«Aquí yace Joan, la querida esposa de Tomás Moro, que quiere sea también la tumba de Alice y la mía. Una de ellas, unida conmigo en los años de nuestra vigorosa juventud, me dio un niño y tres niñas que me llaman padre. La otra ha sido mujer tan dedicada como si los hijos fueran suyos, una cualidad muy rara en una madrastra. Una vivió su vida conmigo, y la otra vive todavía conmigo de tal guisa que no puedo decidir cual de las dos es más amada. ¡Qué felices hubiéramos vivido los tres si el destino y la religión lo hubieran permitido! Pero la tumba nos unirá y rezo para que el cielo también nos una. La muerte nos dará lo que la vida no pudo».
Epitafio de Santo Tomás Moro
viernes, 22 de junio de 2012
jueves, 21 de junio de 2012
sábado, 16 de junio de 2012
"Puer autem crescebat": San David Uribe
«Los hermanos
antes citados [sus hermanos mayores Atilano y Vicenta], afirmaban que desde
niño manifestaba una marcada tendencia al ministerio sacerdotal. Muchas veces
lo vieron jugar a decir Misa y predicar.
Cumplidos los
catorce años, manifestó a su padre su ardiente anhelo de ser sacerdote y le
rogó le permitiera ingresar al seminario de Chilapa.
D. Juan le negó
el permiso aduciendo que los demás hijos también querrían hacer carrera y él no
podría tener preferencia por ninguno; por otra parte, añadía el papá, el
trabajo era necesario para el sostenimiento de la familia.
Cuantas veces
insistía David, encontraba la misma respuesta.
“Un día, narraba su
hermano Atilano, nos encontrábamos trabajando en el campo, mi padre, mi hermano
David y yo. Platicábamos después de comer cuando de pronto mi hermano se subió
a una piedra y comenzó a predicarnos. Como viera que mi padre y yo seguíamos
conversando sin prestarle atención nos dio la espalda y empezó a decir a voz en
cuello: ‘Vacas y caballos, burros y perros, lagartijas y chapulines… escuchen
la palabra de Dios porque los humanos no quieren hacer caso’.
No recuerdo qué
más decía porque en realidad no me fijé en él sino en mi padre que lo miraba entre
pensativo y sonriente.
Entonces dije: ‘Padre,
deje ir a este hombre al Seminario, yo pienso que es pa’ cura’. Creo que mi
padre pensaba lo mismo porque luego le dio permiso y él mismo lo llevó a Chilapa”».
Tomado del libro Beato P. David Uribe Velasco. Vida y martirio, escrito por el R.P. José Uribe Nieto.
Tomado del libro Beato P. David Uribe Velasco. Vida y martirio, escrito por el R.P. José Uribe Nieto.
jueves, 14 de junio de 2012
"Merear, Domine, portare manipulum fletus et doloris; ut cum exsultatione recipiam mercedem laboris"
«Los verdugos, repuestos del asombro que la presencia de la
Madre desolada les había causado, colocaron a Jesús sobre el madero afrentoso.
Iban a enclavarle. María lanzó un grito sin ejemplo al ver los clavos y el
martillo en manos del verdugo. Cristo, tendido sobre la cruz, envió una sonrisa
de amor a su Madre. Juan y Magdalena arrancaron de aquel sitio a María
conduciéndola a una cueva que se hallaba a pocos pasos de allí. De pronto se
oyó un ruido seco, desgarrador, espantoso; era el sangriento clavo que,
horadando la carne, clavaba la mano derecha de Jesús en el vergonzoso madero.
Ante aquel sonido enmudecieron todas las gargantas; pero en medio de aquel
universal silencio se escuchó un lamento doloroso que penetró en todos los
corazones, y que salía del fondo de la cueva. Aquel grito de dolor brotaba del
fondo del alma de la Madre de Jesús. Cuatro veces cayó con fuerza sobre el duro
clavo el terrible martillo, y su sonido, seco, aterrador, llegaba hasta el
corazón de María, desgarrándole como si fuera la punta de un puñal. La sangre
saltaba al rostro del verdugo. Jesús se agitó dolorosamente sobre el madero.
Entonces uno de los sayones, que observaba con frialdad el espantoso martirio
del Galileo, se puso de rodillas sobre el virginal pecho de Jesús.
–"Ya está este brazo"–dijo un bruciano limpiándose la sangre
purísima de Jesús que había salpicado su rostro.
–"Pues al otro, y acabemos".
