domingo, 27 de enero de 2013

"...et sedit et omnium in synagoga oculi erant intendentes in eum"

Dominica III per annum

Muchas veces hemos contemplado las obras de Nuestro Señor Jesucristo . El Señor escuchó el llanto de una viuda que había perdido su único hijo y se lo devolvió vivo, devolvió también la vista a un ciego que suplicaba a un lado del camino, restauró la mano tullida de un hombre, curó leprosos, perdonó los pecados de un paralítico y le mandó levantarse, tomar su camilla y andar. Sin hacerse esperar, el Señor transformó en gozo los dolores de los hombres.
Hoy contemplamos un pasaje misterioso. Jesús entra en la sinagoga, toma el rollo del profeta Isaías, y lee: «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido y me ha enviado para anunciar a los pobres la buena nueva, la liberación a los cautivos, la curación a los ciegos, para dar libertad a los oprimidos y para anunciar el año de gracia del Señor». Entonces enrolló de nuevo la Escritura, la devolvió al encargado y se sentó.
Jesús, sentado, manifiesta la calma serena de su divinidad mientras los ojos de todos están fijos en él. Con el mismo amor con que proclamará en la cruz su grito de victoria: «Todo está cumplido». Ahora dice solemnemente: «Hoy se ha cumplido esta Escritura que acaban de escuchar».
En efecto, Cristo vino a pregonar la fe, que es la riqueza de nosotros los pobres que no teníamos nada con qué agradar a Dios; vino a anunciar la libertad de quienes éramos prisioneros de nuestros pecados; vino a darnos la luz que nace del fuego de la caridad, disipando nuestra ceguera. Desde entonces, los ojos de todos están fijos en él. Desde entonces el pobre puede levantar los ojos de la fe y fijarlos en él, buscando su mirada complacida. Desde entonces el hombre esclavo de sus maldades tiene un inmenso cielo de esperanza que atraviesa sereno las rejas de su cárcel. Esa cárcel de rejas que no podemos roer sin mutilarnos, porque muchas veces nuestra cárcel somos nosotros mismos. Por eso nuestro corazón no puede parar de comer o beber, no puede vencer su tedio, su odio, su rencor, su enfermedad; remeda la vida bramando por un relámpago de belleza o de salud, y nunca deja de mendigar cariño haciéndonos creer que esta vez el amor verdadero ya está a la vuelta de la esquina. Somos prisioneros de nosotros mismos, de nuestras ansias de vengarnos y de cobrarle a la vida todo lo que se ha llevado, o somos prisioneros de nuestra orgullosa resignación y consignación a perderlo todo. Nos revolvemos como leones enjaulados en nuestra inconformidad con la vida, y al mismo tiempo somos cómplices de nuestra jaula como las aves que vuelven siempre al mismo campanario. La campana las ahuyenta una y otra vez, y ellas vuelven sin falta cuando el tañido ha cesado. Volvemos una y otra vez a lo que nos hace daño.
Por eso Jesús se sentó después de anunciar su libertad. Se sentó libre, sin jaula ni cadenas, sin prisas. Se sentó con la misma inmovilidad e impotencia con que los hombres quedan inmóviles en sus tantas cárceles. Se sentó, con una inmovilidad de viernes santo, con impotencia de crucificado. Y los ojos de todos estaban fijos en él, como se fijan los ojos en el cielo, y él era el cielo. Él hizo milagros para mostrar que sólo él puede liberar al hombre de su propio misterio, él y nadie más. Sólo él aplaca la furia ansiosa de la mirada que busca rendijas de libertad. Sólo él es la luz en que se pueden fijar los ojos sin enceguecernos.
Jesús se sentó después de cumplir todas las promesas de Dios y así permanecerá a la derecha del Padre hasta el final de los tiempos. Se sentó para esperarnos. Se sentó para que nuestros ojos estén fijos en él mientras vagamos navegantes atravesando la agitación de este mundo. Y después de nuestra travesía seremos verdaderamente libres como él. Y ya no habrá esclavos, porque Dios hará sentar a sus redimidos a la misma mesa, la mesa del reino. Ay de aquellos que cargan de esclavitudes a los que anhelan la libertad, porque jamás serán dignos de sentarse junto a Cristo en el banquete de su reino.
Ahora tenemos la luz de la fe, la claridad de la esperanza y el calor del amor para poder curar la ceguera de nuestros ojos fijándolos en Jesús. Pero un día esta luz será un resplandor más grande que nuestros abismos de dolor y de pena, y resplandeceremos pues la luz habrá fortalecido nuestros ojos, nuestra alma, nuestros cuerpos. Y esa luz, la luz risueña de la gloria, será nuestra libertad.

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