miércoles, 25 de diciembre de 2013

"Et lux in tenebris lucet"


In die Nativitatis Domini Nostri Jesu Christi

Cuando Adán y Eva cayeron en el pecado, sus ojos se abrieron a la vergüenza de una desnudez sin amor. Ese día atardeció buscando ansioso las negras tinieblas. Las mismas tinieblas que una vez desde la esterilidad de su nada alumbraron la luz por la fuerza de la Palabra creadora, esas mismas tinieblas desde aquella noche se hicieron cómplices del pecado. Lo acogieron en su regazo como quien cobija una serpiente para perpetuar su mordedura. Y así, su oscuridad nefasta se prologó de pecado en pecado uniendo los días del mundo como en una única noche.
Esa tarde funesta, Dios buscó al hombre. En vano quisieron ocultarse de Dios. Adán y Eva vieron en sí mismos una desnudez sin amor, mientras Dios seguía viendo en sus sombríos rostros los vestigios de su imagen. Entonces, dice la  Escritura, Dios cosió túnicas de pieles y las dio a Adán y Eva. Pero quiso Dios coser otra túnica misteriosa que guardó en su corazón. La guardó como promesa. Era la túnica de piel que un día habría de vestir su Hijo, prenda de la fidelidad de su amor. Dios la guardó oculta en su corazón como un anciano guarda vestidos preciosos en su baúl, vestidos que huelen a recuerdos, vestidos que visten el amor. Dios escondió en su corazón la túnica de piel de los hijos de Adán, esa túnica frágil que no soporta la luz, que se avergüenza de sí misma, que se muere cada día, esa túnica que descansa en las tinieblas y que Dios quiere verla cada noche a la luz. Como un joven novio que mira el vestido de bodas cada noche anhelando el día de la amada, así miró Dios en la larga noche del mundo la túnica de piel que un día asumiría su Hijo.
En este día santísimo, Dios envió a su Hijo al mundo en una carne como la nuestra. En este día Dios se ha escondido en nuestra carne para que veamos desnuda la verdad de su amor y de su perdón. Dios, que había ocultado en su corazón la túnica de pieles de su Hijo, en este día santo ocultó todo su amor en el pequeño corazón de un niño, primer sagrario del amor de Dios. Y late en el pecho de un niño todo el amor que hace sollozar de luz a las estrellas. Y se oculta en un pequeño corazón toda la verdad de Dios que sacó luz de las tinieblas.
Y así, en el corazón de la noche del mundo, Dios ha hecho brillar «la luz de su gloria con nuevo resplandor, para que, conociendo a Dios visiblemente, él nos lleve al amor de lo invisible». Esta luz de la gloria brilla hoy sobre un misterioso árbol plantado en Oriente. Sus ramas se agitan y sus entrañas se tensan. La Navidad del Señor le da un nuevo vigor. Y sus hojas cantan a dos voces. Una dice: «Yo soy la Cruz, ustedes los sarmientos»; la segunda clama: «Sin mí nada pueden hacer». La luz de la gloria acaricia las ramas y traspasa con su calor de vida la corteza tensando todas sus fibras. Es el árbol de la Cruz que renueva el rigor de sus entrañas porque el Sol de Justicia lo acaricia con sus manos. Un día las manos de la Gloria descansarán en los brazos de este árbol, su última cuna, que lo arrullará con su canto hasta el sueño de la muerte. Y dormido reposará en un sepulcro virginal para revestir a Adán de la juventud que abandonó cuando se cubrió de vetustos harapos de pecado. Ahora el Niño duerme en los tiernos brazos de la Virgen Madre. Duerme el que quiere dar a Adán la verdadera infancia que no conoció por haber mordido la malicia del pecado.
Duerme ahora, dulce Niño. No te despierten los aullidos de mis pecados. Duerme en el fondo de la barca del alma, y que el oleaje de nuestra navegación te arrulle. Y si el miedo nos invade y se oscurece nuestra fe, danos tú el milagro de tu amor. Impera sobre el mar y el viento. Ordena a las aguas de amargura que se calmen y a la tempestad de nuestras angustias dile que no sople. Y habrá una gran paz en nuestros días. Envía tu luz y tu verdad sobre nuestra tierra, pues seremos tierra desolada y vacía si no nos iluminas. Haz que brille hoy tu rostro sobre nosotros y nos salve, para que en tu luz veamos la luz. Y mientras brille la luz en nuestros ojos, canten nuestras almas tu grandeza que hoy hiciste caber en un pequeño cuerpecito humano, primer sagrario de tu misericordia y de tu gracia. Exulte nuestro espíritu en ti, Dios nuestro, porque hoy miras compasivo la humillación de nuestra humanidad esclava.