Pero ¡ay! cuando los verdugos se apoderaron de la mano
izquierda para clavarla, vieron que no llegaba al sitio donde estaban indicados
los agujeros. Entonces… ¡horrible pensamiento! ataron una cuerda a la muñeca de
Jesús, y apoyando un pie sobre una piedra, tiraron brutalmente, hasta el punto
de dislocarle los hombros. El pecho de Jesús se levantaba con una agitación
espantosa, y el infame verdugo hundía con más fuerza en él sus rodillas.
La mano izquierda fue clavada por fin. Los clavos tenían
nueve pulgadas, eran triangulares y de cabeza redonda. La punta ensangrentada
salió por el otro lado de la cruz. Faltaban los pies, y los colocaron sobre el
punto de apoyo el uno sobre el otro. Dos clavos esperaban la carne para
horadarla. Diez martillazos terminaron el horrible martirio. Jesús quedó
enclavado, y fue levantado a la vista de
las naciones. Entonces resonó un grito de alegría alrededor del Gólgota».
miércoles, 13 de junio de 2012
"Erat autem nox": San David Uribe
«Erat autem nox. Era pues de noche. Noche
en la mente de Judas; mente obnubilada por la nefanda codicia. Noche en su
corazón, negro por la pérfida cobardía que le llevara al ominoso suicidio,
miserable preludio de la noche sin esperanza de aurora.
La Hora de las Tinieblas, había dicho el Dulcísimo Jesús en
cuya mente divina sólo había luz; en cuyo corazón, el indómito valor de un amor
sin orillas. No le quitaban la vida; Él la daba para volverla a tomar. El
triunfo del Príncipe de las Tinieblas sería momentáneo… aparente. La luz del Divino Resucitado, sobre quien la
muerte no tendría ya dominio, jamás se apagaría. La luminosa sencillez de la
Tumba Vacía vencería al Poder de las Tinieblas.
Era de noche. Noche en la mente y en el corazón de aquellos
epígonos del callismo que, por mal
razonadas, cobardes, diabólicas consignas, habían decidido la muerte del P.
David Uribe.
En el mártir, en cambio, a pesar del natural y humano azoro que
debe causar arrostrar la muerte, todo era luz. Había deseado ardientemente, así
lo había dicho con frecuencia, dar su vida en defensa de su fe. ¡Cuántas veces
pidió oraciones para obtener esa gracia! Sentía que para esa hora había nacido;
que para eso había venido al mundo, para ser un testigo, un mártir de la
Verdad. Anhelaba rubricar con su sangre lo que con su palabra y con su vida
había predicado. Y… la detonación de aquel artero balazo en la nuca, hendió el
silencio de las tres de la mañana de aquel doce de abril, Martes Santo, de
1927.
El cuerpo, exánime, cayó en la gleba de aquella tierra de
labranza; cayó el grano de trigo; en el surco, para ser fecundo. Se quebró el
alabastro para que el perfume de sus virtudes humanas, cristianas y
sacerdotales empezara a llenar toda la Casa. Cayó el cuerpo y callaron los
labios de quien sólo anunció cosas buenas, para que la elocuencia del martirio
proclamara la fuerza del Evangelio.
Para él había terminado la noche y resplandecía ya el Sol
que nunca tendrá ocaso.
Un mes antes de su sacrificio, el doce de marzo, escribía:
“Terminada la noche del sufrimiento, aparecerá radiante el día de la felicidad.
¡Así Dios lo haga!”
Y el Señor… así lo hizo».
Proemio del libro Beato P. David Uribe Velasco. Vida y martirio, escrito por el R.P. José Uribe Nieto, de muy amada memoria.
domingo, 10 de junio de 2012
"Qui autem blasphemaverit in Spiritum Sanctum, non habet remissionem in æternum, sed reus est æterni delicti"
Dominica X per annum
Cuando era estudiante de filosofía,
recuerdo que en una ocasión uno de nuestros profesores planteó, queriendo
divertirse un poco, un argumento cornudo, de esos que sonaban mucho en los
pasillos de las escuelas medievales: «¿Puede Dios crear una piedra tan grande
que ni él mismo la pueda levantar? ¿Qué opinan?» La pregunta despertaba nuestras
respuestas apresuradas que no vale la pena mencionar aquí. Respondamos que sí.
Dios puede crear una piedra tan grande que ni él mismo la pueda levantar,
porque Dios todo lo puede. Esto se llama potencia absoluta. Pero es mucho más real
decir que por su potencia ordenada Dios no puede hacer eso simplemente porque
Dios respeta las leyes de su creación, y de hecho nunca vemos a Dios levantando
piedras, ni siquiera el más pequeño granito de arena. En el orden del mundo,
unas piedras cargan a otras piedras, hombres y animales mueven piedras, pero
Dios no ha querido mover ninguna. En ese sentido, el grano más pequeño de polvo
es la piedra tan grande que Dios no puede levantar, simplemente porque no le da
la gana, simplemente porque no quiere en su soberana libertad. Dios quiso un
mundo así, en el que él no tuviera que levantar ninguna piedra por pequeña o
grande que ésta sea.
