Cuando Jesús tenía doce años, fue
presentado en el Templo del Señor. Los jóvenes israelitas comenzaban a cumplir
a esa edad las prescripciones de la Ley y por eso Jesús emprendió también ese
peregrinaje. Subió con sus padres al templo santo de Jerusalén. Al regresar,
entre el gentío de las caravanas, María pensó que su muchachito iba con José, y
así prosiguió tranquila, orando en el secreto de su corazón, pensando en Jesús
a quien esperaba muy pronto volver a ver. Una dolorosa sorpresa traspasó su
alma cuando, al ver a José, no vio con él a su Hijo.
Es curioso, muchas de las más
delicadas hortalizas crecen a ras de suelo, y junto a ellas pasan algunas
sabandijas ponzoñosas, y sin embargo, no se contagian del veneno porque en su
bondad no cabe afinidad con veneno alguno. Así era la Madre de Dios. María no
guardaba ningún veneno en su corazón. Si Jesús no estaba con ella, confiaba
ciertamente en que estaría con el Señor San José. Es que la Virgen supo siempre
encontrar a Dios en su amado esposo. Sabía que Dios estaba con él, y no tenía
celos ni envidias del amor que el joven
Jesús tenía por él. Pero fue grande su dolor al no ver a Jesús con José.
Dios es un viñador que limpia los
sarmientos para que den más fruto. Pero María ya había dado el fruto más
excelente. ¿Qué necesidad había de dolor? Sin embargo, quiso Dios hacerla
experimentar el dolor de perder a Dios, el dolor de no poder estrecharlo entre
sus brazos. Quiso hacerla probar tan grande dolor para aumentar el brillo de
los méritos de su amor. El dolor de María no era por el peso del pecado—ella
que había sido concebida sin pecado—; su dolor era por la gloria del amor.
Esta tarde, en que ha muerto Jesús,
nos mira la Madre de Dios. Nos mira buscando a Jesús en nuestra caravana y nos
pregunta por él. Quiere encontrar en nosotros a Jesús, ella que, sin ningún
veneno que nublara su vista, siempre ha visto a Dios en nuestras vidas. Pero
Jesús esta tarde no está con nosotros. Lo hemos perdido. Y su pérdida resume
todos los momentos de nuestra vida en que nos hemos sentido lejos de Dios.
Jesús ha muerto en esta tarde y nuestro corazón llora por él, como se llora por
el Hijo único, como se llora por el amigo del corazón, como se llora por el
amor del alma. Y nuestro llanto es llanto de asesinos. Él murió por nosotros.
Murió porque su amor no soportó nuestras lejanías, esas distancias infinitas
que llamamos pecados.
La Virgen Madre lo busca entre
nosotros y, sin veneno alguno, se compadece de nuestras miradas despiadadas, de
nuestras crueles manos que taladran vidas, de nuestros pasos que caminan sin
Dios, de nuestros corazones que matan. Dinos, Señora, dónde hemos de encontrar
al amor.
Un Doctor eminentísimo, un gran
amigo del alma, enseña con toda verdad que las penas y las aflicciones en sí
mismas ciertamente no pueden ser amadas. Pero vistas en la voluntad divina se
hacen infinitamente amables. Es como cuando un médico nos presenta remedios y
medicamentos amargos y nosotros sentimos mucho disgusto, pero si nos los da una
mano querida los recibimos con confianza, pues el amor mitiga la amargura y la
aspereza de la vida. ¿Cómo habría podido la Virgen Madre contemplar a su Hijo
amado muerto en una cruz, sin enloquecer de terror ante toda la maldad de que
el corazón del hombre puede ser capaz? ¿Cómo habría podido sentir compasión de
nosotros que extraviamos en la muerte al Hijo que ella con tanto amor dio al
mundo? ¿Cómo habría soportado tanta pena si no fuera porque su corazón recibía
todo de la mano de Dios y de su amada voluntad? En verdad, nunca hubo tanto
dolor porque nunca hubo tanto amor, pues que es gloria del amor adornarse de
dolor y el amor crece cuando el dolor lo ensancha.
Virgen Madre del amor enséñanos a
mirar la amada mano de Dios en nuestras penas, y a mirar a Jesús en nuestros
hermanos para no perderlo jamás por el pecado. Y si el pecado nos hace perderlo
y olvidarlo, acompáñanos en el camino de regreso al templo santo de Dios, que
es la Iglesia, para que allí lo encontremos viviente, eternamente sabio,
ocupado de las cosas de Dios Padre, ocupado en las cosas del perdón, ocupado en
la ciencia del amor.
¡Qué maravillosa reflexión sobre María! Cuando recordamos y vivimos la muerte de su Hijo, todas las mujeres, madres, no podemos sino decir: "no hay dolor más grande que tu dolor." Era la Madre de Dios, sí; en ella no había pecado. Pero la vemos en toda su humanidad como una madre sufriente, como aquella escena que ninguna de las que somos mamás quisiéramos ni siquiera pensar jamás.Como dice usted, "Sólo soportó esa pena porque su corazón recibía todo de la mano de Dios y de su amada voluntad." Cuando su hijo iba rumbo al Calvario, cuántas escenas se debieron agolpar en su mente! Los recuerdos de ese Jesús bebé, después niño, jugando, cayendo, riendo y llorando como todos los niños. Y, en esos recuerdos, viendo a su Hijo cargando el madero, quiso correr a a ayudarlo a levantarse como cuando se caía de pequeño. Pero esta vez no pudo levantarlo...y Jesús hizo nuevas todas las cosas. Es un placer escucharlo siempre, Padre Evagrio, y contar con su sabiduría y su sensibilidad. ¡Al fin encontré su blog! Y trataré de leerlo siempre.
ResponderEliminar