domingo, 22 de diciembre de 2013

"Ecce angelus Domini in somnis apparuit ei"


Dominica IV adventus

Hay muchas maneras de soñar. Soñamos despiertos. Soñamos dormidos. Todos soñamos. La Escritura, sin embargo, muy raras veces nos enseña que Dios haya hablado a los hombres a través de sueños. Dios más bien suele hablarnos cuando estamos en vela, bien despiertos. Es verdad que el patriarca Jacob vio en sueños una escalera que llegaba al cielo ante el trono de Dios y el Señor le prometió estar con él en todos sus caminos sin abandonarlo hasta cumplir con él cuanto le había prometido. También Salomón habló en sueños con Dios. El Señor se alegró de que Salomón le pidiera un corazón dócil y le concedió sabiduría; y ya con esa sabiduría comprendió Salomón, dice la Escritura, que todo había sido un sueño. Dios no suele hablar en sueños.
Cuando dormimos, nuestro cuerpo reposa, pero la vida más elemental continúa. Y lo mismo sucede con el alma. El alma descansa, se rinde al sueño. Pero al mismo tiempo una serie inmensa de movimientos continúan. El alma trabaja al mismo tiempo que duerme: entonces soñamos. Los sueños son como la digestión del alma. Nuestros sueños son el trabajo de un misterioso ejército de mayordomos invisibles que se dan a la tarea de poner todas nuestras experiencias en su lugar, de colocar cada vivencia en el lugar correcto de la alacena del alma. Soñar es asimilar lo que hemos vivido despiertos. Y asimilar no es otra cosa que integrar algo a nosotros, como cuando al digerir los alimentos les damos un lugar en nuestro cuerpo y de algún modo los convertimos en nosotros mismos. Lo mismo hace el alma. Por medio de los sueños el alma asimila las experiencias que la nutren, y las convierte en sí misma.
Los sueños son los pedagogos del alma. La instruyen acerca de la vida, y muchas veces le muestran con imágenes lo que de otro modo no entendería. Le enseñan al alma lo que ella misma sabe y lo que piensa de cuanto ha vivido. En este sentido, no existen sueños falsos, todos son verdaderos, pues le dicen al alma lo que verdaderamente hay en ella: deseos, inquietudes, miedos, esperanzas, ambiciones, pérdidas, tentaciones e incluso el amor y la felicidad.
A veces, mientras descansamos, muchos ruidos interiores y exteriores nos molestan y amenazan con arruinar nuestro descanso. Los sueños los integran y así tejen con ruidos la trama de nuestro sueño, como cuando un hombre duerme cansado y alguien más con una trompeta molesta su descanso: entonces sueña un desfile militar con música de trompeta. Sueña para no despertar. Es que los sueños son una muralla que protege nuestro descanso. Los sueños trabajan muy rudo para enderezar los senderos del alma y hacerlos transitables, pero su trabajo lo hacen como de puntitas para no despertarnos. Los sueños edifican puentes y allanan caminos; enarbolan emblemas de nuestras batallas, con sus triunfos y derrotas, en los castillos del alma, pero su cometido es hacer todo eso sin despertar la ciudad que duerme, la ciudad del alma.
Como los sueños son una muralla, son impenetrables para cualquier espíritu. Como sucede con una ciudad fortificada, los ruidos del exterior pueden entrar, saltar sus muros, pero no pueden pasar las personas. Podemos soñar con otras personas, pero eso no significa que entren en nuestro sueño o visiten nuestras almas, porque la persona es de por sí incomunicable. Muchas veces nos inquietamos cuando soñamos con alguien que ya ha partido, que ha muerto. Pensamos que la imagen que soñamos podría venir de fuera de nosotros mismos, pero eso no es verdadero. La imagen la fabricamos nosotros mismos para asimilar una ausencia, para retardar la presencia, para consolarnos en el dolor, para comprender su nueva presencia. Las almas de quienes han partido viven, pero no pueden entrar en nuestros sueños porque los sueños son una muralla impenetrable, aunque pueden desde afuera hacernos intuir algo de su vida más allá de esta vida.