Hoy hemos escuchado las duras
palabras del Señor: «El que blasfeme contra el Espíritu Santo nunca tendrá
perdón; será reo de un pecado eterno». Aquí entendemos por Espíritu Santo a la
Santísima Trinidad que es un solo Dios, pues las tres Divinas Personas son
Espíritu y son Santos. Entonces pregunto: ¿Puede Dios hacer una creatura con
una libertad tan grande, capaz de cometer un pecado tal que ni Dios mismo la
pueda perdonar?
Respondamos que sí, porque Dios
todo lo puede. Pero aclaremos algunas cosas. Alguien puede blasfemar contra
Dios, y no por ello disminuye la gloria divina. Un grupo de personas insensatas
puede agredir a los buenos cristianos que acompañan la procesión del Corpus
Domini, y sin embargo con ello no disminuyen la majestad divina.
Es que con la blasfemia sucede algo
parecido a lo que le pasa a un hombre que da puñetazos contra una roca áspera y
sólida. En sus puños se abre una herida que se le hará incurable en la medida
en que continúe golpeando. Una blasfemia no quebranta la gloria de Dios en sí
misma; resquebraja la gloria de Dios en ti. Por eso la blasfemia contra el
Espíritu de Dios es un pecado que aparenta ser tan pequeño, tan poca cosa, como
un granito de arena.
Pero entonces, ¿qué es la blasfemia
contra el Espíritu Santo? Fíjate bien, la blasfemia contra el Espíritu Santo es
una manera de vivir. Nosotros cristianos hemos recibido el Espíritu de Dios con
las aguas del bautismo. Y Dios ha querido que su Espíritu nos acompañe siempre
a lo largo de nuestra vida. Incluso cuando nuestros pasos se extravían
siguiendo lo torcido de nuestros corazones, el Espíritu de Dios está allí, con
nosotros, hablándonos internamente de la verdad de la fe y de los bienes
celestiales. Si un cristiano se vuelve un criminal, el Espíritu de Dios no lo
abandona, ni siquiera mientras comete sus más terribles maldades. Allí está el
Espíritu, llamándolo a volver al camino de la salud y de la vida. Pero hay un
momento en que el Espíritu de Dios abandona al pecador para siempre: el momento
de la muerte, momento en el que su herida se hace incurable. Un hombre que se
ha obstinado en vivir en la maldad, despreciando los auxilios de la gracia y de
la misericordia de Dios, lleva una herida que Dios puede curar mientras tenga
la luz de esta vida. Pero, llegado el momento de la muerte, si el pecador no se
arrepiente, su blasfemia se ha consumado, se ha hecho incurable porque el
enfermo no quiso la medicina. Entonces el Espíritu de Dios lo abandona para
siempre, pues es claro que el Espíritu no lo acompañará en el infierno. La voluntad
de Dios es que la voluntad del hombre ame su salvación. Si el hombre odia lo
que puede salvarlo, se aparta de la voluntad de Dios. Su odio y su deseo
nefasto de permanecer en la maldad son un peso que Dios no levanta. Pero Dios
quiere elevar nuestros corazones. Nuestras almas no son piedras que Dios no
quiere levantar.
Jesús advirtió esto a los escribas
cuando les dijo que si ellos persistían en su obstinación llegaría el momento
en que sus libertades se harían tan pesadas que acabarían por decidir no
dejarse mover por el Espíritu Santo. Habían afirmado ya que el poder de Cristo
venía de Satanás, y con ello incurrían en un engaño. Un engaño que fácilmente
puede hacer resbalar en la blasfemia, pues te hace creer que da lo mismo servir
para el mal que servir al bien. Queridos hijos e hijas. No nos engañemos. Jamás
el diablo podrá darnos nada temporal que no podamos obtener por nuestras
propias fuerzas. Eres tú quien con tus injusticias te apoderas de lo que
pertenece a Dios, arrebatas la vida, te encadenas a tus bienes. Digamos que el
diablo te invita a comer en la posada mundana de la injusticia, pero siempre tú
pagas la cuenta. Y en lo que se refiere a la salvación, eso ni siquiera podemos
alcanzarlo con nuestras propias fuerzas. Sin la ayuda de Dios, sin el don de su
Espíritu, nada podemos hacer para salvarnos, pues la voluntad de Dios es lo
único que puede elevar nuestra voluntad para salvarnos. No despreciemos, pues,
al Espíritu da Dios, creamos en él, y dejémonos conducir por él hacia la verdad
plena.
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