domingo, 10 de junio de 2012

"Qui autem blasphemaverit in Spiritum Sanctum, non habet remissionem in æternum, sed reus est æterni delicti"


Dominica X per annum



Cuando era estudiante de filosofía, recuerdo que en una ocasión uno de nuestros profesores planteó, queriendo divertirse un poco, un argumento cornudo, de esos que sonaban mucho en los pasillos de las escuelas medievales: «¿Puede Dios crear una piedra tan grande que ni él mismo la pueda levantar? ¿Qué opinan?» La pregunta despertaba nuestras respuestas apresuradas que no vale la pena mencionar aquí. Respondamos que sí. Dios puede crear una piedra tan grande que ni él mismo la pueda levantar, porque Dios todo lo puede. Esto se llama potencia absoluta. Pero es mucho más real decir que por su potencia ordenada Dios no puede hacer eso simplemente porque Dios respeta las leyes de su creación, y de hecho nunca vemos a Dios levantando piedras, ni siquiera el más pequeño granito de arena. En el orden del mundo, unas piedras cargan a otras piedras, hombres y animales mueven piedras, pero Dios no ha querido mover ninguna. En ese sentido, el grano más pequeño de polvo es la piedra tan grande que Dios no puede levantar, simplemente porque no le da la gana, simplemente porque no quiere en su soberana libertad. Dios quiso un mundo así, en el que él no tuviera que levantar ninguna piedra por pequeña o grande que ésta sea.
Hoy hemos escuchado las duras palabras del Señor: «El que blasfeme contra el Espíritu Santo nunca tendrá perdón; será reo de un pecado eterno». Aquí entendemos por Espíritu Santo a la Santísima Trinidad que es un solo Dios, pues las tres Divinas Personas son Espíritu y son Santos. Entonces pregunto: ¿Puede Dios hacer una creatura con una libertad tan grande, capaz de cometer un pecado tal que ni Dios mismo la pueda perdonar?
Respondamos que sí, porque Dios todo lo puede. Pero aclaremos algunas cosas. Alguien puede blasfemar contra Dios, y no por ello disminuye la gloria divina. Un grupo de personas insensatas puede agredir a los buenos cristianos que acompañan la procesión del Corpus Domini, y sin embargo con ello no disminuyen la majestad divina.
Es que con la blasfemia sucede algo parecido a lo que le pasa a un hombre que da puñetazos contra una roca áspera y sólida. En sus puños se abre una herida que se le hará incurable en la medida en que continúe golpeando. Una blasfemia no quebranta la gloria de Dios en sí misma; resquebraja la gloria de Dios en ti. Por eso la blasfemia contra el Espíritu de Dios es un pecado que aparenta ser tan pequeño, tan poca cosa, como un granito de arena.
Pero entonces, ¿qué es la blasfemia contra el Espíritu Santo? Fíjate bien, la blasfemia contra el Espíritu Santo es una manera de vivir. Nosotros cristianos hemos recibido el Espíritu de Dios con las aguas del bautismo. Y Dios ha querido que su Espíritu nos acompañe siempre a lo largo de nuestra vida. Incluso cuando nuestros pasos se extravían siguiendo lo torcido de nuestros corazones, el Espíritu de Dios está allí, con nosotros, hablándonos internamente de la verdad de la fe y de los bienes celestiales. Si un cristiano se vuelve un criminal, el Espíritu de Dios no lo abandona, ni siquiera mientras comete sus más terribles maldades. Allí está el Espíritu, llamándolo a volver al camino de la salud y de la vida. Pero hay un momento en que el Espíritu de Dios abandona al pecador para siempre: el momento de la muerte, momento en el que su herida se hace incurable. Un hombre que se ha obstinado en vivir en la maldad, despreciando los auxilios de la gracia y de la misericordia de Dios, lleva una herida que Dios puede curar mientras tenga la luz de esta vida. Pero, llegado el momento de la muerte, si el pecador no se arrepiente, su blasfemia se ha consumado, se ha hecho incurable porque el enfermo no quiso la medicina. Entonces el Espíritu de Dios lo abandona para siempre, pues es claro que el Espíritu no lo acompañará en el infierno. La voluntad de Dios es que la voluntad del hombre ame su salvación. Si el hombre odia lo que puede salvarlo, se aparta de la voluntad de Dios. Su odio y su deseo nefasto de permanecer en la maldad son un peso que Dios no levanta. Pero Dios quiere elevar nuestros corazones. Nuestras almas no son piedras que Dios no quiere levantar.
Jesús advirtió esto a los escribas cuando les dijo que si ellos persistían en su obstinación llegaría el momento en que sus libertades se harían tan pesadas que acabarían por decidir no dejarse mover por el Espíritu Santo. Habían afirmado ya que el poder de Cristo venía de Satanás, y con ello incurrían en un engaño. Un engaño que fácilmente puede hacer resbalar en la blasfemia, pues te hace creer que da lo mismo servir para el mal que servir al bien. Queridos hijos e hijas. No nos engañemos. Jamás el diablo podrá darnos nada temporal que no podamos obtener por nuestras propias fuerzas. Eres tú quien con tus injusticias te apoderas de lo que pertenece a Dios, arrebatas la vida, te encadenas a tus bienes. Digamos que el diablo te invita a comer en la posada mundana de la injusticia, pero siempre tú pagas la cuenta. Y en lo que se refiere a la salvación, eso ni siquiera podemos alcanzarlo con nuestras propias fuerzas. Sin la ayuda de Dios, sin el don de su Espíritu, nada podemos hacer para salvarnos, pues la voluntad de Dios es lo único que puede elevar nuestra voluntad para salvarnos. No despreciemos, pues, al Espíritu da Dios, creamos en él, y dejémonos conducir por él hacia la verdad plena.

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