Ningún espíritu, ni de hombres, ni ángeles ni demonios pueden atravesar esa muralla. Los Santos Padres enseñaron que el diablo es un maestro de fantasías, y en ese sentido se complace en producir sueños oscuros cuando los hombres descansan. Los demonios nos provocan sueños cargados de malicia y de horror. Incluso llegan a infundirnos un temor de Dios desesperanzado que nos conduce a soñar nuestra ruina y condena. Pero todo esto lo infunden desde afuera de nuestros sueños, con aullidos y sugestiones terribles. Los demonios no pueden entrar en nuestros sueños, aunque nuestros sueños traigan imágenes diabólicas. Esas imágenes las fabricamos nosotros mismos, a pesar de que a menudo es el diablo mismo el que nos dispone a crearlas.
Fíjate bien. Cuando Cristo vino al mundo se cumplió una misteriosa profecía. Profecía grandiosa: una virgen concibió por obra del Espíritu Santo. Que el amor de Dios que hace temblar a las estrellas haya descendido de su cielo y tomado carne en las entrañas de una virgen, eso fue algo verdaderamente extraordinario, algo insólito. Nunca sucede así. Un prodigio así no se ha visto nunca ni se verá de nuevo. Y que un ángel haya atravesado los sueños de un hombre, y que le haya hablado desde dentro de sus sueños sin hacerlo estallar, es un verdadero milagro. José era un hombre justo, y sabía muy bien que algo extraordinario acontecía en las entrañas de María. Por eso, por justicia, no quiso atribuirse la paternidad de aquel que desciende de las estrellas. Habría mentido al atribuir a sí mismo lo que sólo puede venir de Dios. Por eso pensó dejarla en secreto. Entonces Dios hizo en José lo imposible. Envió un ángel que milagrosamente le habló desde lo más íntimo de sus sueños. El Señor San José supo muy pronto que esa visita del ángel no era uno de los muchos sueños que fabricamos nosotros mismos. Supo que el milagro se había realizado. El ángel había entrado milagrosamente en su sueño como Dios había entrado milagrosamente en la carne y en la historia de nuestra humanidad.
Cuando Adán vivía en el paraíso, vio Dios que no era bueno que estuviera solo. Así que quiso darle una ayuda conveniente. Lo hizo caer en un profundo sopor, y de lo más hondo de sus sueños formó a Eva, su mujer, quitándole una costilla. Entonces, cuando Adán vio a su mujer dijo: «Ella es hueso de mis huesos y carne de mi carne». El Señor San José no dijo lo mismo de María Virgen. Sabía muy bien que un prodigio tan grande como la maternidad virginal no podía venir de sus huesos ni de su carne: era el inicio de Dios-con-nosotros. Y al entrar el ángel en sus sueños comprendió José que Dios verdaderamente está con nosotros.
Comprendamos el misterio de Dios que entra en nuestros sueños. Entra en los sueños gozosos de una humanidad que anhela a Dios. Entra también en los sueños oscuros de una humanidad tentada, asediada por su propia maldad y la del diablo. Y atrevámonos a soñar la humanidad nacida de María virgen. Así pondremos toda nuestra esperanza en Dios que quiso visitar nuestros sueños cuando milagrosamente se hizo Dios-con-nosotros.

