría con su sombra. La dulce
voz del ángel volvió al silencio. Y en su lugar vinieron los cotidianos dichos
de los hombres, nuestra palabrería, nuestras murmuraciones y nuestros juicios
apresurados. Eran días oscuros, de esos días en que el corazón se contenta con
la chispa de la fe, el eco de la esperanza y el calorcito de la caridad. Y
mientras María tejía al Verbo inefable en sus entrañas.
Fíjate bien, María dice: “Yo soy la esclava del Señor, que se cumpla en mí
lo que has dicho”. Es como si dijera: “que se cumpla en mí el Amor que necesita
calor, cariño, gozo y esperanza. Que se cumpla en mí, el misterio del Dios que
se hace carne humana. Que este Amor reciba de mí el amor que mendiga. Que el
Dios inaferrable cumpla en mí su misterio”.
Dice la Escritura que cuando Adán pecó en el paraíso, Dios cosió túnicas de
piel para él y para Eva, su mujer. Pero cuando Dios envió a su Hijo al mundo,
fue María quien tejió una túnica de piel para el Autor de todas las cosas. Y
también dice la Escritura que cuando Adán pecó, Dios lo puso fuera del paraíso
y colocó un querubín en la entrada para que no volviera. Pero cuando Dios envió
a su Hijo al mundo, mandó cortésmente a su arcángel a anunciar su visita a su
nuevo paraíso, el seno virginal de María. ¡Oh estupenda hospitalidad virginal,
en que Dios entra en su casa sin dejar huella alguna de su paso! ¡Oh gracia
admirable de Dios que conserva virginal el cuerpo y el alma de la criatura que
visita! Y es que así son las cosas cuando son de Dios. Su gracia entra en
nuestras vidas, vive en nosotros, crece en nosotros, ama en nosotros, obra todo
en todos, y sin embargo nuestra libertad y nuestras fuerzas permanecen
virginales, intactas.
María llevó en sus entrañas al mismo Sol de Justicia, a la luz verdadera
que ilumina a todo hombre. Y sin embargo afuera todo permaneció velado, oscuro,
apenas el ángel partió. Afuera no se detuvieron la incomprensión ni las
fatigas, la dureza de la vida, el vocerío de los hombres y sus leyes. Sin una
especial iluminación de la gracia, nadie pudo siquiera sospechar que en las
entrañas purísimas de la Virgen anidaba la fuente de la vida, porque el poder
del Altísimo la cubría con su sombra, ese poder excelso que se complace en lo
opaco, lo pequeño, lo secreto, lo humilde. En el interior de María acontecía lo
mejor que le ha sucedido al mundo, y sin embargo afuera parecía que nada
extraordinario sucedía. Incluso la virginidad de María excluye toda pretensión
de demostrar al Dios indemostrable. Virgen tenía que ser la que diera a luz al
Redentor de la soberbia humana, para que su humildad de esclava no tuviera
ninguna prueba de que Dios había cumplido en ella todas sus promesas. Ésta es
la humildad virginal “que hizo de Dios un niño”, la humildad virginal que no
quiere otra prueba del Dios indemostrable que no sea Dios mismo.
Dinos, pues, Virgen Santísima, cómo era la voz del ángel. ¿Era como una luz
ante los ojos de la fe? ¿O como un grito en el oído de la esperanza? ¿O era
fuego de caridad en el corazón amante? Virgen Madre de Dios, acompáñanos cuando
los ángeles se marchan y nos dejan a solas con Dios en el silencio. Muéstranos
al Camino de la humildad que en ti se hizo nuestro camino, y haz que llevemos
siempre a Cristo escondido en la oscuridad de nuestras vidas.