Feria V in cœna Domini
Dios está siempre cerca de
nosotros. Si por un instante Dios se apartara de nosotros, toda nuestra vida se
disolvería en la nada. Dios está muy cerca de todas sus creaturas. Pero ha
querido estar cerca de nosotros de maneras más excelentes. Fíjate bien, Cristo
entró en el mundo en una noche de paz. El Verbo de Dios, luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este
mundo, inició su sacerdocio en una larga noche, noche de nueve meses de vida
oculta en el claustro virginal de María. Esa noche fue una larga noche de paz,
en medio de las persecuciones y trajines humanos. En
esa noche santa, muchos corazones se agitaban. El corazón de un tirano dio un
vuelco de temor arrogante, mientras los corazones de unos pastores se
estremecían de tierna alegría y las mentes de unos magos intuyeron una
sabiduría inaudita. La profunda voz de Dios resonó esa noche como el llanto de
un recién nacido. Y la noche del mundo se conmovió entrañablemente. Con todo,
Cristo entró en el mundo en una noche de paz.
La Virgen Madre había tejido con el
hilo de su sangre inmaculada la carne del Hijo de Dios, su primer vestido
sacerdotal. Esa carne pequeña, esa casi nada, era la primer hostia del sumo y
eterno Sacerdote: «Esto es mi
cuerpo que se entrega por ustedes».
Y cuando la Virgen Madre le daba un
cuerpo que fermentaba como masa del Reino, Cristo sabía muy bien por quiénes
iba a dar su vida y quiénes comeríamos de su cuerpo. Con toda verdad enseña el
Crisóstomo que «los ladrones que comparten la misma sal no tratan ya como
enemigos a aquellos con quienes comen, sino que basta la mesa para transformar
sus costumbres y para hacer más mansos que los corderos a esos hombres que
normalmente son más crueles que las bestias feroces. Nosotros, en cambio,
sentados ante una gran mesa y gustando un alimento divino, nos armamos los unos
contra los otros, en vez de unirnos, de tomar todos juntos las armas y
arrojarnos contra el diablo». Cristo sabía de nuestros pecados, y sin embargo
nuestras maldades no turbaron la paz de su noche amante. Y esa noche entregó su
cuerpo en nuestras manos.
Hubo otra gran noche: la noche en
que un discípulo se inclinó para escuchar el corazón del Maestro, la noche en
que Dios se entregó en nuestras manos, la noche en que el hombre comió por vez
primera el Pan de los ángeles. Ésa fue también una noche de paz. En esta noche
Judas no duerme; corazones de otros tiranos tiemblan de temor; nuevamente se
inquieta el tumulto de la mente de los sabios, tratando de adivinar la
sabiduría de Dios que esconde su gloria detrás de su misterio: «Señor, ¿me vas a lavar tú a mí los pies?». Pero
la sabiduría nunca lleva prisa: «lo comprenderás más tarde».
Ahora, antes de entregarse a su Pasión quiso, en otra noche de paz, iniciar
su sacerdocio en nosotros. En esta noche santa, el Hijo de Dios miró con amor y
eligió a cada uno de quienes habríamos de formar su cuerpo sacerdotal, buenos y
malos. Sin perder la paz de su misericordia, Cristo nos eligió y nos hizo
sacerdotes con su palabra de amor: «Cada vez que hagan esto, lo harán en
memoria mía».
En estas dos noches Cristo pensó en ti y en mí. Piensa tú en él en esta
noche, vela con él. Él ha velado siempre por ti, y ha anhelado desde siempre el
poder estar más cerca de ti. Desde la noche en que Adán se alejó de la luz de
la gracia, Cristo preparaba esta noche, noche en que el hombre vuelve a estar
cerca de Dios, noche en que el hombre vuelve a nutrirse de Dios, noche en que
el hombre toma la forma de Dios.
En estas dos noches, Cristo nos mostró la forma del amor. Cristo se
acurruca, se dobla sobre sí mismo, como un niño en el seno materno. Cristo se
pliega y repliega a los pies de sus discípulos para mostrar en su cuerpo
entregado la forma del amor. El amor tiene forma de hombre puesto a los pies de
sus hermanos. El amor tiene la forma de un Dios que se pone a nuestros pies.
Tiene la forma de un niño que está a punto de nacer, porque en esta noche Dios
está a punto de nacer y nosotros, que somos su cuerpo, naceremos con él.
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