domingo, 15 de diciembre de 2013

"Lætentur deserta et invia, et exsultet solitudo et floreat quasi lilium".


Dominica Gaudete

El profeta Isaías había gritado: «Regocíjate, yermo sediento. Que se alegre el desierto y se cubra de flores, que florezca como un campo de lirios, que se alegre y dé gritos de júbilo, porque le será dada la gloria del Líbano, el esplendor del Carmelo y del Sarón». Ciertamente el Señor Jesús en su día dijo: «Consideren los lirios, cómo crecen; no trabajan ni hilan. Pero les digo que ni Salomón en toda su gloria se vistió como uno de éstos». Y sin embargo, esta gloria de los lirios no floreció en el desierto de Juan el Bautista: «¿Qué fueron a ver ustedes en el desierto? ¿Una caña sacudida por el viento? No. Pues entonces, ¿qué fueron a ver?, ¿a un hombre lujosamente vestido? No, ya que los que visten con lujo habitan en los palacios». Juan no era un lirio majestuosamente vestido. Juan era un camello.
Fíjate bien, los camellos son animales muy resistentes. Sus pequeñas orejas peludas custodian un muy agudo sentido de la escucha. Y una membrana traslúcida vela sus grandes ojos cuando los fuertes vientos del desierto amenazan con impedirles la marcha. Sus gruesos labios pueden soportar sin serias dificultades las punzantes espinas de algunas plantas del desierto. Y su piel tiene duras callosidades  que los protegen de la quemadura de la arena ardiente.
A veces pensamos que los camellos guardan agua en sus grandes jorobas, pero eso no es verdad. Más bien sus jorobas son almacenes de grasa para los días difíciles en que el alimento escasea. Entonces, en caso de severa penuria y hambre, el camello agota sus reservas de tal modo que su joroba acaba colgada en su lomo como el saco vacío de un forajido.
Juan el Bautista era un camello. Sus oídos pequeños escucharon atentos el más sutil zumbido de la Palabra de Dios, e ignoraron el vocerío de las voluntades caprichosas de los hombres. Un velo cubrió los grandes ojos del Bautista. Un velo traslúcido que no detuvo su marcha, pero que le hizo preguntar: «¿Eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro?». Juan sabía alimentarse de las duras espinas de la vida. Supo nutrirse del dolor. Es bien sabido que los camellos se arrodillan antes de levantarse y echarse a andar. Y así lo hizo Juan. Adoró humildemente al Dios de la luz, con las rodillas encallecidas de dorada arena, y caminó en su presencia. Cargó en sus espaldas con la joroba de un rico tesoro de unción espiritual que le mantuvo la vida en los largos caminos del hambre del alma. Es que la ciencia espiritual es un cúmulo de grasa que los sabios cargan en sus espaldas y lo agotan cuando hay poco alimento en el desierto y el hambre duele más que las espinas.
Juan era un camello, y en los días más oscuros de su noche su joroba no era más que un saco vacío. Ya sin el óleo bendito del consuelo espiritual, Juan oyó hablar de las obras de Cristo y mandó a preguntar: «Eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro?». Cristo significa «el Ungido», y por eso Juan oyó hablar de sus obras. Cristo es la fuente, y el agudo oído de Juan desde lejos oyó sus obras, como un ciervo escucha desde lejos el suave murmullo de las aguas que nacen. Juan oyó las obras de Cristo, oyó escurrir el óleo del Espíritu y mandó a pedir la unción de Dios, su gracia, su misericordia, la grasa que mueve las buenas obras de los hombres, el combustible de nuestras obras buenas que es puro amor de Dios.
Cristo responde: «Vayan a contar a Juan lo que están viendo y oyendo: los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios de la lepra, los sordos oyen, los muertos resucitan y a los pobres se les anuncia el Evangelio. Dichoso aquel que no se sienta defraudado por mí». Juan supo desde su helada cárcel que el desierto ardiente florecía como un campo de lirios porque Dios comenzaba su reino en el mundo. Pero también sabía que los lirios del reino no florecerían en la fría oscuridad de su calabozo antes de que entregara su último suspiro. Juan había respirado el anhelo de todos los profetas. Y exhaló el último aliento mientras el desierto del mundo florecía. Dicen que el aliento de los camellos es muy húmedo, pero raramente lo sentimos porque ellos saben muy bien guardar el agua que trae el aire que respiran… hasta que exhalan su último respiro. Juan, ungido con el Evangelio de las obras de Cristo, sabiendo muy bien que sin la gracia de Dios el hombre nada puede, entregó su último aliento, el aliento de la lucha y de la esperanza, el aliento del perdón y de la paz. Y este aliento se unió a la frescura que Cristo trajo al mundo y que hizo florecer desiertos, fortaleciendo manos cansadas y afianzando rodillas vacilantes, iluminando ojos ciegos, y abriendo oídos sordos. El último aliento que exhaló el profeta se unió como gotas de agua al cáliz de Cristo.
También nosotros recorremos la noche de la espera. Ansiosos de que Cristo florezca en nuestro desierto, anhelamos la conversión de quienes destruyen la vida, la justicia, el amor, la paz. Anhelamos que nuestro desierto florezca. Mientras aguardamos, pues, la hora en que Cristo nazca de nuevo en nuestra historia, unamos nuestro aliento fatigado, el aliento de nuestras luchas por una comunidad mejor, por una familia mejor, por un mundo mejor, a la frescura de Dios que hace florecer el desierto.

