viernes, 18 de abril de 2014

"Ecce mater tua"

Feria VI in Parasceve

Cuando Jesús tenía doce años, fue presentado en el Templo del Señor. Los jóvenes israelitas comenzaban a cumplir a esa edad las prescripciones de la Ley y por eso Jesús emprendió también ese peregrinaje. Subió con sus padres al templo santo de Jerusalén. Al regresar, entre el gentío de las caravanas, María pensó que su muchachito iba con José, y así prosiguió tranquila, orando en el secreto de su corazón, pensando en Jesús a quien esperaba muy pronto volver a ver. Una dolorosa sorpresa traspasó su alma cuando, al ver a José, no vio con él a su Hijo.
Es curioso, muchas de las más delicadas hortalizas crecen a ras de suelo, y junto a ellas pasan algunas sabandijas ponzoñosas, y sin embargo, no se contagian del veneno porque en su bondad no cabe afinidad con veneno alguno. Así era la Madre de Dios. María no guardaba ningún veneno en su corazón. Si Jesús no estaba con ella, confiaba ciertamente en que estaría con el Señor San José. Es que la Virgen supo siempre encontrar a Dios en su amado esposo. Sabía que Dios estaba con él, y no tenía celos ni envidias del amor que el  joven Jesús tenía por él. Pero fue grande su dolor al no ver a Jesús con José.
Dios es un viñador que limpia los sarmientos para que den más fruto. Pero María ya había dado el fruto más excelente. ¿Qué necesidad había de dolor? Sin embargo, quiso Dios hacerla experimentar el dolor de perder a Dios, el dolor de no poder estrecharlo entre sus brazos. Quiso hacerla probar tan grande dolor para aumentar el brillo de los méritos de su amor. El dolor de María no era por el peso del pecado—ella que había sido concebida sin pecado—; su dolor era por la gloria del amor.
Esta tarde, en que ha muerto Jesús, nos mira la Madre de Dios. Nos mira buscando a Jesús en nuestra caravana y nos pregunta por él. Quiere encontrar en nosotros a Jesús, ella que, sin ningún veneno que nublara su vista, siempre ha visto a Dios en nuestras vidas. Pero Jesús esta tarde no está con nosotros. Lo hemos perdido. Y su pérdida resume todos los momentos de nuestra vida en que nos hemos sentido lejos de Dios. Jesús ha muerto en esta tarde y nuestro corazón llora por él, como se llora por el Hijo único, como se llora por el amigo del corazón, como se llora por el amor del alma. Y nuestro llanto es llanto de asesinos. Él murió por nosotros. Murió porque su amor no soportó nuestras lejanías, esas distancias infinitas que llamamos pecados.
La Virgen Madre lo busca entre nosotros y, sin veneno alguno, se compadece de nuestras miradas despiadadas, de nuestras crueles manos que taladran vidas, de nuestros pasos que caminan sin Dios, de nuestros corazones que matan. Dinos, Señora, dónde hemos de encontrar al amor.
Un Doctor eminentísimo, un gran amigo del alma, enseña con toda verdad que las penas y las aflicciones en sí mismas ciertamente no pueden ser amadas. Pero vistas en la voluntad divina se hacen infinitamente amables. Es como cuando un médico nos presenta remedios y medicamentos amargos y nosotros sentimos mucho disgusto, pero si nos los da una mano querida los recibimos con confianza, pues el amor mitiga la amargura y la aspereza de la vida. ¿Cómo habría podido la Virgen Madre contemplar a su Hijo amado muerto en una cruz, sin enloquecer de terror ante toda la maldad de que el corazón del hombre puede ser capaz? ¿Cómo habría podido sentir compasión de nosotros que extraviamos en la muerte al Hijo que ella con tanto amor dio al mundo? ¿Cómo habría soportado tanta pena si no fuera porque su corazón recibía todo de la mano de Dios y de su amada voluntad? En verdad, nunca hubo tanto dolor porque nunca hubo tanto amor, pues que es gloria del amor adornarse de dolor y el amor crece cuando el dolor lo ensancha.
Virgen Madre del amor enséñanos a mirar la amada mano de Dios en nuestras penas, y a mirar a Jesús en nuestros hermanos para no perderlo jamás por el pecado. Y si el pecado nos hace perderlo y olvidarlo, acompáñanos en el camino de regreso al templo santo de Dios, que es la Iglesia, para que allí lo encontremos viviente, eternamente sabio, ocupado de las cosas de Dios Padre, ocupado en las cosas del perdón, ocupado en la ciencia del amor.

1 comentario:

  1. ¡Qué maravillosa reflexión sobre María! Cuando recordamos y vivimos la muerte de su Hijo, todas las mujeres, madres, no podemos sino decir: "no hay dolor más grande que tu dolor." Era la Madre de Dios, sí; en ella no había pecado. Pero la vemos en toda su humanidad como una madre sufriente, como aquella escena que ninguna de las que somos mamás quisiéramos ni siquiera pensar jamás.Como dice usted, "Sólo soportó esa pena porque su corazón recibía todo de la mano de Dios y de su amada voluntad." Cuando su hijo iba rumbo al Calvario, cuántas escenas se debieron agolpar en su mente! Los recuerdos de ese Jesús bebé, después niño, jugando, cayendo, riendo y llorando como todos los niños. Y, en esos recuerdos, viendo a su Hijo cargando el madero, quiso correr a a ayudarlo a levantarse como cuando se caía de pequeño. Pero esta vez no pudo levantarlo...y Jesús hizo nuevas todas las cosas. Es un placer escucharlo siempre, Padre Evagrio, y contar con su sabiduría y su sensibilidad. ¡Al fin encontré su blog! Y trataré de leerlo siempre.

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