viernes, 4 de octubre de 2013

In festo Sancti Francisci


Francisco inició su aventura con la vida cuando era muy joven, apenas un muchachito. Sus padres habían gastado sus fuerzas por asegurarle un futuro. Quisieron poner los cimientos para que el chiquillo un día pudiera conquistarse un buen nombre. Pero Francisco sabía muy poco de la vida. La ocasión se dio cuando había que ir a la batalla. Sus padres le dieron todo lo necesario, un modesto equipaje, algo de protección. Y esperaban que el joven volviera cargado de hazañas, y tal vez hasta alcanzara un título de nobleza. Así el joven Francisco se enroló para la guerra.
En la noche de Espoleto, la vigilia de la batalla, Francisco no duerme. Una extraña fiebre invade su cuerpo y lo hace languidecer. No extraña ni a su padre ni a su madre. Pero extraña el calor de su hogar y de su manera de vivir. Y su cuerpo se inventa el calor. Arde de fiebre. Y de cobardía. Francisco tiene miedo.  No imagina su piel impecable marcada por las cicatrices de sus hazañas.
Volvió a casa, derrotado y sin haber entrado siquiera en la batalla. Las voces susurran que Francisco es un cobarde. Que tuvo miedo. Que no pudo. ¡Valiente el hijo de Pedro Bernardone! Francisco apenas oye las chismosas voces; pero el veredicto implacable de su conciencia le grita en el alma que es un cobarde.
Paseando por los caminos, por pura casualidad, Francisco ve pasar a un leproso. Y la repugnancia le eriza la piel. Pero pronto descubre que tiene ante sí la ocasión de acallar las voces. Salta del caballo, que con tantos sudores le compraron sus padres, y armado de valor y fortaleza, besa al leproso. Se venció a sí mismo, venció los rumores, y la curiosa hazaña se contó entre carcajadas callejeras.
Poco sabía Francisco acerca de la vida. Había de recibir como herencia la pequeña empresa de su padre, su modesto negocio de telas francesas, a las que debía su nombre. Pero Francisco no acepta la dura ley de la vida que demuestra que entre camaradas, entre amigos, entre hermanos, se despilfarra y se derrocha el patrimonio, mientras que de padres a hijos se hereda. Francisco no acepta su herencia. Lleno de furor comienza a repartir las telas del negocio de su padre entre mendigos y menesterosos. Ya no quería tener un padre, pues sabía que tarde o temprano él mismo tendría que convertirse en padre.
Muchos años pasaron. Francisco va al Alvernia, el monte santo. El Alvernia era un frasco de alabastro que contiene un perfume, el perfume de la fe, que no es de ricos ni de pobres, sino de quien va a morir a sí mismo. El Alvernia guarda el perfume de confianza de flores que se abren sin que jamás los hombres las hayan visto. El aroma del Alvernia es un bálsamo secreto que mana de árboles misteriosos que ungen manos, pies y el  alma de quien va a morir.
Doce días antes de la solemne fiesta del Arcángel San Miguel, Francisco siente que una misteriosa fiebre lo invade. Quiere experimentar en su carne y en su alma las profundas heridas del más noble soldado que el mundo ha conocido. Quiere experimentar en su carne y en su alma el tremendo dolor del más glorioso certamen que jamás se haya cantado sobre la tierra. Y Francisco implora, gime, suplica, arde, hasta que aparece el ilustre soldado. Lo envuelve la fiebre de su amor que lo hace arder como un serafín. La misma fiebre que le dio eterna victoria. Allí está el más valiente soldado: es un leproso.
El serafín se acerca y besa las manos, los pies y el corazón de Francisco, dejando impresas en ellos sus llagas eternas, las más negras, las más rojas, las más luminosas porque son las llagas de la lepra de Dios, la lepra del hombre, la lepra de la Iglesia. ¿Puede la venenosa herida de la muerte germinar en fiebre de vida?, ¿puede la hiel convertirse en el vino mejor?, ¿el pecado en amor?, ¿el dolor en redención? ¿la lepra en insignia de la gloria? En esas llagas eternas todo es posible, todo se transfigura y se transforma, todo encuentra su razón de ser, todo se reencuentra: la fragilidad y la fuerza, la muerte y la vida, la pasión y la victoria, la casualidad y la gracia, la reprobación y la predestinación, la fiebre del hombre y el ardor de Dios.
De detrás de su roca salta el hermano León mientras Francisco se desvanece, como un fantasma de sí mismo, icono radiante de Cristo crucificado. «¡Padre Francisco! Ya no puedo seguir llamándote hermano...»
Que Dios nos conceda morir a nosotros mismos, para llevar en nosotros las llagas de Cristo, la eterna lepra de la Iglesia que transfigura nuestra aventura con la vida. Bienaventurado Padre Francisco, ruega a Cristo por nosotros.

domingo, 25 de agosto de 2013

"Contendite intrare per angustam portam"


Dominica XXI per annum


Es curioso que muchos animales construyen madrigueras espaciosas; y algunas de éstas ofrecen la comodidad de dos o tres cámaras que pueden servir como almacén de alimentos, como escondite de emergencia, como cuarto de estar o incluso como espacio donde las crías pueden estirar sus patitas y dar sus primeros pasos.
Algunas aves, como los pericos—esos anacrónicos dinosaurios voladores—, anidan en las oquedades de los árboles. Cavan nidos profundos y penumbrosos en trocos muertos, en cuyo fondo sólo se perciben los cascarones, rígidos pañales en que late la vida.
Y las abejas, por su parte, construyen sus palacios reales siguiendo un milenario protocolo arquitectónico. Un panal comienza a construirse a partir de una bola de abejas que custodian un tesoro viviente: su reina. Todas juntas forman un enjambre y viajan para llegar al sitio donde establecerán la colmena. Enganchándose unas a otras con sus patas consiguen realizar su primer hazaña. Pegan la primer bolita de cera a la rama, viga, bóveda, o lo que sea, que sostendrá el futuro panal. Colocado el primer cachito de cera, vendrán otros más, formando elegantes cubículos perfectamente hexagonales que servirán como alacena para la miel y el polen o de cunita para las nuevas abejas. Poco a poco se completa un panal, y otro y otro, hasta que la colmena está completa y se cierra el condominio.
Muchas abejas prefieren construir sus colmenas entre las hendiduras de las rocas o en troncos carcomidos. A veces ellas mismas frenéticamente rascan con sus patas o roen la madera podrida para tener una caja cerrada donde acomodar sus panales.
Todos estos animales hacen un gran esfuerzo a la hora de construir sus madrigueras, nidos, y panales. Al establecer una madriguera hay que tomar en cuenta las rigurosas leyes de territorio y la presencia de potenciales depredadores. Además, debe ser construida a prueba de derrumbes e inundaciones. Por su parte, algunos pericos pasan varias semanas merodeando en torno a un posible hueco para anidar antes de decidirse a ocuparlo. Y las abejas para elegir el lugar donde construirán la colmena, envían con antelación algunas exploradoras con la seria misión de encontrar un lugar bien resguardado, que cuente con fuentes cercanas de agua y alimento suficientes para nutrir una entera sociedad de millares y millares de abejas.
Ahora bien, estas casas espaciosas tienen una cosa en común: en su diseño arquitectónico sus constructores optan siempre por la puerta estrecha. Las madrigueras y los nidos de pericos tienen entradas muy angostas, donde apenas cabe su cuerpo. Y las abejas entran y salen por una pequeña rendija bien custodiada por centinelas.
Me preguntas entonces, ¿por qué es angosta la puerta para la vida? Fíjate bien, en una madriguera cuya entrada es muy amplia, fácilmente un cruel depredador puede introducir sus garras y destrozar la vida que en ella se oculta. Un perico, apenas percibe algo perturbador, salta a la puerta del nido, como de una cajita de sorpresa, y llena la entrada con su cuerpo, como un tapón viviente, para que otros animales no se introduzcan en busca de huevos ni le roben sus polluelos. Lo único que tiene entrada libre hasta el fondo del nido es la luz. En el fondo cavernoso del nido, la madre vigilante incuba la vida sin otra luminaria que la puerta estrecha. La luz verdadera que viene de la entrada ilumina los cándidos focos sin luz que son los cascarones para que no se le pierda ni uno solo a la madre.
Y las abejas hacen algo más misterioso. Las abejas más jóvenes tienen un encargo muy importante. Ellas reciben de otras el alimento destinado a la reina madre. Y así, al alimentarla y darle calor, se impregnan de su perfume. Este perfume tiene el poder mágico de conservarlas castas. Cuando las abejas jóvenes se hacen adultas asumen nuevas tareas en la colmena, y muchas de ellas se encargan de recolectar miel y polen en los campos aledaños. Salen y vuelan en busca de alimento, llenando sus bolsitas de néctar aromático y pegándose el polen en los pelitos de sus patas. Después de visitar varias flores fragantes vuelven a la colmena y entran por la puerta estrecha. Allí, los centinelas las huelen. Entre tantos aromas de flores se les distingue como una contraseña el olor de la reina. Entonces les dan la bienvenida y les permiten el paso; otras abejas les reciben el mandado y lo llevan a almacenar en la noche perpetua del interior de la colmena, y ellas vuelven al campo, a su loca tarea de buscar alimento. Si algún otro bicho se acerca a la puerta estrecha y no trae el aroma de la reina no será bienvenido. Rápidamente las abejas centinelas como valientes guerreros rechazan al intruso.
Ahora bien, amigos y amigas, estas cosas son espejo de la fe. Cuando el Señor Jesús recorría las ciudades y las aldeas predicando, un hombre le preguntó: «Señor, es verdad que son pocos los que se salvan?». Y él le respondió: «Esfuércense en entrar por la puerta angosta». Es como si dijera: «Esfuércense en entrar por la puerta de la fe, pues la fe es una puerta que conduce a la vida verdadera, y sólo por la fe el hombre puede agradar a Dios». Un solo hombre preguntó a Jesús, pero él respondió a todos. No dijo: «esfuérzate», sino «esfuércense», porque la fe es cosa de no pocos. Nosotros, cristianos, hemos nacido más allá de la puerta de la fe. Y hemos de entrar a través de ella una y otra vez para engendrar en la fe nuevos cristianos. Y de todos nuestros esfuerzos es éste el único necesario: hay que entrar por la puerta de la fe. En medio de todas las fatigas, de tantos dolores, de muchas violencias y maldades que acosan nuestras vidas, una puerta estrecha está abierta como refugio de salvación, la puerta de la fe. Más allá de la puerta de la fe se cobijan el amor y la vida, la caridad y la esperanza. Más allá de la puerta de la fe, nuestra vida palpita en la penumbra. La puerta de la fe es angosta porque no admite en su morada otra luz que no venga del cielo, pues la fe es la aureola de la vida verdadera. A través de esa puerta santa pueden entrar libremente quienes llevan en sí mismos el buen olor de Cristo y el tesoro de sus buenas obras. Pero aquellos que obran el mal, no han conocido el perfume de las virtudes de Cristo. ¿Y cómo llevarán el perfume del Rey quienes jamás lo abrazaron en sus pobres? ¿Cómo llevarán su buen olor quienes jamás lo alimentaron en sus hambrientos? ¿Cómo tendrán impregnado su aroma quienes jamás enjugaron las lágrimas de los que venían de la gran tribulación? ¿Cómo guardarán incorruptos el buen olor de Cristo si no blanquearon sus vestidos en la sangre del Cordero, por amor a la verdad? Con toda justicia el Señor de la Casa les dirá: «No los conozco». De ellos dice San Cipriano: «tarde creen en la pena eterna los que no quisieron creer en la vida eterna».

domingo, 11 de agosto de 2013

“Moram facit dominus meus venire”


Dominica XIX per annum


Un muy conocido abad de nuestra Orden suele contar este cuento: En una de esas tibias mañanas de agosto, una arañita nació de un huevecillo que su madre había cuidado en una telaraña escondida entre las ramas de un árbol alto. Pronto la arañita sintió el impulso de marcharse de la telaraña materna e ir a probar fortuna. Soñaba con una telaraña grande y encumbrada desde la cual pudiera dominar los aires como una estrella más del firmamento o como una nube de verano. Pero al salir de la telaraña materna, sus débiles patitas no lograban cargar con ella. Hizo un esfuerzo enorme por trepar hacia la copa del árbol, pero casi no podía ascender. De repente resbaló y, al punto de caer, de su cuerpo salió una gruesa hebra de hilo, su primer hilo, el hilo primordial, su fiel paracaídas, que estaba allí, para conservarle la vida. Era el hilo de la misericordia con que Dios suele apiadarse de la crueldad del mundo. El extremo del hilo se adhirió a una rama alta y se fue haciendo más largo mientras más bajo caía la arañita. Hasta que se topó con gran un helecho. Fue fuerte el impacto.
Una vez repuesta, la arañita trató de ubicarse. Y comenzó a sondear la resistencia de su primer hilo. Sorprendida constató que podía ascender a través de él con mucha ligereza. Y comenzó a construir su primer tela con hilos nuevos. Luego sintió hambre y sed.
Su primera emoción fue grande al sentir que un diminuto insecto había quedado atorado en su trampa. Lo envolvió y rápidamente lo succionó. Luego, como ya era tarde, volvió a trepar por el hilito primordial, a fin de pasar la noche reencontrándose consigo misma allá en su punto de desembarque. Cada día la tela era más grande, más amplia y más capaz de atrapar bichos mayores. Y siempre que añadía un nuevo círculo a su tela, se apoyaba en aquel fino hilo primordial para tensar, sujetando de él los hilos nuevos cuyos extremos pegaba en las frondas del helecho. En realidad el hilo del primer día era el único que podía conducir  a lo alto, precisamente porque le había servido para bajar. Los demás se extendían hacia los lados. Pero eso le importaba poco. Había olvidado por completo que alguna vez había soñado con una red elevada en lo alto, y ahora sólo le preocupaba construir una red cada día más grande y más capaz de  entregarle bichos gordos. Se había olvidado del cielo.
Una tarde cayó un gran moscardón en su telaraña. Y pronto lo convirtió en un peluche sin vida, vaciándolo para apropiarse de él, succionándolo. En minutos el moscardón perdió su chiste. Y la araña lucía enorme y satisfecha. Esa noche fue la primera vez que ya no quiso apoyarse en el hilo primordial. Era mucha la fatiga de subir de nuevo. Tejió un hilo más, haciendo más ancha su tela, y se quedó dormida en el corazón de la tela por primera vez. Al amanecer, se dio cuenta que allí en el centro ya no tenía necesidad de subir, y por lo mismo tampoco de bajar. Finalmente estaba instalada, como una estrella más del firmamento. Es que una araña siempre tiene forma de estrella.
Y así, poco a poco fue olvidándose de su origen, y dejando de recorrer aquel hilito fino y primordial que la unía a su infancia viajera y soñadora. Sólo se preocupaba por los hilos útiles que había que reparar o tejer cada día debido a que la caza mayor tenía exigencias agotadoras. La araña se despertaba con el sol, y la luz hermosa le hacía ver perlas de rocío ensartadas en los hilos de su tela, pero ella sólo pensaba en los jugosos insectos que pronto vendrían atraídos por la fresca belleza de esas perlas y que luego no volverían más a ver la luz. En el centro de ese collar de perlas, la araña se sintió el centro del mundo. Satisfecha de sí misma, quiso darse la razón de todo lo que existía a su alrededor. Ella no sabía que de tanto mirar lo cercano, se había vuelto miope. De tanto preocuparse sólo por lo inmediato y urgente, terminó por olvidar que más allá de ella y de su tela, aún quedaba mucho mundo con existencia y realidad. Pudo al menos haberlo intuido del hecho de que todas sus presas venían del más allá. Pero también había perdido la capacidad de intuición: digamos que a ella no le interesaba el más allá; sólo le interesaba lo que llegaba rendido hasta ella.
Así atardeció el día fatal. Era otoño. Tarde de viento y de sol. Mirando su tela, la araña comenzó a pasar revista a su arsenal: cada hilo debía haber demostrado su utilidad. Sabía muy bien de dónde venía cada uno y hacia dónde se dirigían. Dónde se enganchaban y para qué servían. Hasta que se topó con ese bendito hilo primordial. Intrigada trató de recordar cuándo lo había tejido. Y ya no logró recordarlo. Porque a esas alturas de la vida los recuerdos, para poder durarle, tenían que estar ligados a alguna presa conquistada. Su memoria era eminentemente utilitarista. Y ese hilo no había atrapado nada en todos aquellos meses. Se preguntó entonces a dónde conduciría. Y tampoco logró darse una respuesta apropiada. Esto la puso furiosa. Ella era una araña práctica, técnica y científica. Que no le vinieran ya con poemas infantiles de hilitos que elevan o que hacen descender. O ese hilo servía para algo, o había que eliminarlo. ¡Faltaba más!
Y, tomándolo entre las pinzas de sus mandíbulas, lo cortó de una buena vez. ¡Nunca lo hubiera hecho! Al perder su punto de tensión hacia arriba, la tela se cerró como una trampa fatal mientras caía la araña. Empujada por el viento fuerte de otoño cayó en un ardiente pavimento. Y la caída la dejó más que atarantada. Cuando recuperó el sentido, la tela se había resecado tanto y se le adhería a su cuerpo, triturándola con los restos de esqueletos de sus numerosas presas.
Queridos amigos y amigas: el Señor Jesús nos llamó para ser administradores  al frente de su servidumbre, con el encargo de repartir a su tiempo los alimentos. Eso exige fidelidad y prudencia, esas dos cosas. Fidelidad para dar siempre, sin echarnos para atrás; y prudencia para no dar todo de una sola vez, por última vez, sino cada cosa a su tiempo. Fidelidad y prudencia son espejos de la misericordia que Dios nos dispensa día a día. Pero si el siervo piensa: «Mi amo tardará en llegar», y empieza a maltratar a criados y criadas, a comer, a beber y a embriagarse, el día menos pensado y a la hora más inesperada, llegará su amo.
Desde pequeños aprendemos a servirnos de los malos tratos para obtener nuestro beneficio. Y como adultos sabemos bien que muchas veces una orden se cumple más puntualmente con apoyo de los malos tratos. Todos conocemos las ventajas de maltratar. Así como en la milenaria progenie de las arañas no hay una que no le haya robado la vida a otro bicho, tampoco hay entre los hijos de Adán hombre alguno que no haya jamás maltratado. ¿Quién no ha comido de más o bebido alguna vez hasta la embriaguez? ¿Quién no ha abusado de la confianza, del amor, de la belleza, del poder, del volumen de la propia voz, de la fuerza de una mirada o de sus puños? Todos hemos abusado más de una vez en la vida. Tal vez por eso la Iglesia nunca ha sido muy selecta en sus miembros. Sabe muy bien que continuamente se forma de pecadores, y que «los pecadores a veces pecan». Por eso la Iglesia no pone muy alta la medida de sus exigencias. Sin embargo, el Señor Jesús nos advierte que el maltrato y el abuso tarde o temprano nos hacen olvidar el hilo primordial de su misericordia que nos podría devolver el cielo; nos hacen maquinarias de autodestrucción. Todos maltratamos y todos abusamos. Pero la gracia de Dios nos asiste para que crezcamos en fidelidad y prudencia y alcancemos el cielo siguiendo el hilo de la misericordia que Dios ha tendido a favor de nosotros.